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¡Atrapada! ¡Todos los lunáticos se habían echado a la calle esa noche!

Tras examinar desesperadamente los alrededores, Millilain vio una puerta entreabierta a la izquierda del callejón y se metió rápidamente por el hueco. Se encontró en un pasillo oscuro. De una habitación que había al final brotaban suaves cánticos y fuerte olor a incienso o algo semejante. Una capilla.

Alguno de los cultos nuevos, quizá. Pero al menos era improbable que allí fueran a lastimarla. Podía quedarse hasta que las diversas chusmas locas del exterior se trasladaran a otra parte de la ciudad.

Avanzó cautelosamente por el pasillo y escudriñó la habitación del extremo. A oscuras. Fragante. Un estrado a un lado y algo parecido a dos pequeños dragones disecados en ambos extremos, dispuestos como mástiles de banderas. Un lii se hallaba entre los dragones, sombrío, silencioso, con sus ojos triples ardiendo igual que brasas. Millilain pensó que lo conocía: el vendedor callejero que una vez le vendió una brocheta de salchichas por cinco coronas. Pero quizá se equivocaba. Era difícil diferenciar a los liis, ciertamente.

Un personaje encapuchado que olía igual que un gayrog se acercó a Millilain.

—Has llegado a tiempo para la comunión, hermana —le musitó—. Bienvenida y que la paz de los reyes acuáticos sea contigo.

¿Los reyes acuáticos?

El gayrog la cogió suavemente por un codo y, con idéntica suavidad, la empujó hacia la habitación, a fin de que ocupara su lugar entre los fieles arrodillados y murmurantes. Nadie la miró, nadie miraba a nadie. Todos los ojos estaban fijos en el lii situado entre los dos dragones marinos disecados. También Millilain lo miró. No se atrevía a mirar a los que la rodeaban, por temor a encontrar amigos suyos.

—Tomad… bebed… participad… —ordenó el lii.

Estaban pasando tazas de vino por los pasillos. Por el rabillo del ojo Millilain vio que los fieles, cuando el cuenco llegaba hasta ellos, se lo llevaban a los labios y bebían ávidamente, de modo que los tazones debían llenarse constantemente mientras recorrían la sala. El más cercano en esos momentos se hallaba cuatro o cinco hileras por delante de Millilain.

—Bebemos —dijo el lii—. Participamos. Nos proyectamos y abrazamos al rey acuático.

Reyes acuáticos era la denominación dada por los lii a los dragones marinos, recordó Millilain. Adoraban a los dragones, eso se decía. Bien, meditó, tal vez tengan razón. Todo lo demás ha fracasado: encomendemos el mundo a los dragones. La taza de vino, por lo que vio, estaba a dos hileras por delante de ella, pero avanzaba con lentitud.

—Fuimos a buscar a los reyes acuáticos y los cazamos y los sacamos del mar —dijo el lii—. Comimos su carne y bebimos su leche. Y tal fue el gran obsequio que nos hicieron y su gran sacrificio voluntario, porque ellos son dioses y es justo y conveniente que los dioses ofrezcan su carne y su leche a los seres inferiores, para nutrirlos y convertirlos también en dioses. Y ahora ha llegado la época de los reyes acuáticos. Tomad. Bebed. Participad.

La taza estaba ya en la hilera de Millilain.

—Ellos son los grandes del mundo —recitó el lii—. Ellos son los maestros. Ellos son los monarcas. Ellos son los poderes auténticos y nosotros les pertenecemos. Nosotros y todos los que viven en Majipur. Tomad. Bebed. Participad.

La mujer situada a la izquierda de Millilain estaba bebiendo en ese momento. Una impaciencia salvaje se apoderó de Millilain. ¡Tenía tanta hambre, tanta sed! Y a duras penas logró contener el impulso de arrebatar la taza a la otra mujer, temerosa de que no quedara líquido para ella. Aguardó. Y por fin la taza estuvo en sus manos. Bajó los ojos hacia el contenido: vino oscuro, espeso, lustroso. Tenía un aspecto extraño. Sorbió el líquido, vacilantemente. Era dulce, picante y se aferraba al paladar. Al principio pensó que no se parecía en nada a los vinos conocidos por ella, pero luego creyó descubrir una característica familiar. Sorbió por segunda vez.

