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Pese a su carácter dominante, pese a prestigio y autoridad arrolladores, Aximaan poseía un rasgo que resultaba incomprensible a los pobladores del valle: respetaba al delegado agrícola provincial como si él fuera la fuente de toda sabiduría y ella la aprendiza menos capacitada. En dos o tres ocasiones por el año el delegado abandonaba la capital de la provincia, Mazadone, para hacer un recorrido de las marismas, y su primer alto en el valle era siempre la plantación de Aximaan Threysz. La gayrog le ofrecía alojamiento en la mansión, abría un barril de vino flamígero y otro de aguardiente de nika, ordenaba a sus nietos que fueran a la Corriente de Havilbove para cazar hiktiganos, los sabrosos animalillos que correteaban por las rocas de los rápidos, y hacía descongelar y asar con aromática leña de zuale una buena ración de filetes de bidlak. Y cuando acababa el festín, Aximaan se retiraba con el delegado y conversaba con él hasta bien entrada la noche temas tales como fertilizantes, injertos y maquinaria agrícola, mientras dos de sus hijas, Heynok, y Jarnok, tomaban nota hasta de la última palabra sentadas junto a su madre.

A todo el mundo le extrañaba que Aximaan Threysz, indudablemente más experta en el cultivo de lusavándula que cualquier persona, se preocupara tanto por lo que un insignificante funcionario pudiera explicarle. Pero su familia conocía el porqué.

—Tenemos nuestras costumbres y nos mantenemos fijos en ellas —solía decir Aximaan—. Hacemos lo que hemos hecho antes, porque nos ha dado resultado antes. Plantamos las semillas, atendemos las plantas, vigilamos la maduración, recogemos los frutos y después volvemos a empezar de la misma forma. Y si una cosecha no es peor que la anterior, opinamos que estamos haciéndolo bien. Pero fallamos en realidad si tan sólo igualamos lo hecho hasta entonces. Imposible quedarse parado, en este mundo: quedarse parado es hundirse en el barro.

Tal era el motivo de que Aximaan Threysz estuviera suscrita a las publicaciones sobre agricultura, enviara algún nieto a la universidad de vez en cuando y prestara mucha atención a lo que el delegado provincial tenía que decir. Y año tras año el método de cultivo de sus tierras sufría pequeños cambios, los sacos de semillas de lusavándula que Aximaan enviaba al mercado de Mazadone eran más numerosos que el año anterior y los relucientes granos de arroz formaban montones cada vez más altos en sus graneros. Siempre había una forma mejor de hacer las cosas y Aximaan Threysz se aseguraba de aprenderla.

—Nosotros somos Majipur —decía muchas veces—. Las grandes ciudades se asientan en cimientos de grano. Sin nosotros, Ni-moya, Pidruid, Khyntor y Piliplok serían yermos. Y las ciudades crecen año tras año, por lo que debemos trabajar cada vez más para alimentarlas, ¿no es cierto? No tenemos alternativa, se trata de la voluntad del Divino. ¿No es cierto?

Aximaan había sobrevivido ya a quince o veinte delegados. Éstos se presentaban un día siendo jóvenes, rebosantes de nuevas ideas aunque con frecuencia mostrándose apocados a la hora de ofrecerlas a la metamorfa.

—No sé qué podría enseñarle yo —insistían en decirle—. ¡Soy yo el que debería aprender de usted, Aximaan Threysz!

Y en consecuencia Aximaan tenía que pasar siempre por la misma rutina: hacer que el nuevo delegado se sintiera cómodo, convencerlo de que ella sentía un interés sincero en conocer las técnicas más recientes.

Cuando el último delegado se jubilaba y otro más joven ocupaba su lugar, la situación siempre era fastidiosa. Conforme Aximaan iba sumiéndose en una vejez cada vez más inmensa, iban aumentando las dificultades para establecer relaciones prácticas con los nuevos delegados antes de que transcurrieran varias estaciones. Sin embargo no existió problema cuando llegó Caliman Hayn, hacía dos años. Era un humano joven, de treinta o cuarenta años (por entonces cualquier persona que no pasara de los sesenta era joven para Aximaan) dotado de un carácter atrevido y natural que gustó mucho a la metamorfa. No dio muestras de estar impresionado por ella y tampoco se preocupó en adularla.

—Me aseguran que usted es la campesina más deseosa de ensayar nuevos métodos —había dicho él bruscamente, apenas diez minutos después de conocerla—. ¿Qué opinaría de un proceso capaz de duplicar el tamaño de las semillas de lusavándula sin alterar su calidad?

—Opinaría que están timándome —había respondido Aximaan—. Me parece demasiado bueno para ser verdad.

—Y sin embargo el proceso existe.

—¿Existe, ya?

—Estamos a punto de usarlo experimentalmente, con limitaciones. De los informes de mis predecesores deduzco que usted es famosa por su buena disposición para experimentar.

—Ésa soy yo —repuso Aximaan Threysz—. ¿De qué se trata?

Era, explicó el delegado, un método denominado acrecentamiento protoplástico, basado en el uso de enzimas que digerían las paredes celulares de las plantas a fin de hacer accesible el material genético interno. Dicho material podía ser manipulado a continuación y finalmente la materia celular, el protoplasto, era introducido en un medio de cultivo y podía regenerar la pared de células. A partir de una sola célula era posible obtener una planta totalmente nueva, con características muy mejoradas.