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—No —repetía Yarmuz—. No, no, no…

Los furiosos animalillos no tuvieron compasión. El gentío emprendió la huida sin dejar de chillar, corriendo en todas direcciones: un caos de cuerpos que topaban mientras buscaban el camino que bajaba hasta Ni-moya. Los caídos se hallaban en charcos de sangre y los jimos atacaban y seguían atacando. En algunos cadáveres se veían ya los huesos, o simples jirones y grumos de carne que también serían arrancados. Khitain oyó sollozos… y tardó unos momentos en comprender que eran suyos.

Por fin acabó todo. Un silencio extraño se adueñó de la plaza. La multitud había huido. Las víctimas tendidas en el pavimento habían dejado de gemir. Los jimos, saciados, sobrevolaron unos instantes el escenario de la matanza dejando oír el zumbido de sus alas. Después, uno tras otro, desaparecieron en la noche en dirección que sólo el Divino conocía.

Yarmuz Khitain, tembloroso e impresionado, se alejó muy despacio de la entrada. El parque estaba a salvo. El parque estaba a salvo. Volvió la cabeza para mirar a Vingole Nayila, que permanecía inmóvil como un ángel vengador con los brazos en jarras y los ojos llameantes.

—No debía haber hecho eso —dijo Khitain, en tono tan apagado a causa de la impresión y el asco que apenas logró pronunciar las palabras.

—Habrían destruido el parque.

—Sí, el parque está a salvo. Pero mire… mire… Nayila hizo un gesto de indiferencia.

—Los advertí. ¿Cómo iba a consentir que destruyeran todo lo que hemos construido aquí, simplemente por un poco de carne fresca?

—No debía haber hecho eso, a pesar de todo.

—¿Eso piensa? No lamento nada, Yarmuz. Nada. —Consideró un instante su respuesta—. Ah, hay una cosa que lamento. Ojalá hubiera tenido tiempo de guardar algunos jimos, para nuestra colección. Pero no había tiempo, los jimos ya están muy lejos y no tengo intención alguna de regresar a Borgax en busca de otros. No lamento otra cosa, Yarmuz. Y además mi única opción era dejarlos sueltos. Han salvado el parque. ¿Cómo iba a consentir que esos locos lo destruyeran? ¿Cómo, Yarmuz? ¿Cómo?

3

Aunque apenas había amanecido, un sol brillantísimo iluminaba las amplias y suaves curvas del valle del Glayge cuando Hissune, que se había levantado muy temprano, salió a la cubierta del barco fluvial que le llevaba de regreso al Monte del Castillo.

Hacia el oeste, en un paraje donde el río formaba un ancho recodo en una zona de cañones aterrazados, todo estaba nebuloso y oculto, como si esa mañana fuera la primera del tiempo. Pero al mirar en dirección opuesta Hissune vio las tejas rojizas de los edificios de la magna ciudad de Pendiwane que relucían con la primera luz del día. Más lejos, río arriba, empezaban a verse las sombras bajas y sinuosas de la zona portuaria de Makroposopos. Más allá estaban Apocrune, Stangard, Falls, Nimivan y el resto de las ciudades del valle, hogar de cincuenta millones o más de personas. Lugares felices donde la vida era fácil. Mas la sombra amenazadora de un caos inminente flotaba sobre esas urbes e Hissune sabía que en todas partes los habitantes del valle aguardaban, inquirían, temían.

Le habría gustado tender sus brazos a toda aquella gente desde la proa del barco fluvial, estrecharlos a todos con un cordial abrazo, gritarles: ¡No temáis nada! ¡El Divino está con nosotros! ¡Todo irá bien! Pero ¿era eso cierto?

