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—¿Usted pretende hacer uso de estos hombres? —dijo el príncipe Nimian de Dundilmir—. ¡Habla casi como la Corona!

—No —contestó Hissune—. Hablo como una de las dos personas que, tal como convinieron anteriormente los aquí presentes, deben tomar la decisión. Y es posible que esté hablando además con demasiada energía, dada la lamentable ausencia de mi señor Divvis. Pero les aseguro una cosa: he meditado mucho este plan y no veo otra opción, sea quien sea el hombre al mando.

—El hombre al mando es lord Valentine —dijo el duque de Halanx.

—En calidad de Corona —convino Hissune—. Pero todos estaremos de acuerdo en que, dada la crisis actual, precisamos un Pontífice que nos guíe realmente, y no simplemente un Pontífice. Lord Valentine, por lo que sé, pretende llegar a la Isla para reunirse con su madre. Propongo que hagamos el mismo viaje, que hablemos con la Corona e intentemos convencerle de la importancia de que dirija el pontificado. Si considera sensatos mis argumentos, Valentine transmitirá sus deseos por lo que al sucesor respecta. La nueva Corona, en mi opinión, debe emprender la tarea de pacificar Piliplok y Ni-moya y obtener el apoyo de los falsos monarcas. Los demás, sugiero, estaremos al mando del ejército que invadirá el territorio metamorfo. Por mi parte me es indistinto quién llevará la corona, Divvis o yo, pero es esencial que iniciemos de inmediato la campaña para restaurar el orden, una tarea enormemente retrasada.

—¿Y deberemos lanzar al aire un real para decidirlo?

La voz sonó de improviso en la entrada del salón.

Divvis, sudoroso, desaseado y todavía con vestimenta de cazador permaneció inmóvil con la mirada fija en Hissune. Éste sonrió.

—Me alboroza volver a verle, caballero Divvis.

—Lamento llegar tan tarde a esta reunión. ¿Estamos formando ejércitos y eligiendo monarcas, príncipe Hissune?

—Lord Valentine debe elegir a la próxima Corona —replicó tranquilamente Hissune—. En usted o en mí, de hecho, recaerá la responsabilidad de formar los ejércitos y dirigirlos. Y pasará algún tiempo, creo, antes de que volvamos a tener ratos libres para divertirnos con pasatiempos como la caza, mi señor. —Señaló la silla desocupada situada ante la mesa de la presidencia—. ¿Tendrá la bondad de sentarse, caballero Divvis? He formulado varias propuestas a los aquí reunidos, propuestas que repetiré si usted me concede unos momentos. Y después podremos tomar decisiones. ¿Tendrá la bondad de sentarse y prestarme atención, mi señor? Por favor…

4

Hubo que echarse al mar otra vez: calinas y bochorno, el viento feroz de Suvrael a la espalda y una corriente del suroeste rápida e incesante que empujaba velozmente las naves hacia latitudes septentrionales. Valentine captó otras corrientes, más turbulentas, las corrientes que asolaban su espíritu. Las palabras del primer consejero, Hornkast, durante el banquete que le ofrecieron en el Laberinto seguían resonando como si las hubiera oído hacía veinticuatro horas y no los mil años que parecían.

La Corona es la personificación de Majipur. La Corona es Majipur personificado. Él es el mundo, el mundo es la Corona.

Sí. Sí.

Y mientras recorría sin cesar la faz del mundo, del Monte del Castillo al Laberinto, del Laberinto a la Isla, de la Isla a Piliplok, a Piurifayne, a Bellatule, de Bellatule a Suvrael y, por fin, de Suvrael a la Isla, el espíritu de Valentine iba haciéndose cada vez más permeable a la angustia de Majipur. Su mente era más sensible al dolor, la confusión, la locura y el horror que estaba desgarrando al hasta entonces más feliz y pacífico de los planetas. Día y noche se veía anegado por los flujos de veinte mil millones de almas atormentadas. Y acogía gustosamente todo ello, aceptaba y absorbía todo cuanto Majipur tenía que verter en su interior, buscaba de buena gana métodos para aliviar el dolor. Pero la tensión estaba fatigándole. Lo que le llegaba era inundante, no podía procesarlo e integrarlo todo y con frecuencia quedaba desconcertado y abrumado. Y era imposible huir, puesto que él era un Poder del reino y tenía responsabilidades que no podía rechazar.

