Выбрать главу

—¡Oídme, Oh enemigos! ¡Yo soy el Rey Real!

—¡Oídle, Oh enemigos! ¡Él es el Rey Real! —gritaron en tono ensordecedor las silentes voces.

—¡Ha llegado vuestra hora! ¡Ha concluido vuestro tiempo! ¡Vuestros crímenes serán castigados y nadie sobrevivirá! ¡Salid de nuestro planeta!

—¡Salid de nuestro planeta!

—¡Faraataa! —chillaron todos—. ¡Faraataa! ¡Faraataa!

—¡Yo soy el Príncipe Venidero! ¡Yo soy el Rey Real! Y todos los presentes respondieron:

—¡Viva el Príncipe Venidero, que es el Rey Real!

IV

EL LIBRO DEL PONTÍFICE

1

—Un día extraño, mi señor, puesto que la Corona debe presentarse como un pordiosero ante el Rey de los Sueños —dijo Sleet, con una mano extendida sobre la cara para protegerse del tórrido viento que soplaba sin cesar procedente de Suvrael. Faltaban escasas horas para recalar en Tolaghai, el mayor puerto del continente meridional.

—No como pordiosero, Sleet —repuso Valentine sin inmutarse—. Como compañero de armas, en busca de ayuda contra un enemigo común.

Carabella se volvió para mirarle, sorprendida.

—¿Compañero de armas, Valentine? Nunca te había visto hablar de ti mismo de una forma tan guerrera.

—Estamos en guerra, ¿no es cierto?

—¿Y piensas combatir? ¿Matarás con tus propias manos?

Valentine la miró fijamente, preguntándose si ella pretendía incitarle. Pero no, el semblante de Carabella reflejaba la apacibilidad acostumbrada y su mirada era de afecto.

—Sabes que jamás derramaré sangre —repuso la Corona—. Pero hay otras formas de guerrear. Ya he participado en una guerra, contigo junto a mí. ¿Maté entonces?

—¿Pero quiénes eran los enemigos entonces? —preguntó Sleet en tono impaciente—. ¡Vuestros amigos más queridos, engañados por las supercherías de los cambiaspectos! Elidath, Tunigorn, Stasilaine, Mirigant, todos se pasaron al otro bando. ¡Por supuesto que fuisteis bondadoso con ellos! No teníais deseo alguno de matar a personas como Elidath y Mirigant: sólo pretendíais tenerlos de vuestro lado.

—Dominin Barjazid no era un amigo íntimo. También le perdoné la vida. Y creo que ahora podemos alegrarnos de ello.

—Un acto de gran compasión, cierto. Pero ahora tenemos otra clase de enemigo, el puerco cambiaspectos, una sabandija cruel…

—¡ Sleet!

—¡Eso son los metamorfos, mi señor! ¡Criaturas que han jurado destruir todo cuanto nosotros hemos construido en nuestro mundo!

—En el mundo de ellos, Sleet —replicó Valentine—. Recuérdalo: este planeta les pertenece.

—Les pertenecía, mi señor. Lo perdieron por su propio descuido. Unos cuantos millones de metamorfos, en un planeta tan grande que podrían…

—¿Vamos a tener otra vez esta discusión tan aburrida? —espetó Carabella, sin esforzarse en disimular su irritación—. ¿Por qué? ¿No nos basta con respirar el aire abrasante de Suvrael, tenemos además que agotar nuestros pulmones con charlas tan inútiles como ésta?

—Yo sólo pretendo decir, mi señora, que la guerra de restauración podía ganarse por medios pacíficos, con los brazos abiertos y dando abrazos cariñosos. Ahora tenemos un enemigo distinto. Este Faraataa está devorado por el odio. No descansará hasta que todos hayamos muerto. ¿Y vencerá con amor, lo creéis? ¿Lo creéis, mi señor?

Valentine desvió la mirada.

—Usaremos los medios más convenientes —dijo— para que Majipur recobre la unidad.

—Si lo que decís es sincero disponeos a aniquilar al enemigo —replicó tétricamente Sleet—. No simplemente encerrarlos en la jungla como hizo lord Stiamot, sino exterminarlos, borrarlos del mapa, acabar para siempre con la amenaza a nuestra civilización que ellos…

—¿Exterminarlos? ¿Borrarlos del mapa? —Valentine se echó a reír—. ¡Pareces un hombre prehistórico, Sleet!

—Él no habla literalmente, mi señor —dijo Carabella.

—¡Ah, te equivocas, te equivocas! ¿No es cierto, Sleet? El aludido se encogió de hombros antes de responder.

