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Al callejón, la oscuridad, la lluvia. ¿Aún estarán marchando por aquí, los Caballeros de Dekkeret, la Orden de la Triple Espada y todos los demás? Poco le importaba. Que pasara lo que tuviera que pasar. Echó a correr sin saber qué dirección tomar. Muy lejos se oía un retumbo apagado que ella esperaba fuera el Geiser de Confalume. Otros sonidos repiqueteaban en su mente. Yah-tah yah-tah yah-tah vum. U, wah, uah, mah. Notó que las alas se plegaban sobre ella. Siguió corriendo, tropezó, cayó, se levantó y siguió corriendo…

7

Cuanto más se adentraban en la provincia metamorfa tanto más familiar iba siendo todo para Valentine. Y no obstante, al mismo tiempo, crecía en él la convicción de que estaba cometiendo un error espantoso y terrible.

Recordó el olor del lugar: intenso, almizcleño, complejo, el aroma dulce y fuerte de plantas que crecen y decaen con igual vigor bajo la constante lluvia cálida, una intrincada mezcla de olores que inundaba el olfato hasta el punto de aturdir cada vez que se respiraba. Recordó el ambiente cargado, pegajoso, húmedo, los chubascos que caían casi a cada hora, arrancando en la elevada bóveda del bosque para gotear después por las menudas hojas hasta que tan sólo un poco de agua tocaba el suelo. Recordó la fantástica profusión de vida vegetal, plantas que brotaban y se desarrollaban prácticamente mientras se las contemplaba y que a pesar de todo mantenían una curiosa disciplina. Todo ocupaba el lugar que le correspondía en capas perfectamente definidas. Los impresionantes árboles carecían de ramas en siete octavas partes de su altura; después se abrían formando grandes paraguas de hojas reunidas en espesas bóvedas mediante una maraña de enredaderas, trepadoras y epífitas. Por debajo de ese nivel había otro de árboles de menor altura, más redondeados, más completos, que toleraban mejor la sombra. Después un estrato de arbustos pegadizos y por fin el lecho del bosque, oscuro, misterioso, prácticamente yermo, una austera extensión de tierra húmeda y esponjosa que saltaba fácilmente bajo las botas. Valentine recordó los bruscos rayos de luz, de tonos oscuros y extraños, que atravesaban como lanzas la bóveda a intervalos y ofrecían breves momentos de claridad en la penumbra.

Pero el bosque tropical de Piurifayne ocupaba miles de kilómetros cuadrados del corazón de Zimroel y cualquiera de sus partes se asemejaba mucho a las demás. En algún lugar de la jungla se encontraba la capital metamorfa, Ilirivoyne, ¿mas qué razón tengo, se preguntó Valentine, para creer que estoy cerca de ella, simplemente porque los olores, sonidos y formas de esta selva son similares a los olores, sonidos y formas que recuerdo de hace años?

En la anterior ocasión, durante el viaje con los malabaristas itinerantes, cuando tuvieron la mala idea de que podían ganar algunos reales actuando en la fiesta piurivar de la cosecha, Deliamber había tenido que hacer algunos encantamientos vroonescos para descubrir la bifurcación del cambio que debían tomar, ayudado por la valiente Lisamon Hultin, también experta en los secretos de la jungla. Pero en esa segunda aventura en Piurifayne, Valentine estaba totalmente desamparado.

Deliamber y Lisamon, suponiendo que vivieran (y Valentine se mostraba pesimista al respecto, ya que pese a las semanas transcurridas no había tenido contacto con ellos ni siquiera en sueños) se hallaban rezagados a cientos de kilómetros de distancia, en la otra orilla del Steiche. Nada sabía tampoco de Tunigorn, al que había mandado en busca de los otros. Viajaba solamente con Carabella, Sleet y una escolta de skandars. Su esposa tenía denuedo y resistencia pero poseía pocas facultades como exploradora. Los skandars eran fuertes y bravos pero no muy brillantes y Sleet, pese a su astucia y serenidad, se hallaba en la región tremendamente entorpecido por el temor paralizante a los cambiaspectos que adquirió durante un sueño cuando era joven y que jamás había logrado superar por completo. Era absurdo que la Corona errara por las junglas de Piurifayne con un séquito tan escaso, pero lo absurdo parecía ser el distintivo de los últimos monarcas, pensó Valentine, considerando que sus dos predecesores, Malibor y Voriax, habían encontrado la muerte de forma violenta a edades tempranas mientras hacían cosas estúpidas. Esa imprudencia de los reyes parecía ya una moda.

