Vanimoon, tras retroceder, se frotó la muñeca con aire taciturno.
—Teme que yo le manche su bonita ropa. No quiere verla manchada con la suciedad de la gente normal.
—Tienes razón. Ahora apártate de mi camino. Se me estás haciendo tarde.
—Vas al banquete de la Corona, supongo.
—Exacto. Llego tarde al banquete de la Corona.
Vanimoon y los demás quedaron boquiabiertos, con expresiones que oscilaban entre la burla y la admiración. Hissune se abrió paso a empujones y salió de la plaza a grandes zancadas.
La noche, pensó, había tenido un principio muy malo.
3
Un día, bien entrado el verano, cuando el sol pendía casi inmóvil sobre el Monte del Castillo, la Corona lord Valentine partió a caballo gozosamente del castillo.
Salió solo, sin tan siquiera llevar con él a su consorte, lady Carabella. Los miembros del consejo se oponían enérgicamente a que la Corona fuera a cualquier sitio sin protección, incluso en el interior del castillo, y toleraban aún menos que se aventurara a salir por los amplios alrededores del dominio real. Siempre que se planteaba el problema, Elidath descargaba el puño sobre su otra mano, Tunigorn se erguía al máximo como preparado a impedir con su cuerpo la marcha de Valentine y el menudo Sleet enrojecía de furia y recordaba a la Corona que sus enemigos habían logrado destronarle una vez y podían lograrlo de nuevo.
—¡Ah, no hay duda de que estoy seguro en cualquier parte del Monte del Castillo! —insistía Valentine.
Pero sus amigos siempre se habían salido con la suya, hasta ese día. La seguridad de la Corona de Majipur, aseguraban, tenía importancia capital. Y siempre que lord Valentine salía a caballo, Elidath o Tunigorn o incluso Stasilaine cabalgaban detrás de él, como habían hecho desde niños, y media docena de miembros de la guardia de la Corona acechaba a respetuosa distancia.
Esa vez, empero, Valentine logró eludirlos a todos. No estaba seguro de cómo lo había conseguido. Cuando la necesidad abrumadora de cabalgar surgió a media mañana, Valentine se dirigió a los establos del ala meridional, ensilló su montura sin ayuda del mozo, cruzó los adoquines de porcelana verde de una Plaza Dizimaule extrañamente desierta, pasó rápidamente bajo el gran arco y se adentró en los bellos campos que flanqueaban la Gran Carretera de Calintane. Nadie le cerró el paso. Nadie le gritó. Como si alguna hechicería le hubiera hecho invisible.
¡Libre, aunque sólo fuera durante un par de horas! La Corona echó atrás la cabeza y rió como no lo había hecho desde hacía tiempo. Palmeó el lomo de su montura y cruzó velozmente los prados, avanzando con tanta rapidez que los cascos del magnífico animal purpúreo apenas tocaban la miríada de flores que cubría el suelo entero.
¡Ah, eso sí era vida!
Valentine miró hacia atrás. La mole fantástica y asombrosa del castillo menguaba rápidamente aunque seguía pareciendo inmensa a pesar de la distancia. Ocupaba medio horizonte, era un edificio de inmensidad inconcebible, con casi cuatro mil salas, aferrado como un monstruo descomunal a la cima del Monte. Desde que recobrara el trono Valentine no recordaba ocasión alguna en la que hubiera estado lejos del castillo sin su guardia personal. Ni siquiera una vez.
