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Más tarde tuvo un vislumbre de la anciana sentada junto al estanque octogonal, en sus aposentos de exquisita piedra blanca, en el Templo Interior de la Isla. Estaba inclinada hacia adelante, como si examinara su reflejo. Valentine flotó hacia ella, quedó suspendido detrás de la mujer, bajó la vista y vio la cara familiar que relucía en el estanque, el cabello oscuro y brillante, los labios carnosos y la mirada cordial y cariñosa, la flor que como de costumbre llevaba en una oreja, la cinta plateada en la frente.

—¿Madre? —dijo en voz baja—. Soy Valentine. Ella volvió la cara para mirarle. Pero el rostro que vio Valentine fue el de una desconocida: un rostro pálido, macilento, serio, confundido.

—¿Quién es usted? —musitó Valentine.

—¡Vaya, pero si tú lo sabes! ¡Soy la Dama de la Isla!

—No… no…

—Puedes estar seguro.

—No.

—¿Por qué has venido a verme? No deberías haber hecho eso, porque eres Pontífice y es más correcto que viaje yo para verte que tú para verme.

—¿Pontífice? Corona, querrá decir.

—Ah, ¿he dicho eso? En tal caso, me he equivocado.

—¿Y mi madre? ¿Dónde está?

—Yo soy tu madre, Valentine.

Y de hecho el rostro pálido y macilento era tan sólo una máscara, que fue menguando y se desprendió igual que una envoltura de piel vieja y dejó al descubierto la maravillosa sonrisa de su madre, los ojos sosegadores de su madre. Y también esta cara se desprendió para mostrar de nuevo la anterior, y luego apareció la verdadera Dama bajo ésa, aunque en esta ocasión la anciana lloraba. Valentine extendió los brazos hacia ella y sus manos atravesaron el cuerpo de su madre y se encontró solo. La Dama no volvió con él esa noche, aunque Valentine la buscó visión tras visión, en dominios tan extraños que él se habría retirado gustosamente de haber podido hacerlo. Y por fin abandonó la búsqueda y se rindió al sueño más profundo y desprovisto de sueños de todos los sueños.

Cuando despertó ya era media mañana. Se bañó, salió de su habitación y encontró allí a Carabella, con el semblante contraído y tenso y los ojos enrojecidos como si no hubiera dormido en toda la noche.

—¿Cómo se encuentra mi señor? —preguntó de inmediato.

—No he averiguado nada esta noche. Mis sueños han sido huecos y la Dama no ha querido hablarme.

—¡Oh, amor, cuánto lo siento!

—Lo intentaré otra vez la próxima noche. Tal vez bebí poco vino onírico, o demasiado. La jerarca me aconsejará. ¿Has comido algo, Carabella?

—Hace rato. Pero desayunaré otra vez contigo, si lo deseas. Y Sleet quiere verte. Por la noche llegó cierto mensaje urgente y él quiso avisarte inmediatamente, pero yo se lo prohibí.

—¿Qué mensaje es ése?

—Sleet no me ha dicho nada. ¿Mando a buscarlo? Valentine asintió.

—Esperaré allí —dijo, y señaló con un gesto de su brazo el pequeño pórtico con vistas al lado exterior del peñasco.

Sleet iba acompañado de un desconocido cuando se presentó: un hombre delgado de piel muy lisa con el rostro triangular, amplias cejas y ojos grandes y sombríos que hizo rápidamente el gesto del estallido estelar y permaneció mirando con fijeza a Valentine como si la Corona fuera una criatura de otro mundo.

—Excelencia, os presento a Y-Uulisaan, que llegó de Zimroel ayer por la noche.

—Un nombre inusual —dijo Valentine.

—Ha sido el de nuestra familia durante muchas generaciones, mi señor. Soy colaborador del despacho de asuntos agrícolas de Ni-moya y mi misión es traeros nuevas desafortunadas de Zimroel.

Valentine notó que se le encogía el pecho. Y-Uulisaan mostró un manojo de carpetas.

—Todo está explicado aquí… todos los detalles de las plagas, las zonas afectadas, el alcance de los daños…

—¿Plagas? ¿Qué plagas?

