—Mi puesto está junto a vos, Valentine. Valentine le miró ceñudamente.
—Por el cariño que te tengo te doy mis saludos y te ofrezco mi abrazo. Pero ojalá no estuvieras aquí.
—Lo mismo digo yo —contestó Elidath.
—Mi señor —insistió Sleet—: ¡La tormenta está aquí mismo! Os ruego que…
—Sí, la tormenta —dijo Tunigorn—. Una tormenta de arena típica de Gihorna, es terrible presenciarla. La oímos bramar en la costa cuando partimos en vuestra busca y nos ha seguido todo el camino. Una hora, media, tal vez menos, y estará aquí, mi señor.
Valentine notó que una prieta faja de tensión comprimía su pecho. ¡La tormenta, la tormenta, la tormenta! Sí, Sleet tenía razón: había que hacer algo. Pero él tenía muchas preguntas pendientes… había muchas cosas que averiguar…
—Al venir debéis haber pasado por el otro campamento —dijo a Tunigorn—. ¿Lisamon, Deliamber, Tisana, están todos bien?
—Harán todo cuanto puedan para protegerse. Y nosotros debemos hacer lo mismo. Marchar hacia el oeste, tratar de encontrar abrigo en las profundidades de la jungla antes de que nos alcance la furia de la tormenta…
—Mi consejo es idéntico —dijo Sleet.
—Perfectamente —repuso Valentine. Miró a Sleet y le ordenó—: Que los vehículos se preparen para atravesar el río.
—Inmediatamente, mi señor. —Sleet se alejó corriendo.
—Puesto que tú estás aquí —dijo Valentine a Elidath—, ¿quién manda en el Castillo?
—Elegí tres príncipes para formar el consejo de regencia: Stasilaine, Divvis e Hissune.
—¿Hissune?
Las mejillas del regente se llenaron de color.
—Tenía entendido que deseabais que avanzara pronto en las tareas de gobierno.
—Así es. Obraste bien, Elidath. Pero sospecho que alguien no quedaría complacido, ni mucho menos, con la elección.
—Ciertamente. El príncipe de Banglecode, el duque de Halanx…
—Los nombres no importan. Yo sé quiénes son —dijo Valentine—. Cambiarán de opinión a su debido tiempo, eso creo.
—Opino igual. Ese muchacho es sorprendente, Valentine. Nada escapa a su atención. Aprende con asombrosa rapidez. Actúa con seguridad. Y si comete un error sabe extraer conocimientos del mismo. En cierto sentido me recuerda a ti, cuando tenías su edad.
Valentine sacudió la cabeza.
—No, Elidath. Es totalmente distinto a mí. Ése es el rasgo de Hissune que más valoro. Vemos las mismas cosas, pero las vemos con ojos diferentes. —Sonrió, cogió del brazo a Elidath y permaneció así unos momentos, mientras agregaba en voz baja—: ¿Conoces mis planes para él?
—Creo que sí.
—¿Y te preocupan? Elidath mantuvo su mirada.
—Tú sabes que no, Valentine.
—Cierto. Lo sé —dijo la Corona.
Hundió los dedos en el brazo del regente, después lo soltó y se marchó antes de que Elidath pudiera ver el repentino centelleo de sus ojos.
El viento, cargado de arena, bramaba fantasmagóricamente. Hendía el bosquecillo de árboles de fino tallo que había hacia el este y reducía a jirones las anchas hojas igual que una legión de cuchillos invisibles. Valentine, al ver que las suaves rociadas de arena golpeaban su cara con punzante efecto, se apartó del viento y se subió la capa para protegerse. Los demás hicieron lo mismo. Al borde del río, donde Sleet supervisaba la conversión de los mecanismos de efecto terrestre de los flotacoches a fin de poderlos usar sobre agua, la actividad era bulliciosa.
—Hay muchas novedades extrañas, Valentine —dijo Tunigorn.
—¡Pues coméntalas!
—El experto agrícola que viaja con nosotros desde Alaisor…
—¿Y-Uulisaan? ¿Qué me dices de él? ¿Le ha pasado algo?
—Es un cambiaspectos, mi señor.
Las palabras fueron como golpes para Valentine.
—¿Qué?
—Deliamber lo captó por la noche. El Vroon notó algo raro en las cercanías e investigó hasta descubrir que Y-Uulisaan estaba sosteniendo una charla mental con alguien situado muy lejos. Ordenó al skandar y la amazona que lo detuvieran. Cuando lo hicieron, Y-Uulisaan empezó a cambiar de forma igual que un demonio atrapado.
