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—Son unos asesinos espantosos —comento Nayila—. Los vi caer sobre un pobre blave que se había vuelto loco. Lo mataron en cinco minutos, echándose encima y acuchillándole la panza con los cuernos. Los atrapé mientras comían y entonces se presentó este animalejo para comerse los restos del cadáver. —Señaló a un canavongo de alas oscuras dotado de siniestro pico negro y un solo ojo que fulguraba en el centro de su cabeza distendida: un carroñero inocente misteriosamente transformado en un ser de pesadilla—. ¿Alguna vez ha visto algo tan espantoso?

—No me gustaría ver algo más espantoso —dijo Yarmuz.

—Pues lo verá. Lo verá. Más espantoso, más perverso, más desagradable. Aguarde a ver lo que sale de estos embalajes.

Yarmuz no estaba seguro de querer verlo. Había pasado toda su vida con animales, estudiándolos, aprendiendo sus costumbres, preocupándose de ellos. Amándolos, en el sentido literal de la palabra. Pero éstos… éstos…

—Y fíjese en éste —continuó Nayila—. Un dhumkar en miniatura, tal vez diez veces más pequeño que el ejemplar característico y cincuenta veces más ágil. No se contenta con estar inmóvil en la arena y examinar los alrededores con su hocico en busca de comida. No, se trata de una criatura diabólica, rapidísima, que va detrás de ti, y que preferiría arrancarte un pie de un mordisco antes que respirar. O este otro: un manculaino, ¿no le parece un manculaino?

—Por supuesto. Pero no hay manculainos en Zimroel.

—Yo también pensaba eso, hasta que vi este bicho en Velathys, en los caminos de las montañas. Muy similar a los manculainos de Stoienzar, ¿no es cierto? Pero con una diferencia por lo menos.

Se arrodilló junto a la jaula ocupada por el animal, rechoncho y con numerosas patas, y emitió un ruido sordo en dirección a él. De inmediato el manculaino respondió con un gruñido similar y, de forma amenazadora, agitó las alargadas agujas, los estiletes que sobresalían en todo su cuerpo, como si pretendiera lanzarlos hacia el zoólogo a través de las rejas.

—No le basta con tener el cuerpo lleno de aguijones —dijo Nayila—. Los aguijones son venenosos. Un arañazo y tienes el brazo hinchado durante una semana. Lo sé. Lo que no sé es qué habría sucedido si el aguijón se hubiera introducido más, y no deseo averiguarlo. ¿Y usted?

Yarmuz se estremeció. Le hastiaba pensar que aquellas criaturas horrendas pasaran a residir en el Parque de Animales Fabulosos, fundado por él hacía mucho tiempo como refugio para las criaturas, en general mansas e inofensivas, que se hallaban al borde de la extinción debido al progreso de la civilización en Majipur. Naturalmente el parque disponía de numerosos predadores en su colección y Yarmuz jamás había creído preciso tener que presentar excusas por ello: eran obra del Divino, al fin y al cabo, y si tenían que matar para comer no lo hacían por una malevolencia innata. Pero éstos… éstos… Estos animales son diabólicos, pensó. Habría que aniquilarlos.

La idea le sorprendió. Nada parecido había cruzado por su mente hasta entonces. ¿Animales diabólicos? ¿Cómo podían ser diabólicos? Podía decir, creo que este animal es horrible, o creo que este animal es muy peligroso, ¿pero diabólico? No, no. Los animales no pueden ser diabólicos, ni siquiera éstos. El rasgo diabólico está en otra parte: en sus creadores. No, ni siquiera en sus creadores. También ellos tienen motivos para dejar estas bestias sueltas por el mundo y los motivos no se basan en simple maldad, a menos que yo esté muy equivocado. ¿Dónde, pues, está lo diabólico? Lo diabólico, meditó Yarmuz, está en todas partes, es un ser escurridizo que se desliza y escabulle entre los átomos del aire que respiramos. Es una corrupción universal en la que todos participamos. Excepto los animales. Excepto los animales.

—¿Cómo es posible —preguntó Yarmuz— que los metamorfos sean capaces de engendrar seres como éstos?

