—No debemos permitirlo —dijo Dilifon.
—¿Qué está sugiriendo? —inquirió Hornkast.
—Que esto ha ido demasiado lejos. Sé cómo es la vejez, Hornkast… y es posible que usted también lo sepa, aunque no muestre signos externos de ella. Este hombre es doblemente viejo que cualquiera de nosotros. Padece cosas que difícilmente podemos imaginar. Yo digo: hay que ponerle fin. Ahora. Hoy mismo.
—No tenemos derecho a hacerlo —dijo Hornkast—. Se lo aseguro, considero los sufrimientos de Tyeveras igual que usted. Pero la decisión no es nuestra.
—Hay que poner fin a esto, pese a todo.
—Lord Valentine debe aceptar la responsabilidad del caso.
—Lord Valentine jamás lo hará —murmuró Dilifon—. ¡Prolongará esta farsa cincuenta años!
—Le corresponde a él decidir —repuso con firmeza Hornkast.
—¿Somos siervos de la Corona o del Pontífice? —preguntó Dilifon.
—Sólo hay un gobierno, con dos monarcas, y sólo uno de ellos es competente en estos momentos. Servimos al Pontífice sirviendo a la Corona. Y…
De la urna que mantenía vivo al enfermo brotó un aullido de rabia y luego un silbido inspirado, espectral, y tres gruñidos muy roncos. Y las mismas palabras que antes, mucho más claras:
—Valentine… Pontífice de Majipur… ¡Yo te saludo!
—Oye lo que decimos, y eso le enoja. Está suplicando la muerte —dijo Dilifon.
—O tal vez piensa que ya la ha conseguido —sugirió Narrameer.
—No, no. Dilifon está en lo cierto —respondió Hornkast—. Tyeveras nos ha oído. Sabe que no vamos a satisfacer su deseo.
—Vamos. Levántate. Anda. —Lamentos. Barboteos—. ¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte!
Con un desespero que no había sentido desde hacía décadas, el primer consejero se precipitó hacia la esfera del enfermo, casi dispuesto a separar cables y tubos de sus alojamientos y poner fin al drama. Pero naturalmente ello habría sido una locura. Hornkast se detuvo, miró el interior de la esfera, sus ojos se toparon con los de Tyeveras y el primer consejero tuvo que hacer un esfuerzo para no acobardarse al percibir la enorme tristeza que invadía su alma. El Pontífice había recobrado la cordura. El hecho era irrebatible. Tyeveras entendía que le privaban de la muerte por motivos de estado.
—¿Excelencia? —preguntó Hornkast, con el tono más modulado e intenso posible—. Excelencia, ¿podéis oírme? Cerrad un ojo si me oís.
No hubo respuesta.
—Creo que, a pesar de todo, me oís, majestad. Y os lo aseguro: conocemos vuestro sufrimiento. No permitiremos que lo sigáis padeciendo mucho tiempo más. Os lo prometemos, majestad.
Silencio. Quietud. Y de pronto…
—¡Vida! ¡Dolor! ¡Muerte!
Y acto seguido un gemido, un barboteo, un silbido y un aullido igual que un cántico que brota de la tumba.
15
—… y aquél es el templo de la Dama —dijo el alcalde, lord Sambigel, mientras señalaba la fachada del peñasco asombrosamente vertical que se alzaba al este de la ciudad—. El más sagrado de los santuarios de la Dama, si exceptuamos la misma Isla, por supuesto.
Valentine lo contempló. El templo relucía como un solitario ojo blanco fijo en la frente oscura del peñasco.
Era el cuarto mes del gran desfile, o el quinto, o quizás el sexto: días y semanas, ciudades y provincias, todo empezaba a oscurecerse y confundirse. Ese día Valentine había llegado al gran puerto de Alaisor, muy al norte de la costa noroccidental de Alhanroel. Detrás de él quedaban Treymone, Stoienzar, Vilimong, Estotilaup, Kimoise: ciudades y más ciudades, todas fluyendo en su cerebro hasta formar una vasta metrópolis extendida como un monstruo despacioso y de muchas patas sobre la faz de Majipur.