Y Valentine tenía día tras día la impresión de que ni se aproximaba ni se alejaba de Ilirivoyne, que la capital estaba en todas partes y en ninguna en concreto de aquellas junglas, que quizá la ciudad entera había emprendido el vuelo y se hallaba encima de su cabeza, a distancia constante de él, una brecha que jamás podría saltar. De hecho la capital de los cambiaspectos, tal como la recordaba de la vez anterior, era un conjunto de construcciones de mimbre y había pocas viviendas más sólidas. En su otra visita le había parecido una ciudad fantasma temporal muy capaz de cambiar de ubicación al antojo de sus habitantes: una ciudad nómada, un sueño, un fuego fatuo en la jungla.

—Mira, allí —dijo Carabella—. ¿No es una senda, Valentine?

—Tal vez lo sea —contestó él.

—¿Y tal vez no?

—Tal vez no, cierto.

Habían visto cientos de caminos muy parecidos: tenues cicatrices en el suelo de la selva, marcas inescrutables de la presencia de alguien anteriormente, marcas hechas el mes pasado, quizá, o quizá en tiempos de lord Dekkeret, mil años antes. Un palo hincado en el suelo, con un trozo de pluma atado. Un fragmento de cinto. Una hilera de surcos, como si hubieran arrastrado algo por allí. Y a veces nada visible, tan sólo un rastro psíquico, la señal desconcertante del paso de seres inteligentes. Pero ninguna de estas pistas les conducía a parte alguna. Tarde o temprano las señales disminuían y acababan siendo imperceptibles y delante sólo quedaba la selva virgen.

—¿No deberíamos acampar, mi señor? —dijo Sleet. Ni él ni Carabella habían pronunciado una sola palabra en contra de la expedición, a pesar de que debía parecerles una temeridad. ¿Acaso comprendían, se preguntaba Valentine, cuán intenso era su anhelo de consumar la reunión con la reina de los cambiaspectos? ¿O era el miedo a la ira del rey y el esposo la causa de que mantuvieran un silencio tan complaciente durante las semanas de vagabundeo a la aventura, cuando seguramente debían pensar que él podía emplear mejor su tiempo en las provincias civilizadas, haciendo frente a cualquier crisis espantosa que tuviera lugar en ellas? O lo peor de todo: ¿estaban complaciéndole, dejándole ir a tientas y como un loco por las densas arboledas bañadas por la lluvia? No se atrevía a interrogarlos. Su única duda era cuánto tiempo prolongaría la búsqueda, pese a la convicción cada vez más fuerte de que jamás encontraría Ilirivoyne.

En cuanto estuvieron acomodados para pasar la noche, Valentine se puso el aro de plata de la Dama y se sumió una vez más en el estado de trance que le permitía proyectar su mente, a fin de que su espíritu vagara por la jungla en busca de Deliamber, en busca de Tisana.

Creía que encontrar sus mentes era más fácil que si se tratara de las mentes de otras personas, ya que esas dos personas eran muy sensibles a las brujerías de los sueños. Pero lo había intentado noche tras noche y ni una sola vez había conseguido siquiera el más fugaz de los contactos. ¿Sería la distancia el problema? Valentine nunca había ensayado contactos mentales de largo alcance si no era con la ayuda del vino onírico, y allí no disponía de él. O quizá los metamorfos conocían algún método de interceptar o alterar las transmisiones. O tal vez los mensajes no llegaban porque los enviaba a personas muertas. O…