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—¡Sempeturn! ¡Lord Sempeturn! —seguía gritando Kristofon, en tono cada vez más ronco.

El palanquín pasó junto al matrimonio. Sólo veinte metros los separaban de la nueva Corona, si realmente era la nueva Corona. Sempeturn volvió la cabeza y miró directamente a Millilain. Y ésta, llena de asombro y presa de un pánico creciente, oyó que de sus labios salían las mismas palabras que pronunciaban los demás:

—¡Sempeturn! ¡Viva lord Sempeturn!

2

—¿Que se fue adónde? —dijo Elidath, atónito.

—A Ilirivoyne —repitió Tunigorn—. Partió hace tres días. Elidath meneó la cabeza.

—Oigo tus palabras, y me parecen absurdas. Mi cerebro se niega a aceptarlas.

—¡Por la Dama, igual que el mío! Pero ello no significa que la verdad sea menos cierta. Significa que se presentará ante la Danipiur y le suplicará el perdón de todos los pecados que hemos cometido contra su pueblo, o alguna locura semejante.

Sólo había transcurrido una hora desde que el barco de Elidath atracara en Piliplok. De inmediato el regente había corrido al gran ayuntamiento de la ciudad, latente la esperanza de encontrar allí a Valentine o, en el peor de los casos, recién salido hacia Ni-moya. Pero en el ayuntamiento no había miembro alguno del séquito real, a excepción de Tunigorn, al que encontró hojeando documentos en un despacho poco espacioso y lleno de polvo. Y el relato que le hizo Tunigorn… ¡El gran desfile interrumpido, la Corona iba a aventurarse en las junglas habitadas por los cambiaspectos! ¡No, no, era increíble, no tenía lógica alguna!

La fatiga y el desespero aplastaron el ánimo de Elidath como si fueran rocas enormes, y el regente notó que sucumbía a su aplastante peso.

—He ido en su busca por medio mundo —dijo con voz sorda— para evitar que sucediera esto. ¿Sabes cómo ha sido mi viaje, Tunigorn? Noche y día en flotacoche hasta la costa, sin detenernos un momento. Luego a toda vela en un mar repleto de dragones irritados. En tres ocasiones se acercaron tanto a nuestro crucero que pensé que iban a hundirnos. Y por fin llego a Piliplok medio muerto de agotamiento para enterarme de que he llegado tres días tarde, que se ha embarcado en esa aventura absurda y arriesgada, cuando es posible que si hubiera corrido un poco más, si hubiera partido unos días antes…

—No le habrías hecho cambiar de idea, Elidath. Nadie habría podido. Sleet fue incapaz, lo mismo que Deliamber, igual que Carabella…

—¿Ni siquiera Carabella?

—Ni siquiera Carabella —repuso Tunigorn. La desesperación de Elidath creció. La combatió ferozmente, se negó a dejarse dominar por el miedo y la vacilación.

—A pesar de todo —dijo al cabo de unos instantes—, Valentine tendrá que escucharme, y lograré que dude. De eso por lo menos estoy convencido.

—Creo que te engañas, viejo amigo —contestó tristemente Tunigorn.

—En ese caso, ¿para qué me hiciste venir, si consideras que la tarea es imposible?

—Cuando te llamé —dijo Tunigorn—, no tenía la menor idea sobre las intenciones de Valentine. Lo único que sabía era que él estaba muy agitado y que estaba considerando seguir un rumbo temerario y extraño. Pensé que si tú le acompañabas en el gran desfile podrías calmarlo y hacerle olvidar sus planes. Cuando nos hizo saber sus intenciones, y cuando nos hizo comprender que nada podía desviarle de ellas, tú ya habías partido hacia el oeste. Tu viaje es un fracaso, y lo único que puedo hacer es ofrecerte mis excusas.

—Iré en su busca, a pesar de todo.

—No conseguirás nada, me temo. Elidath hizo un gesto de indiferencia.

—Lo he seguido nada menos que hasta aquí: ¿cómo voy a abandonar la búsqueda ahora? Tal vez exista algún medio de hacerle recobrar la razón. ¿Dices que piensas salir tras él mañana?

