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—Me preocupas.

—¿Por qué, Carabella?

—A veces creo que he dejado de conocerte. ¿Quién es esta persona pensativa e irritable que comparte mi cama? ¿Qué se ha hecho del hombre llamado Valentine al que hace tiempo conocí en Pidruid?

—Continúa aquí.

—Eso debo creer. Pero oculto, del mismo modo que el sol se oculta cuando lo tapa la sombra de una luna. ¿Qué sombra te oculta a ti, Valentine? ¿Qué sombra hay en el mundo? Algo raro te ocurrió en el Laberinto. ¿Qué es? ¿Por qué?

—El Laberinto no es un lugar alegre para mí, Carabella. Tal vez me sentía encerrado allí, enterrado, asfixiado… —Sacudió la cabeza—. Fue raro, sí. Pero el Laberinto ha quedado muy detrás. En cuanto empezamos a viajar por tierras más felices noté que recobraba mi antigua personalidad, volví a conocer la alegría, el amor, yo…

—Tu te engañas, es posible, pero no puedes engañarme a mí. Aquí no hay alegría para ti, no ahora. Al principio te embebías en todo como si te fuera imposible quedar saciado… deseabas ir a todas partes, verlo todo, probar todo lo que había por probar… pero eso terminó. Lo veo en tus ojos, lo veo en tu cara. Vas por ahí como un sonámbulo. ¿Vas a negarlo?

—Cada vez estoy más aburrido, sí. Admito eso.

—¡En ese caso abandona el gran desfile! ¡Regresa al Monte, un lugar que tú adoras, donde siempre has sido feliz!

—Soy la Corona. La Corona tiene la sagrada obligación de presentarse ante el pueblo que gobierna. Debo eso al pueblo.

—En ese caso, ¿qué obligaciones tienes para contigo mismo?

Valentine se alzó de hombros.

—¡Te lo ruego, cariño! Aunque me aburra mucho, y me aburro, no lo niego, oigo discursos en sueños, veo interminables desfiles de malabaristas y acróbatas… Pero a pesar de todo, nadie muere de aburrimiento. El gran desfile es mi obligación. Debo continuar.

—Al menos anula la etapa de Zimroel, si continúas. Un continente es más que suficiente. Necesitarás meses simplemente para regresar al Monte del Castillo desde aquí, si es que te detienes en todas las ciudades importantes del camino. ¿Y luego Zimroel? Piliplok, Ni-moya, Til-omon, Narabal, Pidruid… ¡Serán años, Valentine!

La Corona movió lentamente la cabeza.

—Tengo obligaciones con todos los habitantes, no solo con los que viven en Alhanroel, Carabella.

—Hasta ahí lo comprendo —repuso ella mientras le cogía de la mano—. Pero tal vez estás exigiéndote demasiado. Te lo pido por segunda vez: considera la posibilidad de eliminar Zimroel del recorrido. ¿Lo harás? ¿Lo meditarás un poco al menos?

—Volvería al Monte del Castillo esta misma noche, si pudiera. Pero debo continuar. Debo hacerlo.

—Esta noche, en el templo, esperas hablar en sueños con tu madre la Dama, ¿no es cierto?

—Sí —dijo él—. Pero…

—En ese caso prométeme una cosa. Si llegas a su mente con la tuya, pregúntale si debes ir a Zimroel. Que su consejo te guíe en este aspecto, como lo ha hecho en otros muchos. ¿Lo harás?

—Carabella…

—¿Se lo preguntarás, por favor? ¡Sólo es preguntar!

—Perfectamente —respondió Valentine—. Se lo preguntaré. No prometo más.

Carabella le miró maliciosamente.

—¿Tengo aspecto de esposa regañona, Valentine? ¿Porque te incordio y te presiono de esta forma? Lo hago por el amor, y tú lo sabes.

—Lo sé —dijo él, y agarró a Carabella y la abrazó.

No hicieron más comentarios, puesto que era la hora de prepararse para el viaje a los montes Alaisor donde se hallaba el templo de la Dama. El crepúsculo había empezado cuando partieron por la estrecha y tortuosa ruta, y las luces de Alaisor chispeaban detrás como millones de brillantes gemas esparcidas sin cuidado por la llanura.

