—Una tormenta de arena, mi señor —dijo en voz baja Sleet.
—¿Estás seguro?
—Debe estar produciéndose ahora mismo en la costa. El viento ha soplado del este toda la jornada y de esa dirección vienen las tormentas de Gihorna, del océano. Vientos secos del océano, majestad, ¿podéis imaginarlo? Yo, no.
—Odio los vientos secos —murmuró Carabella—. Como el viento que los dragoneros llaman «el envío». Me pone los nervios de punta.
—¿Habéis oído hablar de estas tormentas, mi señor? —preguntó Sleet.
Valentine asintió, muy tenso. La educación de un monarca es rica en detalles geográficos. Las impresionantes tormentas de arena de Gihorna acontecían con poca frecuencia pero eran muy famosas: vientos feroces que despellejaban las dunas como cuchillos, levantaban toneladas de arena y arrastraban ésta con irresistible violencia hacia las regiones del interior. Se producían dos o tres veces por generación, pero eran recordadas durante mucho tiempo.
—¿Qué les pasará a los nuestros, a los rezagados? —inquirió Valentine.
—La tormenta ha de pasar justo por encima de ellos. Tal vez ya los haya sorprendido, y en caso contrario no tardará mucho. Las tormentas de Gihorna son veloces. ¡Escuchad, majestad, escuchad!
Se estaba levantando viento.
Valentine lo escuchó, todavía muy lejano, un silbido suave que había empezado a entrometerse en el sobrenatural silencio. Era igual que el primer susurro de un gigante al despertarse y montar en cólera, un susurro que sin duda alguna no tardaría en transformarse en un rugido espantoso.
—¿Y nosotros? —dijo Carabella—. ¿Llegará la tormenta hasta aquí, Sleet?
—Eso cree el Gromwark, mi señora. Pretende aguardar los acontecimientos bajo tierra. —Miró a Valentine y le dijo—: ¿Puedo aconsejaros, mi señor?
—Por favor.
—Deberíamos cruzar el río ahora mismo, mientras es posible hacerlo. Si la tormenta nos sorprende, podría destruir los vehículos, o averiarlos tanto que fueran inútiles para moverse sobre agua.
—¡Más de la mitad de mi séquito continúa en Gihorna!
—Suponiendo que estén vivos…
—¡Deliamber… Tisana… Shanamir…!
—Lo sé, mi señor. Pero ahora no podemos hacer nada por ellos. Si hemos de proseguir la expedición, debemos cruzar el río, y más tarde podría ser imposible. En la otra orilla podemos cobijarnos en la jungla y acampar allí hasta que vengan los demás, si es que vienen. Pero si permanecemos aquí nos exponemos a quedar inmovilizados para siempre, incapaces de avanzar, incapaces de retroceder.
Tétrica perspectiva, pensó Valentine. Y probable. Sin embargo abrigaba dudas, se mostraba reacio a adentrarse en Piurifayne cuando tantos de sus allegados y seres más queridos se enfrentaban a un destino incierto bajo los latigazos de la arena arrastrada por el viento de Gihorna. Por un instante experimentó el alocado impulso de ordenar que los flotacoches retrocedieran hacia el este, a fin de localizar al resto de la partida real. Un momento de reflexión le hizo comprender que eso era una estupidez. Nada podía conseguir si retrocedía excepto poner en peligro más vidas. Tal vez la tormenta no llegara a un punto tan occidental, y en tal caso sería preferible aguardar a que se consumiera su ira, y volver después a Gihorna para recoger a los supervivientes.
Permaneció quieto y en el silencio, mirando con tristeza hacia el este, hacia la zona oscura extrañamente iluminada por el horrendo fulgor de la energía destructiva de la tormenta.
El viento continuaba cobrando fuerza. La tormenta llegará hasta aquí, comprendió Valentine. Pasará arrolladoramente por aquí y quizá se lance también hacia las junglas piurivares antes de que su potencia se disipe.
En ese momento entrecerró los ojos, parpadeó de sorpresa y apuntó hacia el este:
—¿No veis unas luces que se acercan? ¿Faros de flotacoches?