—Tomad. Bebed. Participad.

Vaya, era el vino empleado por las intérpretes de sueños cuando establecían la comunión con tu mente y explicaban el sueño que te preocupaba. Eso debía ser, sí, vino onírico. Aunque sólo había recurrido cinco o seis veces a las oráculos, y eso hacía años, Millilain reconoció el aroma inconfundible del líquido. ¿Pero cómo era posible? Sólo las intérpretes de sueños estaban autorizadas a usarlo, a poseerlo. Se trataba de una droga muy fuerte. Sólo podía utilizarse bajo la supervisión de una oráculo. Pero curiosamente en la capilla del callejón disponían de cubas y más cubas, y los fieles lo engullían como si fuera cerveza…

—Tomad. Bebed. Participad.

Millilain se dio cuenta de que había interrumpido la circulación de la taza. Volvió la cabeza hacia el hombre situado a la derecha, sonriendo tontamente a modo de disculpa, pero el individuo tenía los ojos fijos al frente y no le prestó atención. Tras encogerse de hombros, Millilain se llevó la taza a los labios y bebió sin contenerse, y siguió bebiendo y por fin pasó la taza.

Notó el efecto casi al instante. Se tambaleó, parpadeó, tuvo que hacer un esfuerzo para evitar que la cabeza le cayera sobre las rodillas. Es porque lo he bebido con el estómago vacío, pensó. Se agachó, se inclinó hacia adelante y cantó junto con la congregación: un murmullo bajo, carente de palabras, sin sentido, repetitivo, un u wah uah mah, u wah uah mah tan absurdo como los otros gritos de la calle pero algo más apacible, un tierno grito de anhelo, u wah uah mah, u wah uah mah. Y mientras cantaba creyó escuchar una música lejana, extraña, sobrenatural, el sonido de numerosas campanas muy distantes, tañidos que sufrían cambios sobrepuestos que era imposible seguir por mucho tiempo, ya que un fragmento de melodía se perdía con rapidez en su sucesor, y éste en el siguiente. U wah uah mah, canturreó Millilain, y de nuevo le llegó el sonido de las campanas. En ese momento presintió que algo inmenso estaba muy cerca, quizá en la misma habitación, algo colosal, dotado de alas, antiguo y enormemente inteligente, un ser cuyo intelecto era tan incomprensible para ella como el de ella para un pájaro. La enorme mole daba vueltas y más vueltas describiendo órbitas lentas, despacio. Siempre que iniciaba una vuelta desplegaba sus gigantescas alas y las extendía hasta los confines del mundo, y cuando las plegaba de nuevo rozaba con ellas las puertas del cerebro de Millilain, un simple cosquilleo, el contacto más suave imaginable, como un cepillo de plumas. Y a pesar de ello Millilain se notó transformada, extraída de su cuerpo, integrada en un organismo multimental, inconcebible, divino. Tomad. Bebed. Participad. El roce de aquellas alas la hacía participar más profundamente. U wah uah mah. U wah uah mah. Estaba perdida. Millilain había dejado de existir. Sólo existía el rey acuático cuyo sonido era el tañido de las campanas, y la mente multimental de la que formaba parte la ya inexistente Millilain. U. Wah. Uah. Mah.

Se asustó. Estaban arrastrándola hacia el fondo del mar y sus pulmones se llenaban de agua y el dolor era terrible. Se debatió. No permitiría que aquellas alas enormes la tocaran. Se echó hacia atrás, asestó puñetazos, se impulsó hacia arriba, hacia la superficie…

Abrió los ojos. Se incorporó, aturdida, aterrorizada. El cántico continuaba por todas partes. U, wah, uah, mah. Se estremeció. ¿Dónde estoy? ¿Qué he hecho? Tengo que salir de aquí, pensó. Se puso trabajosamente en pie, dominada por el pánico, y se tambaleó hacia el pasillo. Nadie la detuvo. El vino continuaba amordazando su cerebro y Millilain notó que se bamboleaba, que hacía eses y tenía que agarrarse a las paredes. Ya había salido de la habitación. Estaba tambaleándose en aquel pasillo oscuro y fragante. Las alas seguían batiendo alrededor de ella, la envolvían, se extendían hacia su mente. ¿Qué he hecho, qué he hecho?