La jerarca Ambargarde, una mujer alta, de aspecto regio, con los ojos muy vivos y el cabello cano y lustroso, aguardaba en la entrada del templo para recibir a la Corona. Mientras las maravilladas acólitas contemplaban boquiabiertas la escena, Ambargarde ofreció una bienvenida breve y cordial (Valentine era, dijo, la primera Corona que visitaba el templo desde los tiempos de lord Tyeveras y su segundo gran desfile) y le condujo por hermosos huertos hasta que el templo en sí se hizo visible. Era un edificio alargado de un solo piso de altura, construido con piedra blanca, sin ornamentos, incluso severo, situado en un jardín espacioso y de gran simplicidad y belleza. La fachada occidental se curvaba formando un arco de media luna en torno al borde de la montaña, permitiendo ver el mar. Y en la parte interna, diversas alas separadas formando ángulos muy agudos irradiaban hacia el este.

Valentine atravesó una logia y llegó a un pequeño pórtico aparentemente suspendido en el espacio, en el borde más exterior del peñasco. Allí permaneció largo rato en silencio, con Carabella y la jerarca detrás de él, y Sleet y Tunigorn muy cerca. El lugar era prodigiosamente silencioso: Valentine no oyó nada aparte de los embates del viento frío que soplaba sin pausa desde el noroeste, y la suave agitación de la capa escarlata de Carabella. Bajó la mirada hacia Alaisor. El enorme puerto de mar era un gigantesco abanico extendido en la base del risco, tan prolongado hacia el norte y hacia el sur que era imposible de ver sus límites. Los oscuros radios de colosales avenidas cruzaban el lugar de parte a parte y convergían en un círculo distante y apenas visible de grandes bulevares donde seis obeliscos gigantes se alzaban hacia el cielo: la tumba de lord Stiamot, conquistador de los metamorfos. Más allá sólo había mar, de color verde oscuro, envuelto por neblina muy baja.

—Vamos, mi señor —dijo Ambargarde—. La última luz del día está apagándose. ¿Me permitís llevaros a vuestros aposentos?

Esa noche iba a dormir solo, en una habitación pequeña y austera cerca del tabernáculo. No comería ni bebería nada aparte del vino de los oráculos, el vino que abriría su mente y la haría accesible a la Dama. En cuanto se fue Ambargarde, Valentine se volvió hacia Carabella.

—No he olvidado mi promesa, amor —le dijo.

—Lo sé. Oh, Valentine, ¡ojalá te diga que regreses al Monte!

—¿Seguirás su consejo si ella no dice eso?

—¿Cómo puedo impedir tu decisión, sea cual sea? Eres la Corona. Pero ojalá te diga que regreses. Sueña bien, Valentine.

—Sueña bien, Carabella.

La mujer se fue. Valentine estuvo unos momentos junto a la ventana, observando como la noche engullía la costa y el mar. En algún lugar al oeste de allí, como Valentine sabía perfectamente, se hallaba la Isla del Sueño, dominio de su madre, muy por debajo del horizonte, el hogar de la Dama dulce y bendita que aportaba sabiduría al mundo mientras éste soñaba. Valentine miró fijamente hacia el mar, buscó entre la niebla y la oscuridad creciente como si por el simple hecho de mirar con la intensidad suficiente le fuera posible ver los cimientos de brillante caliza blanca sobre los que se alzaba la Isla. Después se desnudó y se tendió en el sencillo camastro que constituía el único mueble de la habitación y levantó el vaso que contenía el vino onírico de color rojo oscuro. Tomó un buen trago de aquel líquido espeso y dulce, después otro, y se tendió y se sumió en el estado de trance que abriría su mente a impulsos llegados de lejos, y aguardó la llegada del sueño.

—Ven a mí, madre. Soy Valentine.

La somnolencia se apoderó de él, y Valentine cayó dormido.

—Madre…

—Dama…

—Madre…

Los fantasmas empezaron a danzar en su cerebro. Figuras alargadas y tenues salieron violentamente como si fueran burbujas de los respiraderos del suelo y ascendieron formando espirales hacia el techo del cielo. Manos sin cuerpo brotaron de los troncos de los árboles, en las piedras grandes se abrieron ojos amarillos y a los ríos les creció el pelo. Valentine observó y aguardó, dejó que su ser se deslizara hacia abajo y cada vez más abajo en el reino de los sueños, y de modo incesante proyectó su alma hacia la Dama.