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—¿Cuándo vinieron por última vez? —inquirió la Corona. Ambargarde pareció dubitativa.

—En el año de la muerte de vuestro hermano, lord Voriax, mi señor —contestó por fin.

—¿Y anteriormente?

Los labios de la jerarca temblaban cuando contestó.

—No lo recuerdo. Tal vez hace diez años, tal vez quince.

—¿No fue en el año de la muerte de lord Malibor, por casualidad?

—Mi señor… perdonadme…

—No hay nada que precise mi perdón —dijo tranquilamente Valentine.

Se alejó del grupo y contempló los lugares quemados en el devastado césped. En el Laberinto, pensó, la Corona queda impresionada por oscuras visiones en la mesa del festín. En Zimroel hay plagas en los cultivos. En Alhanroel llegan las arañas eólicas, portadoras de malos augurios. Y cuando llamo a mi madre en sueños, veo la cara de una desconocida. El mensaje es muy claro, ¿no es cierto? Sí. El mensaje es muy claro.

—¡Sleet! —gritó.

—¿Excelencia?

—Busca a Asenhart, y que apreste la flota. Navegaremos en cuanto sea posible.

—¿A Zimroel, mi señor?

—Antes a la Isla, a fin de que pueda conferenciar con la Dama. Y luego a Zimroel, sí.

—¿Valentine? —sonó una voz muy fina.

Era Carabella. Sus ojos estaban fijos, muy raros, y su semblante, pálido. En ese momento casi tenía el aspecto de una niña: una niña pequeña y asustada cuyo espíritu ha sido rozado durante la noche por el Rey de los Sueños.

—¿Qué mal anda suelto en nuestra tierra, mi señor? —preguntó con una voz que Valentine apenas oyó—. ¿Qué será de nosotros, mi señor? Contéstame: ¿qué será de nosotros?

II

EL LIBRO DE LOS REYES ACUÁTICOS

1

—Tu tarea consiste en llegar a Gran Ertsud —había dicho el instructor—. Tu ruta es ir campo a través al sur de la carretera de Pinitor. Tus armas serán estaca y daga. Tus obstáculos serán siete bestias rastreadoras: vourhain, malorn, zeil, kassai, min-mollitor, weyhant y zytoon. Son peligrosas y te herirán si dejas que te cojan por sorpresa.

Hissune se ocultó tras el grueso tronco de un árbol, un ghazano tan nudoso y retorcido que bien podía tener diez mil años de antigüedad, y atisbó con precaución el valle alargado y estrecho situado ante él. Todo estaba en calma. No localizó a ninguno de sus compañeros de instrucción, ni a ninguna de las bestias rastreadoras.

Era su tercer día en la senda y aún le quedaban veinte kilómetros por recorrer. Pero lo que había justo delante de él era deprimente: una pendiente desolada de granito suelto y resquebrajado que seguramente le haría resbalar en cuanto lo pisara y le haría estrellarse en las rocas del distante suelo del valle. Aunque sólo era una práctica de entrenamiento, Hissune sabía que podía matarse perfectamente si cometía un error grave.

Pero desandar el camino recorrido y probar otra ruta de descenso era todavía menos atrayente. Arriesgarse de nuevo a pasar por el estrecho borde de una senda que serpenteaba y formaba atroces zigzags en la ladera de la montaña, una caída de trescientos metros que cualquier paso en falso podía provocar, los espantosos salientes que le habían forzado a arrastrarse con la nariz pegada al suelo y apenas veinte centímetros de espacio libre por encima de la nuca… No. Mejor lanzarse a la extensión de grava que tenía delante que volver atrás. Además, por allí seguía merodeando aquella bestia, el vourhain, una de las siete rastreadoras. Tras haber pasado una vez cerca de aquellos colmillos que parecían hoces y aquellas garras enormes y curvadas, Hissune no tenía deseo alguno de repetir la experiencia.

Usando la estaca a modo de bastón, se acercó recelosamente al cascajal.