Bien, ya había salido. Valentine miró a la izquierda, donde el risco de cincuenta kilómetros de altura que era el Monte del Castillo descendía formando un ángulo vertiginoso, y vio la ciudad de recreo, Alto Morpin, reluciente, una red de etéreas hebras doradas. ¿Bajar allí, pasar un día en los juegos? ¿Por qué no? ¡Estaba libre! Seguir cabalgando, si así lo decidía, pasear por los jardines de la Barrera de Tolingar, entre halatingas, tanigales y sizeriles y regresar con una alabandina amarilla en su gorro a modo de roseta. ¿Por qué no? El día le pertenecía. Cabalgar hasta Furible y llegar a la hora en la que se nutrían los pájaros pétreos, ir a Stee y beber vino dorado en lo alto de la Torre Thimin, ir a Bombifale, a Peritole, a Banglecode…
Su montura parecía capaz de afrontar cualquiera de esas tareas. Le condujo hora tras hora sin mostrar fatiga. Cuando llegó a Alto Morpin, Valentine la ató a la Fuente de Confalume, donde flechas de agua coloreada finas como lanzas se elevaban decenas de metros en el aire sin perder, gracias a alguna magia antigua, sus rígidas formas, y recorrió a pie las calles de cables de oro apretadamente tramado hasta encontrar los espejos deslizantes en los que él y Voriax habían puesto a prueba su habilidad tan a menudo cuando eran niños. Mas al entrar en los relucientes toboganes nadie le prestó atención, como si los presentes consideraran grotesco contemplar a la Corona divirtiéndose, o como si Valentine estuviera aún oculto en extraña invisibilidad. Un detalle raro, pero él no se preocupó excesivamente por ello. Cuando salió de los toboganes pensó continuar en los túneles de energía, o en las carrozas, pero al cabo de unos instantes le pareció igualmente placentero proseguir viaje y poco después volvía a estar a lomos de su montura cabalgando hacia Bombifale. En aquella ciudad antigua y sumamente encantadora, con muros curvos de arenisca color anaranjado muy oscuro que se ahusaban hasta acabar en elegantes remates en punta, cinco amigos de Valentine que iban en su busca un día, hacía mucho tiempo, lo encontraron en una taberna de ónice arqueado y alabastro pulido en la que había entrado sólo para ocupar su ocio. Cuando los saludó sorprendido y risueño sus amigos le respondieron arrodillándose ante él, haciendo el signo del estallido estelar y gritando: «¡Valentine! ¡Lord Valentine! ¡Viva lord Valentine!» En un principio Valentine pensó que se estaban burlando a su costa, ya que él no era el rey, sino el hermano menor del rey, y sabía que jamás lo sería y no deseaba serlo. Y a pesar de que era un hombre que raramente se enojaba, se enfadó aquel día al creer que sus amigos le molestaban con un disparate cruel. Pero de inmediato observó la extrema palidez de los semblantes que le rodeaban, las extrañas miradas dirigidas a él, y el enojo pasó y su alma se lleno de dolor y miedo: de esta forma supo que Voriax, su hermano, había muerto y él había sido asignado nueva Corona. Ya en Bombifale, diez años más tarde, Valentine pensó que muchísimos hombres se parecían a Voriax: barba muy negra, ojos penetrantes, caras rubicundas… Y eso le inquietó, por lo que se apresuró a salir de Bombifale.
No volvió a detenerse puesto que había muchas cosas que ver, cientos de kilómetros que recorrer. Siguió cabalgando, atravesó distintas ciudades de un modo sereno, tranquilo, como si flotara, igual que si volara. De vez en cuando, desde el borde de un precipicio, contempló el asombroso panorama del Monte extendido por debajo, las Cincuenta Ciudades extrañamente visibles en alguna ocasión, las innumerables poblaciones al pie de la montaña, los Seis Ríos, la extensa llanura de Alhanroel que se dilataba hacia el lejano mar Interior… ¡Cuánto esplendor, qué inmensidad! ¡Majipur! Sin duda alguna era el planeta más bello conocido por la humanidad en los milenios de su expansión, de la gran actividad para abandonar Vieja Tierra. Y todo ello puesto en manos de Valentine, a su cargo, una responsabilidad que jamás le acobardaría.
Pero mientras seguía cabalgando un misterio inesperado empezó a impresionar su espíritu. El ambiente era cada vez más oscuro y frío, detalle raro ya que en el Monte del Castillo el clima estaba controlado de forma que siempre era sosegadamente primaveral. Poco después algo parecido a un esputo frígido le golpeó la mejilla y Valentine recorrió con la vista los alrededores en busca de un posible retador. No vio a nadie, y notó otro impacto, y otro más: nieve, comprendió por fin, nieve que topaba fuertemente con su cuerpo a lomos del viento helado. ¿Nieve, en el Monte del Castillo? ¿Vientos desapacibles? Y lo que era peor: la tierra gruñía como un monstruo en parto. La montura, que jamás había desobedecido a Valentine, se encabritó de miedo, emitió un gemido extrañísimo, sacudió lenta y pesadamente su gruesa cabeza. Valentine escuchó el estruendo del trueno distante y, mucho más cerca, un crujido raro, y vio surcos gigantes que aparecían en el suelo. Todo se agitaba y bullía alocadamente. ¿Un terremoto? El Monte entero restallaba igual que el mástil de un barco dragonero sometido a los vientos secos y cálidos del sur. El mismo cielo, negro y plomizo, se cargó más de improviso.