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—Ahora cualquier persona puede ser Corona —replicó Yarmuz sin alterarse—. Pero sólo durante una o dos semanas, por lo que parece. Su turno podría llegar pronto, Vingole. —Contuvo la risa—. O el mío.

—¿Cómo ha sucedido esto, Yarmuz?

El cuidador se encogió de hombros. Con un amplio gesto de su mano señaló los animales recién capturados por Nayila, los haigus gruñones de tres cuernos, el canavongo de un solo ojo, el dhumkar enano, los jimos: todos eran grotescos y atemorizadores, todos estaban tensos a causa de su furia y sus oscuros deseos.

—¿Cómo ha sucedido todo esto? —inquirió—. Si rarezas como éstas andan sueltas por el mundo, ¿por qué no nombrar monarcas a los barrenderos? Primero malabaristas, luego barrenderos, después zoólogos, quién sabe. Bien, ¿por qué no? ¿Qué le parece? «¡Vingole! ¡Lord Vingole! ¡Viva lord Vingole!»

—Basta, Yarmuz.

—Usted ha estado en la selva con sus jimos y sus manculainos. Yo he tenido que presenciar lo que ocurría aquí. Estoy muy cansado, Vingole. He visto demasiadas cosas.

—¡Lord Thallimon! ¡Imagíneselo!

—Lord fulano, lord mengano, lord zutano… Una plaga de monarcas todos los meses, y además un par de pontífices. No duran mucho. Pero esperemos que Thallimon resista más. Por lo menos protegerá el parque.

—¿Contra qué?

—Contra un asalto de la chusma. Allí abajo hay gente hambrienta y aquí arriba seguimos dando de comer a los animales. Me aseguran que los agitadores de la ciudad están incitando a la gente a irrumpir en el parque y hacer una matanza para obtener carne.

—¿Habla en serio?

—Al parecer ellos hablan en serio.

—¡Pero estos animales no tienen precio, son insustituibles…!

—Explíquele eso a un hombre que se muere de hambre —dijo tranquilamente Khitain. Nayila lo miró fijamente.

—¿Y cree realmente que este lord Thallimon contendrá a la chusma, si deciden asaltar el parque?

—Trabajó aquí antes. Thallimon conoce la importancia de lo que tenemos en el parque. Debió llegar a tener cierto cariño por los animales, ¿no le parece?

—Ese hombre limpiaba las jaulas, Yarmuz.

—Aunque así fuera…

—También él podría estar hambriento, Yarmuz.

—La situación es mala, pero no tan desesperada. Todavía no. Y en cualquier caso, ¿qué ganarán comiéndose unos animales flacuchos como los sigimoines, los dimiliones y los zampidunos? ¿Una comida para cientos de personas, con un costo tan elevado para la ciencia?

—Las masas no son racionales —dijo Nayila—. Y usted sobrestima al monarca barrendero, me temo. Tal vez odia este lugar, tal vez odiaba su trabajo, a usted, a los animales. Además puede pensar que se anotará puntos políticos si conduce a sus simpatizantes colina arriba para invitarlos a cenar. Él sabe cómo cruzar estas puertas, ¿no?

—Bien… supongo que…

—Todo el personal lo sabe. Saben dónde están los interruptores, saben cómo neutralizar el campo para poder entrar…

—¡Thallimon no hará eso!

—Puede hacerlo, Yarmuz. Tome medidas. Arme a los empleados.

—¿Armar a los empleados? ¿Con qué? ¿Cree que tengo armas aquí?

—Este lugar es único. Si los animales mueren, jamás habrá sustitutos. Tiene usted una responsabilidad que cumplir, Yarmuz.

A lo lejos, aunque no tanto como antes, pensó Khutain, se oyó de nuevo el griterío:

—¡Thallimon! ¡Lord Thallimon!

—Se acercan, ¿no le parece? —dijo Nayila.

—No se atreverá. Thallimon no se atreverá.

—¡Thallimon! ¡Lord Thallimon!

—Los gritos suenan más cerca —dijo Nayila.

Hubo un alboroto en el otro extremo de la sala. Uno de los empleados había entrado corriendo, sin aliento, con los ojos desorbitados y sin dejar de llamar a Khitain.

—¡Cientos de personas! —exclamó—. ¡Miles! ¡Avanzan hacia Gimbeluc!

Khitain sintió una oleada de pánico. Miró a sus ayudantes.