—En las zonas agrícolas, mi señor. En Dulorn ha reaparecido la roya de la lusavándula, y además han muerto muchos nikos al oeste de la Fractura, y también están afectados la estacha y el gleino, y los gusanos de las raíces han atacado la roza y el milaile en…

—¡Divino mío! —exclamó de pronto Carabella—. ¡Miren, miren, allí!

Valentine se giró en redondo para mirar a su esposa. La mujer estaba señalando hacia el cielo. Ayudado por la animada brisa, un extraño ejército de criaturas de gran tamaño, lustrosas y transparentes, distintas a todo cuanto había visto Valentine, se desplazaba por el cielo tras haber aparecido de súbito por el oeste. Poseían cuerpos de un diámetro aproximadamente igual al del tronco humano, tenían forma de copas relucientes curvadas hacia arriba para flotar mejor y largas patas peludas que mantenían estiradas por todos lados. Sus ojos, dispuestos en hileras dobles en la cabeza, eran cuentas negras y brillantes del tamaño de puños y relumbraban cegadoramente al sol. Cientos, miles de arañas estaban pasando por encima, un desfile migratorio, un río de rarísimos espectros en el cielo.

—¡Qué bichos tan monstruosos! —exclamó Carabella, estremecida—. Como si hubieran salido del peor envío del Rey de los Sueños.

Valentine contempló asombrado y horrorizado el paso de los insectos, que bajaban y subían rápidamente llevados por el viento. Gritos de alarma sonaron en el patio del templo. Valentine, tras hacer una seña a Sleet para que le siguiera, corrió hacia el interior del recinto y vio a la anciana jerarca de pie en el centro del césped, apuntando a todas partes un lanzaenergía. El aire estaba lleno de seres flotantes, algunos de los cuales caían hacia el suelo, y la jerarca y cinco o seis acólitas intentaban aniquilarlos antes de que tocaran tierra, aunque varias decenas ya lo habían hecho. En cuanto caían quedaban inmóviles. Pero el césped de color verde vivo se quemaba instantáneamente y quedaba amarillento en una zona de extensión doble que el tamaño de los insectos.

Al cabo de unos minutos terminó la acometida. Las criaturas flotantes acabaron de pasar la zona del templo y desaparecieron por el este, pero los huertos y el jardín del templo tenían el mismo aspecto que si hubieran sido atacados con sopletes. Ambargarde, al ver a Valentine, bajó el lanzaenergía y se acercó lentamente a la Corona.

—¿Qué eran esos animales? —inquirió.

—Arañas eólicas, mi señor.

—No había oído hablar de ellas. ¿Son nativas de esta región?

—¡No, gracias al Divino, mi señor, no! Proceden de Zimroel, de las montañas de Khyntor. Todos los años, cuando llega la época de apareamiento, se lanzan al viento a gran altura y se aparean en el cielo, y ponen sus huevos fértiles, que son empujados hacia el este por los vientos contrarios más bajos de las montañas hasta que caen en los sitios de incubamiento. Pero las adultas quedan atrapadas por las corrientes de aire y acaban en el mar, y a veces llegan incluso hasta la costa de Alhanroel.

Sleet, con una mueca de disgusto, se acercó a una de las últimas arañas eólicas que habían caído en las proximidades. El animal estaba muy quieto y sólo hacía movimientos casi imperceptibles, retorcía débilmente sus patas gruesas y peludas.

—¡No se acerque! —gritó Ambargarde—. ¡Todo él es venenoso!

La jerarca llamó a una acólita, que acabó con la araña mediante una ráfaga de su lanzaenergía.

—Antes de aparearse —dijo Ambargarde a Valentine— son seres totalmente inofensivos, comen hojas, tallos blandos y cosas similares. Pero en cuanto ponen huevos sufren un cambio y son peligrosos. Ya veis lo que han hecho con las hierbas. Tendremos que excavar toda la tierra afectada, o nada volverá a crecer aquí.

—¿Y esto sucede todos los años? —preguntó Valentine.

—¡Oh, no, no, gracias al Divino! Casi todas las arañas perecen en el mar. Sólo una vez en muchos años llegan tan lejos. Pero cuando lo hacen… ¡ah, mi señor, siempre es un año de malos augurios!