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—Ah.

—Y naturalmente la salud del Pontífice es un detalle que debe ocupar lugar prominente en nuestra planificación —dijo Hissune.

—Ah, sí. Lo comprendo perfectamente.

—El Pontífice, eso tengo entendido, continúa como siempre…

Hornkast no replicó al momento, sino que miró a Hissune con una intensidad misteriosa y desagradable, como si estuviera absorto en el cálculo político más complejo posible.

—¿Le gustaría visitar a su majestad? —dijo por fin.

Fue la respuesta más inesperada que Hissune podía imaginar, o una de las más inesperadas. ¿Visitar al Pontífice? ¡Jamás había soñado hacer tal cosa! Tardó unos instantes en dominar su asombro y recobrarse.

—Sería un gran honor —dijo con toda la frialdad de que era capaz.

—En tal caso, salgamos.

—¿Ahora mismo?

—Ahora mismo —replicó el primer consejero. Hornkast hizo un gesto. Llegaron varios sirvientes y se llevaron los restos de la cena. Momentos más tarde Hissune se encontró a bordo de un vehículo flotante romo en su parte frontal, con Hornkast junto a él. Recorrieron un túnel muy estrecho hasta llegar a un lugar que obligaba a seguir a pie y en el que numerosas puertas de bronce cerraban herméticamente el pasadizo a intervalos de cincuenta pasos. Hornkast deslizó su mano en paneles ocultos para irlas abriendo y por fin la última puerta, con un símbolo del Laberinto grabado en oro y el monograma imperial sobre éste, cedió después de ser tocada por el primer consejero y los dos hombres entraron en el salón del trono pontificio.

El corazón de Hissune empezó a latir con fuerza aterradora. ¡El Pontífice! ¡Tyeveras, el viejo loco! A lo largo de toda su vida apenas había creído que existiera realmente esa persona. Como hijo del Laberinto que era, Hissune había considerado siempre al Pontífice como un ser sobrenatural, oculto en las distantes profundidades, el recluso amo del mundo. E incluso en esos momentos, pese a que desde hacía poco estaba familiarizado con príncipes, duques, familiares de la Corona y el mismo monarca, seguía considerando al Pontífice como un ser aparte que moraba en sus dominios particulares, invisible, inconocible, irreal, inconcebiblemente apartado del mundo de los seres ordinarios.

Pero allí estaba el Pontífice.

Exactamente igual que como afirmaba la leyenda. La esfera de vidrio azul, los tubos, los conductos, los cables y los empalmes, los burbujeantes fluidos de colores que entraban y salían del recipiente vitalizador. Y en el interior estaba el anciano, muy vetusto, sentado, increíblemente erguido en el trono de alto respaldo con sus tres escalones. Tenía los ojos abiertos. Pero ¿veía? ¿Vivía realmente?

—Ya no habla —dijo Hornkast—. Es el cambio más reciente. Pero el médico, Sepulthrove, afirma que el cerebro del Pontífice continúa activo, que su cuerpo conserva vitalidad. Adelántese un par de pasos. Podrá verle de cerca. ¿Lo ve? ¿Lo ve? Respira. Mueve los párpados. Está vivo. Está definitivamente vivo.

Hissune creyó estar en presencia de un ser de otra época, una criatura prehistórica conservada por medios milagrosos. ¡Tyeveras! Corona en tiempos del Pontífice Ossier hacía… ¿cuántas generaciones? Superviviente de la historia. Aquel hombre había visto a lord Kinniken con sus propios ojos. Ya era viejo cuando lord Malibor tomó posesión del Castillo. Y allí continuaba: vivo, sí, suponiendo que aquello fuera vida.

—Puede saludarle —dijo Hornkast.

Hissune conocía la costumbre: el visitante fingía no hablar directamente al Pontífice, dirigía sus palabras al primer consejero a fin de que éste las transmitiera al monarca, pero la costumbre no se respetaba en la práctica.

—Le ruego ofrezca a su majestad los saludos de su súbdito el príncipe Hissune, hijo de Elsinome, que expresa humildemente su admiración y acatamiento.

El Pontífice no contestó. No mostró signo alguno de haber oído las palabras.

