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¿Qué es esto? Oh, buena Dama, madre mía, ¿qué está ocurriendo en el Monte del Castillo?

Valentine se aferró desesperadamente al animal, que no cesaba de brincar a causa del pánico. El mundo parecía estar despedazándose, desmoronándose, deslizándose, flotando… La tarea de Valentine consistía en mantenerlo íntegro, aferrar contra su pecho los continentes gigantescos, conservar los mares en sus lechos, contener los ríos que se alzaban con furia voraz contra las ciudades indefensas…

Y Valentine era incapaz de ocuparse de todo. La tarea sobrepasaba sus posibilidades. Fuerzas potentes arrancaron provincias del suelo y las lanzaron contra regiones cercanas. Valentine extendió los brazos para mantenerlas en sus lugares mientras lamentaba no tener argollas de hierro para atarlas. La tierra se estremeció, se levantó y quedó hendida y nubes de polvo negro cubrieron la faz del sol, y Valentine no pudo refrenar la terrible convulsión. Un hombre solo no podía atar el inmenso planeta y poner fin al quebranto. Valentine pidió ayuda a sus camaradas.

—¡Lisamon! ¡Elidath!

No hubo respuesta. Gritó otra vez, siguió gritando, mas su voz se perdió entre el estruendo y los crujidos.

La estabilidad había abandonado al planeta. Era igual que bajar por los toboganes de espejos de Morpin Alta, donde era preciso brincar y moverse ágilmente a fin de mantenerse en pie pese a la inclinación y los desniveles de las tortuosas pistas. Pero aquello era un juego y esto un caos auténtico, las raíces del mundo estaban descuajadas. Los temblores hicieron caer a Valentine, que rodó por el suelo y hundió ferozmente los dedos en la blanda tierra para no seguir deslizándose hacia las grietas que se abrían alrededor. De aquellas hendiduras brotaban terribles sonidos de risa y un resplandor purpúreo que parecía provenir de un sol devorado por la tierra. Caras enojadas flotaban en el aire por encima de Valentine, caras que creía conocer pero que se desplazaban de forma desconcertante en cuanto intentaba examinarlas, ojos que se convertían en narices que se transformaban en orejas… Y detrás de aquellos rostros de pesadilla vio otro que le era conocido, un cabello oscuro y brillante, unos ojos cordiales y apacibles… La Dama de la Isla, la dulce madre.

—Ya basta —dijo ella—. ¡Despierta de una vez, Valentine!

—De modo que estoy soñando…

—Naturalmente. Naturalmente.

—¡En tal caso debo continuar y averiguar todo cuanto pueda de este sueño!

—Ya has averiguado suficiente, eso pienso. Despierta.

Sí. Era suficiente: más conocimientos de ese tipo podían acabar con él. Tal como le habían enseñado hacía mucho tiempo, Valentine se forzó a salir del sueño inesperado y se incorporó, parpadeó, hizo un esfuerzo para desprenderse de su atontamiento y su confusión. Imágenes del cataclismo titánico siguieron reverberando en su alma, pero poco a poco fue percibiendo que todo estaba tranquilo allí. Yacía en una cama de ricos brocados, en una sala de alto techo abovedado de color verde y oro. ¿Qué había puesto fin al terremoto? ¿Dónde estaba su montura? ¿Quién le había llevado allí? ¡Ah, ellos! Junto a él estaba acuclillado un hombre canoso, pálido y delgado con una cicatriz irregular que cruzaba su mejilla. Sleet. Y Tunigorn se hallaba detrás, ceñudo, tanto que sus espesas cejas formaban un solo reborde piloso.

—Calma, calma, calma —estaba diciendo Sleet—. Todo va bien. Estás despierto.

¿Despierto? ¿Un sueño, pues, sólo un sueño?

Eso parecía. No se encontraba en el Monte del Castillo. No había existido nevada, ningún terremoto, ninguna nube de polvo había ocultado el sol. ¡Un sueño, sí! Pero un sueño tan terrible, tan sobrecogedoramente vívido y espantoso que era muy difícil volver a la realidad.

—¿Qué lugar es éste? —preguntó Valentine.

—El Laberinto, majestad.

¿Cómo? ¿El Laberinto? En tal caso, ¿le habían hecho salir en secreto del Monte del Castillo mientras dormía? Valentine notó el sudor que brotaba profusamente de su frente. ¿El Laberinto? Ah, sí, sí. La verdad aferró su mente igual que una mano su cuello. El Laberinto, sí. Fue recordando. La visita oficial, de la que esta noche, gracias al Divino, era la última. El atroz banquete que aún tenía que soportar. Ya no podía disimular la verdad. El Laberinto, el Laberinto, el detestable Laberinto: él estaba dentro, en el nivel más inferior. Las paredes de la sala relucían gracias a los hermosos murales del Castillo, el Monte, las Cincuenta Ciudades: paisajes tan encantadores que en ese momento le parecieron una burla. Tan lejos del Monte del Castillo, tan lejos de la dulce calidez del sol…

¡Y qué hecho tan irritante!, pensó. ¡Despertar tras un sueño de calamidad y destrucción y encontrarse en el lugar más deprimente del mundo!

