—¿Qué estás diciendo?
—Se trata de augurios de guerra, majestad —replicó Sleet. Valentine se volvió de repente y miró furiosamente al hombrecillo.
—¿Guerra? —exclamó—. ¿Guerra? ¿Debo batallar otra vez? Fui la primera Corona en ocho mil años que condujo un ejército al campo de batalla. ¿Debo hacer eso dos veces?
—Seguramente sabéis, mi señor —dijo Sleet—, que la guerra de restauración fue simplemente la primera escaramuza de la guerra propiamente dicha que hay que afrontar, una guerra que ha estado gestándose durante muchos siglos, una guerra que no puede evitarse, y creo que lo sabéis.
—No hay guerras inevitables —contestó Valentine.
—¿Eso pensáis, mi señor?
La Corona lanzó una mirada ceñuda y triste a Sleet, pero no replicó. Sus consejeros estaban diciéndole lo que él había deducido ya sin su ayuda, lo que él no deseaba escuchar. Y habiéndolo escuchado a pesar de todo, Valentine percibió una inquietud terrible que invadía su alma. Al cabo de unos instantes se levantó y recorrió en silencio la habitación. En el otro extremo de la cámara había una escultura enorme y pavorosa, un ornamento hecho con huesos curvados de dragones marinos, entrelazados para adoptar la forma de los dedos de dos manos aferradas y vueltas hacia arriba, o quizá los dientes entrecruzados de una boca colosal, demoníaca… Valentine permaneció ante el objeto largo rato, acariciando el reluciente hueso pulido. Tareas inacabadas, había dicho Tisana. Sí. Sí. Los cambiaspectos. Cambiaspectos, metamorfos, piurivares, o cualquier otro nombre que quisiera dárseles: los verdaderos nativos de Majipur, despojados de ese mundo prodigioso por los colonizadores estelares, hacía catorce milenios. Durante ocho años, pensó Valentine, me he esforzado en comprender las necesidades de estos seres. Y todavía no sé nada. Dio media vuelta antes de hablar.
—Cuando me he levantado para hablar, mis pensamientos estaban puestos en lo que acababa de decir Hornkast, el portavoz principaclass="underline" la Corona es el mundo y el mundo es la Corona. Y de pronto me convertí en Majipur. Todo lo que estaba aconteciendo en el mundo entero pasó por mi alma.
—Habéis experimentado eso mismo anteriormente —dijo Tisana—. En sueños que yo he interpretado: cuando explicasteis haber visto veinte mil millones de filamentos que brotaban del suelo y vos los sosteníais todos en vuestra mano derecha. Y en otro sueño extendíais los brazos y abrazabais al mundo. Y…
—Eso fue otra cosa —repuso Valentine—. En esta ocasión el mundo estaba destrozándose.
—¿Cómo?
—Literalmente. Haciéndose añicos. No quedaba nada aparte de un mar de oscuridad… en el que yo caía…
—Hornkast dijo la verdad —respondió tranquilamente Tisana—. Sois el mundo, majestad. Conocimientos misteriosos tratan de llegar a vos, y llegan por el aire procedentes de todo el mundo que os rodea. Es un envío, mi señor: no de la Dama, ni del Rey de los Sueños, sino del mundo entero.
Valentine miró al vroon.
—¿Qué opinas de eso, Deliamber?
—Hace cincuenta años que conozco a Tisana, creo, y jamás he oído estupideces de sus labios.
—En tal caso, ¿habrá guerra?
—Creo que la guerra ya ha empezado —dijo Deliamber.
2
Hissune tardaría bastante en perdonarse su tardía llegada al banquete. Su primer acto oficial después de ser ascendido a miembro del séquito de lord Valentine y no había conseguido llegar puntualmente. Eso era inexcusable.
En parte la culpa había sido de su hermana Ailimoor. Mientras él trataba de ponerse su vestimenta de gala, una ropa magnífica recién adquirida, Ailimoor no dejó de moverse, le entorpeció, le ajustó la cadena al hombro, se preocupó por el largo y el estilo de la túnica, encontró manchas en las botas brillantemente pulidas, unas manchas que habrían sido invisibles a cualquier mirada excepto a la de ella. Ailimoor tenía quince años, una edad problemática para las mujeres… Todas las edades parecían ser problemáticas para las mujeres, pensaba a veces Hissune. Y esos días su hermana tendía a mostrarse mandona, testaruda en sus opiniones, se abstraía en los pormenores domésticos más triviales.