—Los metamorfos son capaces de muchas cosas que nosotros no nos hemos preocupado en conocer, o así lo parece. Han estado muchos años en silencio, criando estos animales, aumentando sus existencias. ¿Se imagina cómo debió ser el lugar donde los tenían encerrados? Un zoo de horrores, únicamente para monstruos. Y ahora han tenido la gran amabilidad de compartir sus animales con nosotros.

—¿Pero cómo podemos estar seguros de que los animales proceden de Piurifayne?

—He investigado meticulosamente los vectores de distribución. Las líneas surgen de la zona suroeste de Ilirivoyne. Esto es obra de los metamorfos, no hay duda de ello. Es simplemente imposible que dos o tres decenas de razas animales nuevas y repulsivas hagan su aparición en Zimroel en el mismo momento mediante mutación espontánea. Sabemos que estamos en guerra: esto son armas, Khitain.

El hombre de más edad asintió.

—Creo que está en lo cierto.

—He reservado lo peor para el finaclass="underline" observe estos animales.

En una jaula de espesa malla metálica, tan fina que se podía ver a través de las paredes, Yarmuz vio una agitada horda de criaturillas aladas que revoloteaban frenéticamente, se golpeaban con los laterales de la jaula, golpeaban ésta furiosamente con sus correosas alas negras, rebotaban, se alzaban de nuevo para continuar intentándolo… Eran animalillos peludos de veinte centímetros de longitud dotados de bocas desproporcionadamente grandes y ojos rojos redondos y chispeantes.

—Jimos —dijo Nayila—. Los capturé en un bosque de duikos cerca de Borgax.

—¿Jimos? —repuso en voz ronca Yarmuz.

—Jimos, sí. Los descubrí cuando devoraban a un par de hermanos del bosque, supongo que después de haberlos matado. Estaban tan atareados comiendo que no me vieron llegar. Los dejé atontados con aerosol para capturas y los recogí. Algunos despertaron antes de que los metiera en una caja. Tengo suerte de conservar los dedos, Yarmuz.

—Conozco a los jimos —repuso Khitain—. Miden cinco centímetros de largo, y poco más de un centímetro de grueso. Éstos son como ratas.

—Cierto. Ratas que vuelan. Ratas que comen carne. Jimos gigantes y carnívoros, ¿eh? Jimos que no sólo muerden, jimos capaces de dejar en los huesos a un hermano del bosque en diez minutos. ¿No le parecen encantadores? Imagine un enjambre en Ni-moya. Un millón, dos millones, una densa nube de mosquitos en el aire. Descienden en picado. Devoran todo lo que encuentran a su paso. Una nueva plaga de langosta… de langosta que se alimenta de carne…

Yarmuz notó que cada vez estaba más paralizado. Había visto demasiadas cosas ese día. Su cerebro estaba saturado de horror.

—Harían que la vida fuera muy difícil —replicó mansamente.

—Cierto. Muy difícil, ¿no? Tendríamos que vestirnos con armaduras. —Nayila se echó a reír—. Los jimos son la obra maestra de los metamorfos, Khitain. No hacen falta bombas si puedes lanzar roedores voladores y mortíferos contra tu enemigo. ¿Eh? ¿Eh?

Yarmuz no contestó. Contempló la jaula de los encolerizados jimos como si contemplara un pozo que llegaba hasta el núcleo del planeta.

Escuchó el griterío a lo lejos.

—¡Thallimon! ¡Thallimon! ¡Lord Thallimon! Nayila frunció el ceño. Aguzó el oído, hizo un esfuerzo para entender las palabras.

—¿Thallimon? ¿Es eso lo que están gritando?

—Lord Thallimon —dijo Khitain—. La nueva Corona. La más nueva de entre las nuevas. Apareció hace tres días y todas las noches se celebran grandes manifestaciones en su favor cerca de Vista Nissimorn.

—Aquí había trabajado un tal Thallimon. ¿Se trata de algún pariente de aquel hombre?

—Es el mismo hombre —dijo Khitain. Vingole Nayila quedó atónito.

—¿Qué? Hace seis meses limpiaba de estiércol las jaulas del zoo, ¿y ahora es la Corona? ¿Cómo es posible?