Y de la inmensidad de las profundidades surgió la imagen de unas alas inmensas y oscuras que se abrían y cerraban lentamente sobre cuerpos titánicos. Y después sonó una voz como las cien campanas repicando al mismo tiempo:
—Te oigo, pequeño hermano terrestre.
Había hablado Maazmoorn, uno de los reyes acuáticos. Faraataa los conocía a todos por la música de sus mentes: las campanas de Maazmoorn, el trueno cantarín de Girouz, los tambores lentos y tristes de Sheitoon. Existían decenas de esos grandes reyes, y todas sus voces eran inconfundibles.
—¡Recógeme, oh Rey Maazmoorn!
—Ven a mí, oh hermano terrestre.
Faraataa notó el tirón, se rindió a él, y fue alzado y arrastrado dejando el cuerpo tras de sí. En un instante se encontró en el mar, al cabo de otro instante entró en el agua y finalmente él y Maazmoorn fueron un solo ser. El éxtasis se apoderó de éclass="underline" aquella unión, aquella comunión era tan potente que bien podía ser un fin por sí misma, una delicia que satisfacía todos los anhelos, siempre que él lo consintiera. Pero Faraataa jamás lo consentiría.
El centro de la impresionante inteligencia del rey acuático era igual que un océano: sin límites, inmenso, infinitamente profundo. Faraataa, cada vez más sumergido, se perdió en él. Pero ni por un solo momento olvidó la naturaleza de su tarea. Mediante la fuerza del rey acuático podía lograr lo que nunca habría conseguido sin ayuda. Tras serenarse, concentró al máximo su potente cerebro y, acomodado en el núcleo de aquella inmensidad cálida y arrulladora, transmitió los mensajes que le habían hecho ir hasta allí.
—¿Saarekkin?
—Aquí estoy.
—¿Qué informes hay?
—La lusavándula está totalmente destruida en la zona de la Fractura oriental. Hemos propagado el hongo sin que haya esperanzas de erradicación, y está extendiéndose libremente.
—¿Qué medidas ha tomado el gobierno?
—Quemarán las cosechas plagadas. Será inútil.
—¡La victoria es nuestra, Saarekkin!
—¡La victoria es nuestra, Faraataa!
—¿Tii-haanimak?
—Te oigo, Faraataa.
—¿Hay novedades?
—El veneno viajó con la lluvia y los nikos han quedado destruidos en Dulorn entera. En estos momentos está filtrándose en la tierra y aniquilará gleinos y estachas. Estamos preparando el próximo ataque. ¡La victoria es nuestra, Faraataa!
—¡La victoria es nuestra! ¿Iniriis?
—Soy Iniriis. Los gusanos de las raíces medran y se extienden por los campos de Zimroel. Devorarán el roza y la milaila.
—¿Cuándo serán visibles los efectos?
—Son visibles ahora mismo. ¡La victoria es nuestra, Faraataa!
—Hemos conquistado Zimroel. Ahora hay que trasladar la batalla a Alhanroel, Iniriis. Empieza a embarcar tus gusanos para cruzar el Mar Interior.
—Así se hará.
—¡La victoria es nuestra, Iniriis! ¿Y-Uulisaan?
—Aquí Y-Uulisaan, Faraataa.
—¿Continúas siguiendo a la Corona?
—Sí. Ha partido de Ebersinul y se dirige a Treymone.
—¿Sabe lo que está pasando en Zimroel?
—No sabe nada. El gran desfile absorbe por completo sus energías.
—En ese caso, infórmale. Háblale de los gusanos del valle del Zimr, la lusavándula agostada en la Fractura, la muerte de nikos, gleinos y estachas al oeste de Dulorn.
—¿Yo, Faraataa?
—Debemos estar todavía más cerca de él. Las noticias le llegarán tarde o temprano por los canales legales. Que lleguen antes gracias a nosotros, ésa será nuestra forma de acercamos a él. Tú serás su consejero en problemas de enfermedades de las plantas, Y-Uulisaan. Dale la noticia, y ayúdale en la lucha contra esas plagas. Conoceremos los contraataques que planee. La victoria es nuestra, Y-Uulisaan.
—¡La victoria es nuestra, Faraataa!
14
El mensaje había sido escrito hacía ya una hora cuando por fin llegó al primer consejero Hornkast, que se hallaba en su refugio particular en un nivel muy superior, junto a la Esfera de las Sombras Triples:
Reúnase conmigo en el salón del trono ahora mismo.