—En tiempos —explicó Hornkast— emitía sonidos que aprendí a interpretar, como respuesta a lo que se le decía. Eso acabó. Lleva meses sin hablar. Pero nosotros continuamos hablándole, a pesar de todo.

—En tal caso comunique al Pontífice —dijo Hissune— que el mundo entero lo ama y que su nombre está constantemente en nuestras plegarias.

Silencio. El Pontífice estaba inmóvil.

—Comunique también al Pontífice —continuó Hissune— que el mundo sigue su curso, que las dificultades surgen y desaparecen, que la grandeza de Majipur persistirá.

Silencio. Ninguna clase de respuesta.

—¿Ha terminado? —inquirió Hornkast.

La mirada de Hissune atravesó la sala en dirección al enigmático personaje encerrado en la jaula de vidrio. Ansiaba que Tyeveras alzara la mano para bendecirle, ansiaba oírle pronunciar palabras proféticas. Pero eso era imposible e Hissune lo sabía.

—Sí —contestó—. He terminado.

—Vámonos.

El primer consejero condujo a Hissune fuera del salón del trono. Ya en el exterior, el príncipe advirtió que su elegante vestimenta estaba empapada de sudor, que le temblaban las rodillas. ¡Tyeveras! Aunque viva años tantos años como él, pensó Hissune, jamás olvidaré ese rostro, esos ojos, esa esfera de vidrio azul…

—Este silencio es una nueva fase —dijo Hornkast—. Sepulthrove afirma que el Pontífice conserva su fuerza, y tal vez sea cierto. Pero seguramente debe ser el principio del fin. Debe existir algún límite, pese a tanta maquinaria.

—¿Cree que falta poco?

—Ruego que así sea, pero no puedo afirmarlo. No hacemos nada para precipitar el fin. Esa decisión está en manos de lord Valentine… en manos de su sucesor, si Valentine ha muerto.

—Si lord Valentine ha muerto —dijo Hissune—, la nueva Corona podría ocupar directamente el Pontificado. A menos que decida prolongar la vida de Tyeveras.

—Cierto. Y si lord Valentine ha muerto, ¿quién, pues, opina usted será esa nueva Corona?

La mirada de Hornkast era abrumadora y despiadada. Hissune pensó que su cuerpo ardía con el fuego de aquella mirada, que la conducta astuta tan dificultosamente adoptada y la sensación de saber quién era él y qué pretendía conseguir se fundían y le dejaban vulnerable y turbado. De pronto, de forma vertiginosa, vio la imagen de sí mismo catapultado hacia la cima del poder, Corona una mañana, dando órdenes oportunas para desconectar los tubos y la maquinaria al mediodía, Pontífice al caer la noche. Pero naturalmente era una idea absurda, pensó aterrorizado. ¿Pontífice? ¿Yo? ¿Dentro de un mes? Una broma. Totalmente disparatada. Hizo un esfuerzo para dominarse y al cabo de unos instantes logró recordar la estrategia que en el Castillo le había parecido tan obvia: si lord Valentine ha muerto, Divvis será Corona y Tyeveras morirá por fin y Divvis se trasladará al Laberinto. Debe ser así. Debe ser así.

—Por supuesto es imposible votar un sucesor —dijo Hissune—, no hasta que confirmemos la muerte de la Corona, y diariamente ofrecemos plegarias por su bienestar. Pero si realmente lord Valentine ha encontrado un destino trágico, creo que para los príncipes del Castillo será un placer invitar al hijo de lord Voriax a que ocupe el trono.

—Ah.

—Y si tal cosa sucede, hay personas que opinamos que sería deseable dejar que el Pontífice vuelva por fin a la Fuente.

—Ah —repitió Hornkast—. Claro, claro. Habla usted con gran claridad, ¿no cree?

Sus ojos contemplaron los de Hissune una vez más: fríos, penetrantes, sin escapárseles nada. Después la mirada se suavizó como disimulada por un velo y de pronto el primer consejero fue un simple anciano exhausto que ha llegado al final de una jornada larga y fatigosa. Hornkast dio media vuelta y se acercó lentamente al vestíbulo flotante.