La furia invadió a Valentine.
—¡Esto es increíble! ¡Todas estas semanas hemos tenido un espía entre nosotros, le hemos confiado nuestros planes para superar las epidemias y las desgracias de las provincias agrícolas! ¡No, no! ¿Qué habéis hecho con él?
—Debían traerlo a vuestra presencia esta noche para someterlo a interrogatorio —dijo Tunigorn—. Pero llegó la tormenta y Deliamber juzgó más sensato permanecer en el campamento hasta que terminara.
—¡Mi señor! —gritó Sleet desde la orilla—. ¡Estamos preparados para intentarlo!
—Hay más —dijo Tunigorn.
—Vamos. Cuéntamelo mientras cruzamos el río.
Se apresuraron a llegar a los flotacoches. El viento era ya inmisericorde y los árboles se inclinaban casi hasta tocar tierra. Carabella, que corría junto a Valentine, tropezó y habría caído si éste no la hubiera agarrado. Valentine le rodeó la cintura con un brazo: era tan liviana, tan etérea que cualquier ráfaga podía arrastrarla.
—La noticia de una nueva calamidad llegó a Piliplok en el momento de mi partida. En Khyntor un hombre llamado Sempeturn, predicador ambulante, se ha proclamado Corona y parte del pueblo le apoya.
—Ah —dijo en voz apagada Valentine, como si le hubieran propinado un golpe en el abdomen.
—Eso no es todo. Otro monarca ha aparecido en Dulorn, eso dicen: un gayrog llamado Ristimaar. Y tenemos noticia de otro en Ni-moya, aunque no me han informado de su nombre. Y también se rumorea que al menos un pontífice falso ha surgido en Velathys, o tal vez en Narabal. No estamos seguros, mi señor, ya que los canales de comunicación están enormemente entorpecidos.
—Tal como yo pensaba —repuso Valentine en tono mortalmente quedo—. El Divino se ha vuelto contra nosotros, no hay duda. La comunidad está totalmente descompuesta. El cielo mismo se ha roto y va a caernos encima.
—¡Al flotacoches, mi señor! —gritó Sleet.
—Demasiado tarde —murmuró Valentine—. Ahora no habrá perdón para nosotros.
Mientras subían apresuradamente a los vehículos, la tormenta cobró su máxima furia. Primero hubo un extraño momento de silencio, como si la misma atmósfera huyera de aquel paraje aterrorizada por las arremetidas del viento, llevándose con ella la facultad de transmitir el sonido. Pero un segundo después se oyó algo similar a un tronido, apagado y sin resonancia, como un ruido sordo y breve que no levanta ecos. Y acto seguido llegó la tormenta con sus bramidos y gruñidos. El aire se hizo opaco a causa de los agitados remolinos de arena.
Valentine se hallaba ya en su vehículo, con Carabella apretada a él y Elidath no muy lejos. El flotacoche osciló de forma torpe, salió pesadamente de la duna donde reposaba, igual que un enorme amorfibote despertado a la fuerza, flotó en dirección al río y se adentró en el agua.
Ya había caído la noche y en la oscuridad había un núcleo reluciente de luz verde púrpura aparentemente encendida por la fuerza del aire al fluir sobre sí mismo. El río había cobrado un tono totalmente negro y su superficie ondulaba y se hinchaba de forma alarmante: los cambios bruscos y calamitosos de la presión por encima del agua iban tirando de ésta y comprimiéndola sucesivamente. La arena caía en violentas rociadas ciclónicas y grababa cráteres minúsculos en las inquietas aguas.
Carabella sintió náuseas, se mareó. Valentine pugnó por superar la abrumadora sensación de mareo. El vehículo brincó y se encabritó como un caballo furioso e indócil. La parte delantera se alzó, fustigó el agua y volvió a subir y a bajar, chass, chass, chass… La arena que caía en cascadas trazó figuras de curioso encanto en las ventanillas, aunque al poco tiempo fue prácticamente imposible ver algo a través de los cristales. No obstante Valentine tuvo la nebulosa impresión de que el flotacoche que se hallaba a la izquierda del suyo quedaba apoyado sobre la parte trasera, inmóvil, equilibrado en una posición imposible durante un momento antes de empezar a deslizarse por el río. A partir de ese momento todo lo que había fuera del vehículo se hizo invisible y los únicos ruidos audibles fueron el zumbido del viento y el tamborileo machacón y abrasivo de la arena lanzada contra el casco del flotacoche.