—Sepulthrove.
El primer consejero miró furiosamente a los mensajeros. Éstos sabían que jamás podían molestarlo en aquel recinto si no era por asuntos de extrema urgencia.
—¿De qué se trata? ¿Está muriéndose? ¿Ha muerto ya?
—No nos informaron, señor.
—¿Y Sepulthrove parecía estar anormalmente inquieto?
—Parecía nervioso, señor, pero no tengo la menor idea…
—Muy bien. No importa. Os acompañaré dentro de un momento.
Hornkast se aseó y se vistió apresuradamente. Si realmente ha sucedido, pensó con enojo, ha sucedido en el momento más inoportuno. Tyeveras lleva diez décadas como mínimo aguardando la muerte. ¿No podía haber resistido un par de horas más? Si realmente ha sucedido.
La mujer rubia que había ido a visitarle intervino en ese momento.
—¿Debo quedarme aquí hasta que vuelva? Hornkast movió negativamente la cabeza.
—Imposible saber cuánto tiempo durará esto. Si el Pontífice ha fallecido…
La mujer hizo el signo del Laberinto.
—¡Que el Divino no lo quiera!
—Desde luego —repuso secamente Hornkast.
Salió. La Esfera de las Sombras Triples, que se alzaba muy encima de los relucientes muros de obsidiana de la plaza, se hallaba en su fase más brillante y despedía una luz espectral de color blancoazulado que anulaba cualquier sensación de dimensionalidad o profundidad: los transeúntes parecían meros muñecos de papel arrastrados por una brisa suave. Con los mensajeros detrás de él y con dificultades para mantener su paso, Hornkast se apresuró a cruzar la plaza en dirección al ascensor particular, moviéndose, como siempre, con un vigor impropio de sus ochenta años.
El descenso hacia la zona imperial fue interminable.
¿Muerto? ¿Agonizante? Inconcebible. Hornkast se dio cuenta de que jamás había considerado la contingencia de una muerte natural e inesperada para Tyeveras. Sepulthrove le había asegurado que la maquinaria no fallaría, que era posible mantener vivo al Pontífice, en caso de necesidad, otros veinte o treinta años, incluso quizá cincuenta. Y el primer consejero había supuesto que el fallecimiento del anciano, cuando se produjera, sería el resultado de una decisión política tomada con muchísimo tacto, no un hecho acontecido embarazosamente, sin previo aviso y en una mañana por lo demás ordinaria.
¿Y si era cierto? Habría que avisar inmediatamente a lord Valentine y hacerle regresar de las comarcas occidentales. ¡Ah, cuánto iba a disgustarle la noticia, verse arrastrado al Laberinto casi antes de haber empezado el gran desfile! Y yo tendré que dimitir, por supuesto, pensó Hornkast. Valentine querrá tener otro primer consejero: aquel hombrecillo con la cara llena de cicatrices, Sleet, sin duda, o incluso el vroon. Hornkast consideró la situación de tener que instruir a uno de ellos en las obligaciones del cargo que él había desempeñado tanto tiempo. Sleet, lleno de desprecio y condescendencia, o el diminuto brujo vroon, con sus ojazos brillantes, su pico, sus tentáculos…
Ésa sería su última responsabilidad, instruir al nuevo primer consejero. Y luego me iré, pensó Hornkast, y sospecho que no sobreviviré mucho tiempo a la pérdida de mi cargo. Elidath, supongo, será la nueva Corona. Dicen que es buena persona, muy querido por lord Valentine, casi igual que un hermano. ¡Qué extraño será, después de tantos años, volver a tener Pontífice auténtico, un hombre que colabore activamente con su Corona! Pero yo no lo veré, meditó Hornkast. No estaré aquí.
Con ese talante agorero y resignado llegó a la puerta elegantemente embellecida del salón imperial del trono. Deslizó la mano dentro del guante de reconocimiento y apretó la fría esfera flexible que contenía. Y respondiendo al contacto la puerta se abrió y dejó al descubierto el enorme globo de la cámara imperial, el trono elevado en lo alto de los tres anchos escalones, los complejos mecanismos que mantenían vivo al Pontífice y, en el interior de la burbuja de cristal azul claro que albergaba al anciano desde hacía muchísimos años, la silueta de largas piernas del mismo Tyeveras, descarnado y arrugado como si fuera su propia momia, erguido en su asiento, con las mandíbulas apretadas, los ojos brillantes, muy brillantes, todavía llenos de brillo de una vida inextinguible.