—¡Por la Dama! —murmuró roncamente Sleet.
—¿Son ellos? —preguntó Carabella—. ¿Crees que han logrado escapar de la tormenta?
—Un solo vehículo, mi señor —dijo en voz baja Sleet—. Y no pertenece a la caravana real, eso creo.
Valentine había llegado a la misma conclusión en el mismo instante. Los flotacoches reales eran vehículos enormes, con capacidad para numerosos pasajeros y gran cantidad de equipaje. Lo que se acercaba hacia ellos procedente de Gihorna se parecía más a un vehículo privado de pequeño tamaño, un modelo para dos o cuatro pasajeros: sólo tenía dos faros delante, que despedían rayos poco potentes, mientras que los flotacoches grandes tenían tres luces de intenso brillo.
El vehículo se detuvo a menos de cien metros de la Corona. La guardia de lord Valentine corrió inmediatamente a rodearlo, con los lanzaenergías dispuestos. Las puertas del flotacoche se abrieron y dos hombres macilentos y agotados salieron tambaleantes.
Valentine quedó boquiabierto de asombro.
—¿Tunigorn? ¿Elidath?
Era imposible: un sueño, una fantasía. Tunigorn debía estar en esos momentos en Piliplok, ocupado en tareas administrativas rutinarias. ¿Y Elidath? ¿Cómo podía estar allí? Elidath tenía que estar a miles de kilómetros, en lo alto del Monte del Castillo. Valentine podía esperar encontrarlo allí en un bosque oscuro de la frontera piurivar, tanto como a su madre la Dama.
No obstante aquel hombre de elevada estatura, el de las cejas espesas y el mentón claramente hendido, debía ser Tunigorn. Y el otro, más alto incluso, el de los ojos penetrantes y las facciones marcadas y con los pómulos bien visibles debía ser Elidath. A menos que… a menos que…
El viento se hizo más fuerte. Valentine pensó que finas flámulas de arena flotaban en él.
—¿Sois reales? —preguntó a Elidath y Tunigorn—. ¿O simplemente un par de perfectas imitaciones metamorfas?
—¡Reales, Valentine, totalmente reales! —exclamó Elidath, y extendió los brazos hacia la Corona.
—Por el Divino, es la verdad —dijo Tunigorn—. No somos falsificaciones y hemos viajado día y noche, mi señor, hasta encontraros en este lugar.
—Sí —contestó Valentine—. Creo que sois reales.
Quiso acercarse hacia los brazos abiertos de Elidath, pero sus soldados, vacilantes, se interponían, Valentine les indicó que se apartaran y abrazó con fuerza al regente. Luego, tras soltarlo, retrocedió para contemplar a su amigo más antiguo e íntimo. Había pasado más de un año desde la última vez que se vieron. Pero Elidath parecía haber envejecido dos lustros. Tenía un aspecto desgastado, deteriorado, roído. ¿Acaso las preocupaciones de la regencia le habían consumido de aquella forma?, se preguntó Valentine. ¿O era la fatiga del largo viaje por Zimroel? En tiempos Valentine lo había considerado como un hermano, ya que eran de la misma edad y tenían espíritus prácticamente del mismo temple. Y de pronto Elidath se había transformado en un anciano agotado.
—Mi señor, la tormenta… —empezó a decir Sleet.
—Un momento —respondió Valentine, y con gesto brusco le indicó que se fuera—. Hay muchas cosas que debo saber. —Miró a Elidath—. ¿Cómo es posible que estés aquí?
—He venido, mi señor, para rogaros que no sigáis corriendo riesgos.
—¿Qué te hace pensar que he corrido riesgos, o que voy a seguirlos corriendo?
—Me enteré de que planeabais ir a Piurifayne y hablar con los metamorfos —dijo Elidath.
—Esa decisión la tomé hace poco. Debiste salir del Monte semanas o incluso meses antes que la idea cruzara por mi mente. —Con cierta irritación, Valentine añadió—: ¿Así es como me sirves, Elidath? ¿Abandonando tu puesto en el Castillo, recorriendo medio planeta por voluntad propia a fin de obstaculizar mis planes?