El sol era brillante e incisivo en la zona, situada en la región más baja del Monte del Castillo, muy por debajo de la capa perpetua de nubes que cubría la gran montaña en sus partes más altas. La refulgente luz solar se reflejaba en los fragmentos de mica incrustados en el resquebrajado granito de la ladera y alcanzaba los ojos del joven, deslumbrándolo.

Hissune adelantó un pie con sumo cuidado, se apoyó en la pierna avanzada y notó que la grava resistía su peso. Dio otro paso. Otro más. Varios fragmentos de roca se desprendieron y resbalaron cuesta abajo, centelleando igual que espejos diminutos mientras rodaban.

Aparentemente no había peligro todavía de que el declive entero cediera. Hissune siguió avanzando. Sus tobillos y sus rodillas, doloridos tras la difícil travesía de un desfiladero azotado por el viento el día anterior, se quejaron del pronunciado ángulo de la bajada. Las correas de la mochila empezaron a hender la carne del joven. Tenía sed y le dolía un poco la cabeza: el ambiente de aquella región del Monte del Castillo estaba enrarecido. En diversos momentos Hissune ansió estar de vuelta en el Castillo, estudiando los textos de leyes constitucionales e historia antigua a cuya lectura le habían condenado en los últimos seis meses. Tuvo que reírse al pensar en ello, al recordar que en las jornadas más aburridas de su aprendizaje había estado contando desesperadamente los días que faltaban para quedar libre de los libros y pasar a la excitación del examen de supervivencia. Ahora, sin embargo, los días pasados en la biblioteca del Castillo no le parecían tan pesados y la excursión era simplemente una experiencia penosa y agotadora.

Alzó la cabeza. Era como si el sol ocupara medio cielo. Se puso una mano sobre los ojos a modo de protección.

Había transcurrido casi un año desde que Hissune saliera del Laberinto, y el joven aún no se había acostumbrado a ver el feroz astro en el cielo, ni al contacto de los rayos solares sobre su piel. Algunas veces se recreaba con aquel calor tan poco familiar para él (hacía tiempo que había cambiado la palidez del Laberinto por un intenso bronceado) y pese a todo, otras veces ese mismo calor le suscitaba temor y deseaba alejarse del sol y enterrarse mil metros bajo tierra, en un lugar donde los rayos no pudieran alcanzarle.

Idiota. Imbécil. ¡El sol no es tu enemigo! Avanza. Avanza.

En el horizonte lejano vio las torres negras de Gran Ertsud, hacia el oeste. El remanso de sombras grisáceas, al otro lado, era la ciudad de Hoikmar, de la que Hissune había partido. El joven calculaba haber recorrido treinta kilómetros como mucho, soportando el calor y la sed, atravesando lagos de polvo y antiguos mares de ceniza, cruzando las espirales de humo de las fumarolas y extensiones de lava metálica y resonante. Había esquivado al kassai, el animal de inquietas antenas y ojos como platos que le había seguido durante medio día. Había engañado al vourhain con el conocido truco del doble olor: el animal había seguido el rastro falso de la túnica desechada por el joven mientras éste bajaba por una senda muy estrecha, tanto que era imposible que la bestia le siguiera. Quedaban cinco rastreadoras. Malorn, zeil, weyhant, min-mollitor y zytoon.

Nombre extraños. Animales extraños, originarios de ninguna parte. Quizá fueran sintéticos, creados igual que las monturas por las olvidadas ciencias ocultas del pasado. ¿Pero por qué crear monstruos? ¿Por qué dejarlos sueltos en el Monte del Castillo? ¿Tan sólo para poner a prueba y endurecer a la nobleza joven? Hissune se preguntó qué ocurriría si de pronto el weyhant o el zytoon surgían del montón de cascajos y se echaban sobre él inesperadamente. Te herirán si dejas que te cojan por sorpresa. Herir, sí. Pero ¿matar también? ¿Cuál era la finalidad de la prueba? ¿Mejorar la capacidad de supervivencia de los jóvenes caballeros iniciados o eliminar a los ineptos? Hissune sabía que en aquellos momentos más de treinta iniciados como él se encontraban diseminados por los cincuenta kilómetros de los terrenos de aprendizaje. ¿Cuántos vivirían para ver Gran Ertsud?