4

Mil kilómetros al este de la ciudad cristalina de Dulorn, en el valle cenagoso denominado Prestimion donde varios centenares de familias de raza gayrog cultivaban arroz y lusavándula en plantaciones muy diseminadas, la época de la cosecha de mediados de año estaba aproximándose. Las vainas de lusavándula, lustrosas, abultadas y negras, casi maduras, pendían en gruesos racimos en los extremos de tallos curvados que sobresalían de los campos semisumergidos.

Para Aximaan Threysz, la campesina más vieja y astuta del valle de Prestimion, esa cosecha representaba una excitación que hacía décadas no experimentaba. El experimento de desarrollo protoplástico que ella iniciara tres estaciones antes bajo la guía del delegado agrícola del gobierno estaba llegando a su culminación. En esa cosecha Aximaan había dedicado toda la plantación a la nueva especie de lusavándula: y allí estaban las vainas, ¡de tamaño doble que el normal, listas para ser arrancadas! Ningún otro campesino del valle se había aventurado a correr el riesgo, no hasta que Aximaan Threysz hubiera puesto en práctica el método. Y ya lo había hecho, pronto quedaría confirmado el éxito y todos llorarían, ¡oh, sí!, cuando ella se presentara en el mercado una semana antes que cualquiera con la cantidad acostumbrada de semillas.

Hundida en el barro junto al borde de la plantación, mientras apretaba los rebordes de sus dedos a las vainas más próximas e intentaba determinar el momento oportuno para la recolecta, vio que uno de los hijos de su primogénito se acercaba corriendo para darle una noticia.

—¡Padre quiere que te diga lo que acaba de oír en la ciudad! ¡El delegado agrícola salió de Mazadone y viene hacia aquí! Ya está en Helkaplod. Mañana llegará a Sijanil.

—Entonces estará en el valle el Día Segundo —repuso Aximaan—. Estupendo. ¡Perfecto! —Su lengua bífida se agitó—. Vete, hijo, vuelve con tu padre. Dile que el Día Marino celebraremos la fiesta en honor del delegado y que empezaremos la cosecha el Día Cuarto. Y quiero que toda la familia esté reunida en la casa dentro de media hora. ¡Venga, vete! ¡Corre!

La plantación pertenecía a la familia de Aximaan Threysz desde la época de lord Confalume. Ocupaba una zona en forma aproximadamente triangular que se extendía cerca de ocho kilómetros a lo largo de las orillas de la Corriente de Havilbove, se desviaba hacia el sudeste casi hasta los lindes de la Reserva del Bosque de Mazadone y describía curvas tortuosas que la llevaban de nuevo al río en el norte. En esa zona Aximaan Threysz era ama y señora y regía los destinos de sus cinco hijos, sus nueve hijas, sus incontables nietos y las más de veinte liis y vroones que trabajaban de peones para ella. Cuando Aximaan decía que era el momento de sembrar, todos salían y sembraban. Cuando Aximaan decía que era el momento de la cosecha, todos salían y cosechaban. En la casona situada junto a la arboleda de androdragmas, la comida se servía cuando Aximaan se sentaba a la mesa, fuera cual fuese la hora. Incluso el horario de reposo de la familia estaba sujeto a los mandatos de Aximaan; los gayrogs invernan, pero ella no podía consentir que la familia entera estuviera dormida a la misma hora. El hijo mayor sabía que él siempre debía estar en vela durante las seis primeras semanas del reposo invernal anual de su madre. La hija mayor tomaba el mando durante las otras seis semanas. Aximaan Threysz concedía horas de reposo al resto de miembros de la familia de acuerdo con su criterio sobre lo que convenía a las necesidades de la plantación. Nadie ponía reparos, nunca. Incluso en la época de su juventud (en años increíblemente lejanos, cuando Ossier era Pontífice y lord Tyeveras ocupaba el Castillo) Aximaan había sido la única a la que todos recurrían, hasta su padre, hasta su compañero, en momentos de crisis. Ella había vivido más que esos familiares, incluso más que algunos de sus descendientes, muchas Coronas habían pasado por el Monte del Castillo y a pesar de ello Aximaan Threysz seguía viviendo. Su piel escamosa y recia había perdido el lustre hasta adoptar un tono purpurino con el paso de los años, las serpientes carnosas inquietas que eran su cabello habían pasado del azabache al gris claro, sus ojos fríos y verdes se habían vuelto turbios y lechosos, pero pese a todo Aximaan no dejaba de ocuparse de las tareas rutinarias de la hacienda. Nada de valor podía cultivarse en aquel terreno aparte del arroz y la lusavándula, e incluso estos cultivos presentaban dificultades. Los temporales del norte remoto llegaban con facilidad a la provincia de Dulorn a través del gran túnel de la Fractura y, aunque la ciudad de Dulorn en sí se hallaba en zona seca, el territorio occidental, ampliamente regado y muy aprovechado, era fértil y rico. Pero la región del Valle de Prestimion, en el lado oriental de la Fractura, era un lugar por completo distinto, húmedo y pantanoso, con un suelo de espeso mantillo azulado. Sin embargo, si se elegía bien el momento, era posible plantar arroz al final del invierno, poco antes de los chaparrones de primavera, y sembrar lusavándula cuando acababa esta estación y también en las últimas semanas de otoño. Nadie en la región conocía el ritmo de las estaciones mejor que Aximaan Threysz y tan sólo los campesinos más imprudentes llevaban al campo las semillas antes de saber que ella había iniciado la siembra.