Sambigel, un hombre bajito y moreno con un borde de espeso vello negro en torno al contorno de su rostro, siguió hablando monótonamente, recibiendo a la Corona con las trivialidades más sonoras. Los ojos de Valentine estaban vidriosos, su mente erraba. Había oído lo mismo anteriormente, en Kikil, en Steenorp, en Klai: un momento que jamás sería olvidado, amor y gratitud del pueblo entero, orgullo por tal cosa, honra por tal otra… Sí. Sí. Valentine se preguntó en qué ciudad le habían enseñado el famoso lago que se esfumaba. ¿Simbilfant? Y el ballet aéreo había sido en Montepulsiane, ¿o en Ghrav? Las abejas doradas debía haberlas visto en Bailemoona, pero… ¿y la cadena celeste? ¿En Arkilon? ¿En Sennamole?
Una vez más miró hacia el templo del peñasco. El lugar le atraía poderosamente. Anhelaba encontrarse allí en aquel mismo momento: quedar atrapado por la garra de un ventarrón y volar como una hoja seca hasta la alta cima.
—¡Madre, déjame descansar contigo un rato! Hubo una pausa en el discurso del alcalde, o quizá había concluido. Valentine se volvió hacia Tunigorn.
—Encárgate de que yo pueda dormir en ese templo esta noche —le dijo.
Sambigel quedó desconcertado.
—Tenía entendido, mi señor, que deseabais ver la tumba de lord Stiamot esta tarde, y luego ir a la recepción en el Salón del Topacio, antes de la cena en…
—Lord Stiamot lleva ocho milenios esperando que yo le rinda homenaje. Puede aguardar un día más.
—Naturalmente, mi señor. Así será, mi señor. —Sambigel hizo un apresurado frenesí de estallidos estelares—. Notificaré a la jerarca Ambargade que vos seréis su huésped esta noche. Y ahora, si me lo permitís, mi señor, deseamos ofrecerle una distracción…
Una orquesta acometió los primeros compases de un alborozado himno. De centenares y centenares de gargantas brotó algo que indudablemente debían ser versos conmovedores, aunque Valentine no logró entender una sola sílaba. Permaneció impasible, contemplando el inmenso gentío, haciendo algún saludo ocasional, risueño, encontrándose de vez en cuando con los ojos de ciudadanos maravillados que jamás olvidarían ese día. La sensación de irrealidad le abrumaba. No necesitaba estar vivo, pensó, para desempeñar aquel papel. Una estatua lo haría igualmente bien, o una graciosa marioneta, incluso una de las figuras de cera que había visto hacía tiempo en Pidruid, durante una noche de fiesta. Qué útil sería mandar una imitación de la Corona a estos acontecimientos sociales, un objeto capaz de escuchar seriamente, sonreír apreciativamente, saludar animadamente e incluso quizá pronunciar cuatro sentidas palabras de gratitud…
Por el rabillo del ojo vio que Carabella estaba mirándole con aire de preocupación. Hizo un gesto casi imperceptible con dos dedos de su mano derecha, una señal particular que sólo ellos dos conocían, para indicar a su esposa que se encontraba perfectamente. Pero la mirada de preocupación de Carabella no desapareció. Y a Valentine le pareció que Tunigorn y Lisamon Hultin se habían acercado poco a poco hasta ponerse muy cerca de él. ¿Para agarrarle si caía? Por los bigotes de Confalume, ¿pensaban que iba a desmayarse igual que en el Laberinto?
Se puso más erguido: saludo, sonrisa, inclinación de cabeza, saludo, sonrisa… Nada saldría mal. Nada. Nada. ¿Pero y aquella ceremonia, acaso no iba a terminar nunca?
Duró media hora más. Pero finalmente terminó, y el séquito real, a través de un pasadizo subterráneo, avanzó rápidamente hacia el alojamiento preparado para la Corona en el palacio del alcalde, al otro lado de la plaza.
—Me ha parecido que estabas poniéndote enfermo ahí arriba, Valentine —dijo Carabella en cuanto estuvieron a solas.
—Si el aburrimiento es una enfermedad, sí, estaba poniéndome enfermo —respondió Valentine con la máxima despreocupación posible.
Carabella guardó silencio unos instantes.
—¿Es absolutamente necesario prolongar este gran desfile? —dijo después.
—Sabes que no tengo elección.