—Sabéis que de mi odio a los metamorfos no tengo toda la culpa, que me lo provocó un envío… un envío surgido de las tierras que tenemos ante nosotros. Pero aparte de eso creo que los metamorfos han perdido el derecho a vivir, sí, por el daño que ya han causado. No me excuso por pensar así.

—¿Y masacrarías a millones de personas por los crímenes cometidos por nuestros líderes? Sleet, Sleet, ¡tú eres más amenaza para nuestra civilización que diez mil metamorfos!

El color brotó de pronto en las mejillas pálidas y descarnadas de Sleet, pero éste no dijo nada.

—Mis palabras te han ofendido —prosiguió Valentine—. No pretendía hacer tal cosa.

—La Corona no tiene que implorar el perdón del bárbaro sediento de sangre que está a su servicio, mi señor —replicó Sleet en voz baja.

—No tengo deseos de burlarme de ti. Tan sólo de mostrar mi desacuerdo contigo.

—En ese caso sigamos mostrando nuestro desacuerdo —dijo Sleet—. Si yo fuera la Corona, los mataría a todos.

—Pero la Corona soy yo… por lo menos en algunas partes del mundo. Y puesto que lo soy, buscaré métodos para ganar la guerra que no recurran a exterminios o aniquilaciones. ¿Te parece aceptable, Sleet?

—Cualquier cosa que desee la Corona la juzgo aceptable y vos lo sabéis, mi señor. Sólo os he dicho lo que haría yo si fuera Corona.

—Que el Divino te libre de esa desgracia —replico Valentine con una suave sonrisa.

—Y a vos, mi señor, de la necesidad de hacer frente a la violencia con la violencia, puesto que sé que ello no forma parte de vuestra naturaleza —respondió Sleet con una sonrisa todavía más suave. Saludó formalmente—. Pronto llegaremos a Tolaghai y debo hacer muchísimos preparativos para nuestro alojamiento. ¿Puedo retirarme, mi señor?

Mientras Sleet se alejaba por cubierta, Valentine lo contempló unos momentos. Luego, tras protegerse los ojos del duro resplandor solar, observó el lugar de procedencia del viento, el continente meridional, que en aquellos momentos era una forma enorme y oscura extendida irregularmente en el horizonte.

¡Suvrael! ¡El simple nombre bastaba para provocar escalofríos!

Valentine nunca había imaginado que un día iría a Suvrael, el hermanastro de los continentes de Majipur, un lugar olvidado, desatendido, un territorio escasamente poblado constituido por impresionantes desiertos, desolado y árido casi en su totalidad, tan distinto al resto de Mapijur que parecía un fragmento de otro planeta. Aunque allí vivían millones de personas, apiñados en media docena de ciudades diseminadas por las regiones menos inhabitables del continente, Suvrael mantenía desde hacía siglos una relación superficialísima con los dos continentes principales. Los funcionarios del gobierno central enviados allí en misión oficial consideraban el hecho como una sentencia de muerte. Escasos monarcas habían visitado Suvrael. Valentine sabía que lord Tyeveras lo había hecho, en uno de sus diversos grandes desfiles, y al aparecer también lord Kinniken. Y por supuesto había que recordar la famosa hazaña de Dekkeret, que vagó por el desierto de los Sueños Perdidos en compañía del fundador de la dinastía Barjazid, pero la aventura aconteció mucho antes de que el viajero fuera nombrado Corona.

De Suvrael sólo surgían tres cosas capaces de ejercer influencias importantes en la vida de Majipur. La primera era el viento: durante todos los meses del año nacía en el continente un torrente de aire abrasador que azotaba brutalmente las costas meridionales de Alhanroel y Zimroel y las convertía en lugares casi tan desagradables como el mismo Suvrael. La segunda era la carne: en la zona occidental del continente desértico las brumas que brotaban del mar llegaban tierra adentro y nutrían inmensos pastos en los que se criaba ganado para su posterior transporte al resto del planeta. Y el tercer gran artículo de exportación de Suvrael eran los sueños. Desde hacía mil años los Barjazid ejercían su autoridad como Poderes del reino desde su fastuoso dominio de Tolaghai: con ayuda de dispositivos amplificadores del pensamiento, cuyo secreto guardaban celosamente, colmaban el mundo de envíos, rigurosas y molestas infiltraciones en el alma que buscaban y localizaban a cualquier persona que hubiera causado daño al prójimo o simplemente considerara la posibilidad de causarlo. De modo rudo y austero, los Barjazid constituían la conciencia del mundo y desde hacía mucho tiempo eran la vara y el látigo que permitía a la Corona, el Pontífice y la Dama de la Isla mantener su forma de gobierno más suave y apacible.