—Al mediodía, sí. En cuanto me ocupe de los últimos despachos y decretos que tengo pendientes.

Elidath se inclinó hacia adelante con aire de ansiedad.

—Llévalos contigo. ¡Debemos salir esta misma noche!

—Eso no sería sensato. Acabas de explicarme que tu viaje te ha dejado exhausto y veo el cansancio en tu cara. Descansa en Piliplok esta noche, come bien, duerme bien, sueña bien y mañana…

—¡No! —exclamó Elidath—. ¡Esta noche, Tunigorn! Cada hora que perdemos aquí Valentine está más cerca de territorio cambiaspecto. ¿No te das cuenta del peligro? —Miró fríamente a Tunigorn—. Partiré sin ti, si es preciso.

—No toleraré eso. Elidath enarcó las cejas.

—¿Debo entender que mi partida está sujeta a tu autorización?

—Sabes a qué me refiero. No puedo consentir que vayas solo al quinto infierno.

—En ese caso, ¿me acompañarás esta noche?

—¿Por qué no esperar a mañana?

—¡No!

Tunigorn cerró los ojos un momento.

—De acuerdo —contestó por fin—. Así será. Esta noche. Elidath asintió.

—Alquilaremos una embarcación pequeña, rápida, y con suerte sorprenderemos a Valentine antes de que llegue a Ni-moya.

—Valentine no va camino de Ni-moya, Elidath —dijo Tunigorn en tono desolado.

—No lo entiendo. La única ruta que yo conozco para ir desde aquí a Ilirivoyne es el río hasta Verf pasando por Ni-moya, ¿no es cierto? Y desde Verf hacia el sur hasta la puerta de Piurifayne.

—Ojalá él hubiera ido por ahí.

—Bien, ¿qué otra ruta existe? —preguntó Elidath, sorprendido.

—Ninguna lógica. Pero Valentine ideó su propia ruta: por el sur hasta Gihorna, cruzar el Steiche y entrar en territorio metamorfo.

Elidath le miró fijamente.

—¿Cómo es posible? Gihorna es un desierto despoblado. El Steiche es un río infranqueable. Valentine lo sabe, y en caso contrario, su pequeño vroon lo sabe perfectamente.

—Deliamber hizo cuanto pudo para hacerle desistir. Valentine no le escuchó. Argumentó que, si iba por la ruta de Ni-moya y Verf, se vería obligado a hacer un alto en todas las ciudades del camino para asistir a las ceremonias del gran desfile, y él no quería retrasar tanto su peregrinación a tierras metamorfas.

Elidath sintió que le envolvían el desaliento y la alarma.

—Y pretende adentrarse en las tormentas de arena y las miserias de Gihorna, y buscar un paso del río en el que ya una vez estuvo al borde de ahogarse…

—Sí, y con todo eso podrá hacer una visita a la gente que logró destronarle hace diez años…

—¡Es una locura!

—Una locura, cierto —dijo Tunigorn.

—¿Estás de acuerdo? ¿Partimos esta noche?

—Esta noche, sí.

Tunigorn extendió una mano y Elidath la estrechó con fuerza. Permanecieron en silencio unos instantes.

—¿Podrías responderme una pregunta, por favor, Tunigorn? —dijo después Elidath.

—Has usado el término «locura» más de una vez, al hablar de esta aventura de Valentine, igual que yo. Y es cierto. Pero no veo a la Corona desde hace un año o más y tú has estado con él desde que salió del Monte. Dime una cosa: ¿crees que está loco realmente?

—¿Loco? No, creo que no.

—Asciende a príncipe a Hissune, hace una peregrinación a tierras metamorfas…

Tunigorn meditó su respuesta.

—No son cosas que tú o yo habríamos hecho, Elidath. Pero opino que no se trata de síntomas de locura por parte de Valentine, sino manifestaciones de otro rasgo suyo, una bondad, una dulzura, algo así como una santidad que tú y yo somos incapaces de comprender. Siempre hemos sabido una cosa de Valentine: es diferente de nosotros en ciertos aspectos.