—Comprueben las entradas. Asegúrense de que todas están perfectamente bloqueadas. Después cierren las puertas interiores. Alejen hacia la parte norte del parque, tanto como sea posible, a todos los animales que estén afuera. Tendrán más posibilidades de ocultarse en los bosques que si permanecen aquí. Y…

—Así no logrará nada —dijo Vingole Nayila.

—¿Qué otra cosa podemos hacer? No tengo armas, Vingole. ¡No tengo armas!

—Yo sí.

—¿A qué se refiere?

—He arriesgado la vida mil veces para capturar a los animales de este parque. En especial para capturar a los que he traído hoy. Mi intención es defenderlos. —Se separó de Yarmuz Khitain—. ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Échenme una mano con esta jaula!

—¿Qué está haciendo, Vingole?

—No importa. Preocúpese de las entradas.

Sin esperar ayuda, el zoólogo empujó la jaula de jimos hacia la carretilla flotante en la que habían llegado al edificio. Khitain comprendió de pronto cuál era el arma que Nayila pretendía emplear. Reaccionó con rapidez y cogió por el brazo al hombre más joven. Éste se soltó con facilidad y, haciendo caso omiso de las broncas protestas del cuidador, condujo la carretilla fuera del edificio.

Los invasores urbanos, sin dejar de gritar el nombre de su líder, parecían cada vez más cerca. El parque quedará destruido, pensó Khitain, horrorizado. Y sin embargo… si Nayila pretende realmente…

No. No. Salió corriendo del local, escrutó las sombras del crepúsculo y por fin localizó a Vingole Nayila muy lejos, junto a la entrada este. El cántico sonaba mucho más fuerte.

—¡Thallimon! ¡Thallimon!

Yarmuz vio a la chusma. La gente iba ocupando la amplia plaza situada al otro lado de la entrada del parque, el lugar donde aguardaban los visitantes todas las mañanas hasta la hora de la apertura. Y aquel individuo fantástico vestido con extrañas prendas rojas de bordes blancos… ¿no era Thallimon? En lo alto de algo parecido a un palanquín, agitando frenéticamente los brazos, acelerando el avance de la muchedumbre… El campo de energía que rodeaba el parque era capaz de impedir el paso de algunas personas, o algunos animales, pero no estaba previsto para resistir el empuje de una multitud tan inmensa y enloquecida. En el parque no era normal tener que preocuparse por multitudes inmensas y enloquecidas. Pero en esos momentos…

—¡Retroceded! —gritó Nayila—. ¡No os acerquéis! ¡Os lo advierto!

—¡Thallimon! ¡Thallimon!

—¡Os lo advierto, no os acerquéis!

Nadie le prestaba atención. El gentío avanzó estruendosamente igual que una manada de bidladks enfurecidos, cargó sin preocuparse de lo que había delante. Mientras Yarmuz observaba la escena dominado por la desesperación, Nayila hizo una señal a uno de los porteros, que desactivó unos instantes la barrera energética, el tiempo suficiente para que el zoólogo empujara la jaula en dirección a la plaza, arrancara el pestillo que sujetaba la puerta y retrocediera hasta la seguridad del nebuloso fulgor rosado.

—No —murmuró Yarmuz—. Ni aunque sea para defender el parque… no… no…

Los jimos salieron de la jaula con tal rapidez que se confundían unos con otros: un río aéreo de piel dorada y alas que se agitaban frenéticamente.

Ascendieron diez o quince metros y acto seguido cambiaron de dirección y cayeron con terrible fuerza e implacable voracidad sobre la vanguardia de la muchedumbre, igual que si hubieran estado meses sin comer. Al principio los atacados no comprendieron qué estaba sucediendo. Trataron de deshacerse de los jimos con irritados manotazos, como alguien que intenta librarse de un insecto fastidioso. Pero librarse de aquellos animales no era tan fácil. Los jimos cayeron en picado, arrancaron tiras de carne, ascendieron para devorar la carne en el aire y descendieron otra vez. El flamante lord Thallimon, brotándole sangre de una decena de heridas, cayó del palanquín y quedó tendido en el suelo. Los atacantes se reagruparon y cargaron de nuevo contra los componentes de la primera línea que ya estaban heridos: les mordieron sin cesar, a conciencia, sacudieron sus bocas y desprendieron fragmentos de músculos y de los tejidos más blandos que ocultaban éstos.