De ese modo, ansiosa por darle un aspecto perfecto para el banquete de la Corona, Ailimoor había contribuido a que Hissune llegara tarde. Pasó veinte minutos largos (así lo creía Hissune) simplemente manoseando el emblema de su cargo, la pequeña hombrera dorada con el estallido estelar que él debía lucir en el hombro izquierdo bajo el lazo que formaba la cadena. Ailimoor lo movió una y otra vez una fracción de milímetro para centrarlo con más exactitud hasta que por fin se dio por satisfecha.
—Perfecto —dijo—. Así está bien. Ven, comprueba si te gusta.
Ailimoor cogió su viejo espejo, lleno de manchas y motas puesto que el pulimento iba desprendiéndose, y lo colocó ante Hissune. Éste tuvo un vago vislumbre distorsionado de su apariencia, se vio muy raro, todo pompa y esplendor, como engalanado para un espectáculo. Su vestimenta le pareció teatral, afectada, irreal. Y sin embargo notó que una nueva sensación de donaire y autoridad brotaba de sus ropas y se filtraba en su espíritu. Qué extraño, pensó, que un arreglo apresurado de un vulgar sastre del Paraje de las Máscaras pueda provocar una transformación tan rápida de la personalidad. Había dejado de ser el pilluelo harapiento, el joven administrativo inseguro de sí mismo para convertirse en Hissune el petimetre, Hissune el pavo real, Hissune el orgulloso compañero de la Corona.
E Hissune el enemigo de la puntualidad. Aunque si se apresuraba todavía podía llegar a tiempo al Gran Salón del Pontífice.
Pero en aquel momento llegó del trabajo su madre Elsinome y se produjo otro ligero retraso. Entró en la habitación de Hissune, una mujer delgada, morena, pálida de cara y con aspecto fatigado, y miró a su hijo llena de asombro, maravillada, como si alguien hubiera recogido un cometa y lo hubiera dejado dando vueltas en aquella vivienda miserable. Los ojos de Elsinome chispearon, sus facciones despidieron un brillo que Hissune no había visto nunca.
—¡Qué aspecto tan magnífico tienes, Hissune! ¡Espléndido! El joven sonrió y dio media vuelta, para exhibir mejor sus galas imperiales.
—Casi ridículo, ¿no? ¡Parezco un caballero recién llegado del Monte del Castillo!
—¡Pareces un príncipe! ¡Pareces la Corona!
—Ah, sí, lord Hissune. Pero me haría falta una túnica de armiño para eso, creo, y una casaca verde muy elegante, y tal vez un gran medallón en el pecho, con el grabado del estallido estelar y muy llamativo. Pero esto ya basta de momento, ¿eh, madre?
Se echaron a reír y la mujer, pese a su cansancio, le abrazó y le hizo dar vueltas, bailando una alocada danza. Luego le soltó.
—Pero se hace tarde —dijo—. ¡Ya deberías haber salido hacia el festín!
—Debería, sí. —Hissune se acercó a la puerta—. Qué extraño es todo esto, ¿eh, madre? Ir a comer a la mesa de la Corona… sentarme junto a él… viajar con él en el gran desfile… vivir en el Monte del Castillo…
—Muy extraño, cierto —dijo en voz baja Elsinome. Todas se pusieron en fila (Elsinome, Ailimoor, su hermana menor Maraune) e Hissune las besó solemnemente, y estrechó sus manos, y se escabulló cuando intentaron abrazarle, temiendo que le arrugaran la ropa. Y las vio contemplándole como si él fuera una deidad, o incluso la misma Corona. Tuvo la impresión de que había dejado de ser miembro de aquella familia, o de que jamás lo había sido, que había descendido del cielo esa misma tarde para pavonearse unas horas por las depresivas habitaciones. De vez en cuando tenía idéntica sensación: él no había pasado dieciocho años de su vida en una vivienda llena de suciedad del primer anillo del Laberinto, él era y siempre había sido Hissune del Castillo, caballero e iniciado, frecuentador de la corte real, conocedor de todos sus placeres.