Nadie conocía la voluntad del Divino, pensó Hissune. Pero a falta de ese conocimiento, debemos conformar nuestros destinos de acuerdo con nuestro criterio de lo correcto. Tallamos nuestras vidas igual que escultores en la piedra bruta del futuro, hora tras hora, hora tras hora, seguimos el proyecto que abrigamos en nuestros cerebros. Y si el proyecto es sólido y la talla está bien hecha, después del último golpe de cincel el resultado nos parecerá satisfactorio. Pero si el proyecto es chapucero y trabajamos con prisa, bien, las proporciones carecerán de elegancia y el logro será falso. Y si la obra es defectuosa, ¿podemos afirmar que la voluntad del Divino lo ha querido así? ¿O más bien hay que colegir que nuestro plan estaba pobremente concebido?

Mi plan, meditó Hissune, no ha de tener una concepción pobre. De ese modo todo irá bien y se dirá que el Divino estaba con nosotros.

Durante el rápido trayecto fluvial hacia el norte Hissune moldeó y retocó su idea y las ciudades se fueron sucediendo, Jerrik, Ghiseldorn, Sattinor, donde llegaban las aguas del Glayge tras haber descendido las estribaciones del Monte del Castillo. Cuando llegó a Amblemorn, la más meridional de las Cincuenta Ciudades del Monte, el proyecto de lo que debía hacerse estaba claro y firme en la mente del joven príncipe.

En esa ciudad era imposible seguir viajando por el río, ya que Amblemorn era el punto donde nacía el Glayge de la confluencia del sinfín de afluentes que bajaban caudalosamente el Monte, y ninguno de estos ríos tributarios era navegable. En consecuencia Hissune prosiguió en flotacoche el viaje monte arriba, cruzó el anillo de las Ciudades de la Ladera, el de las Ciudades Libres y el de las Ciudades Guardianas, pasó por Morvole, urbe natal de Elidath, Normork la de la gran muralla y la gran puerta, Huyn, donde todas las hojas de los árboles eran de color escarlata, púrpura, rubí o bermellón, Greel la de la empalizada de cristal, Sigla Alta la de los cinco lagos verticales… Posteriormente llegaron las Ciudades Interiores, Banglecode, Bombifale, Peritole y muchas más y el grupo de vehículos flotantes continuó a buen ritmo el ascenso de la enorme montaña.

—Esto supera mi imaginación —dijo Elsinome, que viajaba en compañía de su hijo.

La mujer jamás se había aventurado a salir del Laberinto e iniciar sus viajes por el mundo con el ascenso del Monte del Castillo no era precisamente una minucia. Tenía los ojos abiertos como si fuera una niña, observó con deleite Hissune, y algunos días quedaba tan saciado de maravillas que apenas podía pronunciar palabra.

—Espera —dijo Hissune—. No has visto nada todavía.

Después del paso de Peritole llegaron a la llanura de Bombifale, donde se libró en tiempos la batalla decisiva de la guerra de restauración, vieron las torres prodigiosas de la ciudad, y siempre ascendiendo, entraron en la zona de las Ciudades Altas. La carretera de la montaña, construida con relucientes losas rojas, iba de Bombifale a Morpin Alta, atravesaba campos llenos de flores deslumbrantes en el tramo denominado Gran Ruta de Calintane. Finalmente apareció el Castillo de Lord Valentine en la cima, extendiendo sus tentáculos de ladrillo y mampostería sobre picos y peñascos, en mil direcciones distintas.

Cuando el vehículo de cabeza entró en la plaza Dizimaule, cerca del ala sur, Hissune se sorprendió al ver que le aguardaba un comité de bienvenida. Stasilaine estaba en el grupo, con Mirigant, Elzandir y un séquito de ayudantes. Pero no estaba Divvis.

—¿Han salido a aclamarte como Corona? —inquirió Elsinome, y su hijo sonrió y sacudió la cabeza.

—Lo dudo mucho —dijo Hissune.

Mientras cruzaba el embaldosado de porcelana roja en dirección al comité, Hissune se preguntó qué cambios se habrían producido allí durante su ausencia. ¿Acaso Divvis se había proclamado Corona? ¿Acaso Stasilaine y el resto habían ido a recibirle para advertirle que huyera mientras pudiera hacerlo? No, no, todos estaban sonrientes y rodearon y abrazaron alegremente al joven príncipe.