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Ahora, pensó Valentine, las circunstancias han variado en gran medida una vez más: me encuentro en los dominios de Dominin y aquí soy poco más que un fugitivo.

—Mi real hermano Minax me encarga, mi señor, que os conduzca al Palacio Barjazid, donde seréis nuestro huésped —dijo Dominin—. ¿Queréis acompañarme en el vehículo de cabeza?

El palacio se hallaba muy alejado de Tolaghai, en un valle atroz y lúgubre. Valentine lo había visto en sueños de vez en cuando: una estructura ominosa y amenazadora de piedra oscura rematada por un fantástico conjunto de afiladas torres y parapetos angulosos. Evidentemente la habían construido para tener un aspecto intimidatorio e inspirar miedo.

—¡Qué espantoso! —musitó Carabella mientras se acercaban.

—Espera —dijo Valentine—. ¡Espera y verás!

Pasaron bajo el enorme y tétrico rastrillo y entraron en un lugar cuyo interior no reflejaba tener parentesco alguno con su exterior impresionante y horrendo. Patios bien ventilados reverberaban con la suave música de las fuentes y brisas frescas y fragantes substituían al amargo calor del mundo externo. Al apearse del vehículo flotante con Carabella cogida de su brazo, Valentine vio varios sirvientes que les aguardaban con vino frío y sorbetes y oyó que diversos músicos tocaban instrumentos delicados. En el centro del lugar había dos personajes ataviados con vestiduras holgadas, uno de ellos pálido, de facciones suaves y panza prominente, y el otro delgado, de rostro aguileño, con la piel casi negra a causa del sol del desierto. En la cabeza del segundo reposaba la llamativa diadema del oro indicativa de su categoría de Poder de Majipur. Valentine no precisaba presentaciones, aquel hombre era Minax Barjazid, actual Rey de los Sueños tras el fallecimiento de su padre. El hombre de facciones más suaves debía ser Cristoph, hermano del anterior. Ambos hicieron el gesto del estallido estelar y Minax se aproximó para ofrecer a la Corona, con sus propias manos, un vaso de vino azulado muy frío.

—Mi señor —dijo—, habéis elegido tiempos muy austeros para visitarnos. Pero os recibimos con gran alegría, por muy sombríos que parezcan estos momentos. Estamos totalmente en deuda con vos, mi señor. Todo lo que tenemos es vuestro. Y todo lo que depende de nosotros está a vuestro servicio. —Sin duda alguna era un discurso cuidadosamente preparado y la resonancia y uniformidad del tono de voz sugerían que había sido ensayado de forma meticulosa. Pero en ese momento el Rey de los Sueños acercó la cabeza de tal modo que sus ojos penetrantes y luminosos quedaron a escasos centímetros de la Corona. Y en tono distinto, más grave, más íntimo, agregó—: Podéis refugiaros aquí tanto tiempo como os plazca.

—Estáis en un error, alteza —replicó calmadamente Valentine—. No he venido aquí para refugiarme, sino para pedir vuestra ayuda en la lucha que nos aguarda.

El Rey de los Sueños reflejó asombro al oír esas palabras.

—Toda la ayuda que puedo ofrecer es vuestra, desde luego. ¿Pero realmente pensáis que la lucha nos librará de la agitación que nos rodea? Porque debo comunicaros, mi señor, que he observado el mundo muy de cerca gracias a esto —tocó su diadema de poder— y no veo esperanza alguna, mi señor, ninguna esperanza, ninguna.

2

Una hora antes del anochecer el cántico se inició de nuevo en Ni-moya: miles o quizá cientos de miles de voces resonaron con tremenda fuerza, «¡Thallimon! ¡Thallimon! ¡Lord Thallimon! ¡Thallimon! ¡Thallimon! El sonido de las impetuosas exclamaciones de júbilo remontó las pendientes del barrio Gimbeluc , en las afueras, e inundó los tranquilos recintos del Parque de Animales Fabulosos igual que una ola incontenible.