Durante toda la tarde había permanecido solitario en cubierta, mirando al frente, y nadie osó acercarse a él, ni siquiera Carabella, tan enorme era la esfera de aislamiento en la que Valentine se había encerrado. Cuando por fin se aproximó Carabella, la mujer lo hizo con aire vacilante, con timidez, en silencio. Valentine sonrió, la atrajo hacia sí y quedaron cadera contra cadera y el hombro de Carabella bajo la axila de él. Pero la Corona siguió mudo, ya que momentáneamente se había trasladado a un mundo sin palabras en el que se sentía tranquilo, en el que las partes erosionadas de su espíritu podían empezar a sanar. Sabía que podía confiar en Carabella, que ella no se entrometería.

Al cabo de un rato Carabella miró hacia el oeste y contuvo el aliento bruscamente, sorprendida. Pero guardó silencio a pesar de todo.

—¿Qué has visto, amor mío? —preguntó Valentine como si estuviera muy lejos.

—Un bulto. Con forma de dragón, eso creo. Valentine no contestó.

—¿Es posible, Valentine? —dijo ella—. Nos aseguraron que no hay dragones en estas aguas en esta época del año. ¿Qué es lo que veo, si no es un dragón?

—Ves un dragón.

—Dijeron que no encontraríamos ninguno. Pero estoy segura. Es un bulto oscuro. Algo grande. Nada en la misma dirección que seguimos nosotros. Valentine, ¿cómo puede haber un dragón aquí?

—Hay dragones en todas partes, Carabella.

—¿Lo estaré imaginando? Puede que sólo sea una sombra en el agua… una masa de algas a la deriva, tal vez… Valentine meneó la cabeza.

—Ves un dragón. Un dragón rey, uno de los grandes.

—Lo dices sin mirar, Valentine.

—Sí, pero el dragón está allí.

—¿Lo presientes?

—Lo presiento, sí. Una presencia enorme y pesada. Capto la fuerza de su mente. Su gran inteligencia. Lo he notado antes de que hablaras.

—Estás captando demasiadas cosas últimamente —dijo la mujer.

—Demasiadas —contestó Valentine.

Siguió mirando hacia el norte. El alma inmensa del dragón era como un peso sobre la suya. Su sensibilidad se había desarrollado durante los meses de tensión. Era capaz de proyectar su mente prácticamente sin esfuerzo, le resultaba muy difícil no hacerlo. La distancia ya no constituía una barrera. Captaba todo, incluso los amargos pensamientos de los cambiaspectos y las emanaciones lentas y pulsantes de los dragones marinos.

—¿Qué pretende el dragón, Valentine? ¿Piensa atacarnos?

—Lo dudo.

—¿Tan seguro estás?

—No estoy seguro de nada, Carabella.

Se proyectó hacia la enorme bestia marina. Hizo esfuerzos para alcanzar la mente del dragón con la suya. Durante un instante hubo algo similar a un contacto… una sensación de abertura, de participación. Y después Valentine se vio apartado por un manotazo poderoso, pero sin desdén, sin desprecio. Fue como si el dragón le hubiera dicho. Ahora no, aquí no, todavía no.

—Tienes un aspecto muy extraño —dijo Carabella—. ¿Vas a atacar el dragón?

—No, no.

—Pareces asustado.

—No, asustado no. Sólo intento comprender. Pero no presiento peligro. Sólo gran atención… vigilancia… esa mente potente, nos vigila…

—¿Para enviar informes a los cambiaspectos, tal vez?

—Podría ser, sí.

—Si los dragones y los cambiaspectos están aliados contra nosotros…

—Eso sospecha Deliamber, basándose en las revelaciones de cierta persona a la que ya no podemos interrogar. Creo que puede ser más complejo que eso. Creo que nos costará mucho tiempo comprender qué es lo que une a cambiaspectos y dragones marinos. Pero te lo aseguro, no presiento peligro alguno.