Habían transcurrido tres días desde el principio de la algarabía en honor de la Corona más reciente y el estruendo de esa noche era el más alocado hasta el momento. Seguramente debía ir acompañado de desórdenes públicos, saqueos y destrucción generalizados. Pero Yarmuz Khitain apenas se inquietó. La jornada era ya una de las más terribles que había vivido durante su prolongado ejercicio del cargo de cuidador del parque, un asalto a todo lo que él consideraba correcto, racional y cuerdo: ¿por qué preocuparse por el insignificante ruido que algunos locos estaban haciendo en la ciudad?

Ese mismo día, al alba, Yarmuz Khitain había sido despertado por un ayudante muy joven.

—Ha vuelto Vingole Nayila, señor —dijo a Yarmuz—. Le espera en la entrada este.

—¿Ha vuelto con mucha carga?

—¡Oh, sí, señor! ¡Con tres flotacamiones llenos, señor!

—Voy inmediatamente —anunció Yarmuz.

Vingole Nayila, jefe de zoólogos del parque, había explorado durante cinco meses las zonas afectadas en la parte norte del centro de Zimroel. No era un hombre grato para Yarmuz Khitain, puesto que solía mostrarse engreído y muy pagado de sí mismo, y siempre que corría riesgos cuando perseguía a alguna bestia esquiva se aseguraba que todo el mundo supiera cuán terrible había sido el peligro. Pero profesionalmente era un hombre soberbio, un buscador extraordinario de animales salvajes, infatigable, intrépido. En cuanto llegaron las primeras noticias sobre criaturas desconocidas y grotescas que causaban estragos entre Khyntor y Dulorn, Nayila no perdió el tiempo y organizó una expedición.

Y había sido una expedición triunfal, evidentemente. Al llegar a la entrada este Yarmuz vio a Nayila yendo de un lado a otro por detrás del campo energético que protegía de los intrusos a los animales exóticos. Al otro lado de esa zona rosada y nebulosa Nayila supervisaba la descarga de buen número de cajas de madera de las que surgían distintas clases de silbidos, gruñidos, zumbidos, gritos y lamentos. Al ver a Khitain, el zoólogo prorrumpió en gritos.

—¡Khitain! ¡No va a creer lo que he traído!

—¿Podré creerlo? —inquirió Yarmuz.

Al parecer el proceso de ingreso se había iniciado ya: todos los empleados, los pocos que quedaban, habían salido para transportar las cajas que contenían los animales de Nayila al edificio receptor, lugar en el que los mantendrían en jaulas de seguridad hasta que los conocimientos que adquirieran sobre ellos fueran suficientes para poder dejarlos en libertad en alguno de los hábitats.

—¡Con cuidado! —gritó Nayila al ver que casi caía de lado un cajón enorme con el que se afanaban dos empleados—. ¡Si ese animal logra salir, todos lo lamentaremos y vosotros los primeros! —Volvió la cabeza hacia Yarmuz Khitain—. Es todo un espectáculo de horror. Animales de presa, en su totalidad, con dientes como navajas, garras como cuchillas… Ni siquiera sé cómo he vuelto vivo. Casi diez veces pensé que estaba perdido, y yo sin haber grabado nada en el Registro de Almas. ¡Qué desastre habría sido, qué desastre! Pero aquí estoy. ¡Vamos, debe ver estas bestias!

Un espectáculo horrendo, cierto. Durante la mañana entera y buena parte de la tarde Yarmuz fue testigo de un desfile de criaturas increíbles, espantosas y totalmente inaceptables: monstruos, rarezas, anomalías atroces.

—Éstos los encontré en las afueras de Mazadone —dijo Nayila, señalando un par de animalillos furiosos de penetrantes ojos rojos.

No dejaban de gruñir y tenían tres cuernos brutalmente afilados que sobresalían más de veinte centímetros de la cabeza. Yarmuz los reconoció por el grueso pelaje rojizo: eran haigus. Pero jamás había visto un haigus con cuernos, ni un ejemplar tan decididamente indómito.