—Eso he notado —dijo la Dama—. Las últimas semanas he captado su fuerza saliendo a torrentes de Suvrael, como nunca antes. Ha emprendido un ataque vigoroso. Igual que yo, por medios más suaves. Pero no será suficiente. El mundo se ha vuelto loco, Valentine. La estrella de nuestros enemigos asciende y la nuestra se esfuma, y los que gobiernan el mundo no son el Pontífice y la Corona, sino el hambre y el miedo. Notas que la locura te comprime, te envuelve, amenaza con llevarse todo por delante.
—¿Vamos a fracasar, madre? ¿Es eso lo que estás diciendo? ¿Tú, la fuente de la esperanza, la que aporta consuelo?
El anterior temple de acero apareció en los ojos de la Dama.
—No he hablado de fracaso. Sólo he dicho que el Rey de los sueños y la Dama de la Isla no son capaces por sí solos de contener el torrente de insensateces.
—Hay un tercer Poder, madre. ¿O piensas que no estoy capacitado para librar esta batalla?
—Estás capacitado para cualquier cosa que desees lograr, Valentine. Pero ni siquiera tres poderes bastan. Un gobierno débil no puede hacer frente a una crisis como la que nos afecta.
—¿Débil?
—Se apoya en tres patas. Deberían ser cuatro. Es hora de que el viejo Tyeveras concilie el sueño.
—Madre…
—¿Cuánto tiempo vas a evadir tu responsabilidad?
—¡No evado nada, madre! Pero si me encierro en el Laberinto, ¿con qué finalidad será?
—¿Piensas que los pontífices son inútiles? Qué extraña opinión debes tener sobre nuestra sociedad, puesto que piensas así.
—Entiendo el valor que tiene el Pontífice.
—Pero tú has gobernado sin Pontífice durante todo tu reinado.
—No soy culpable de que Tyeveras fuera un hombre senil cuando accedí al trono. ¿Qué debía hacer, trasladarme al Laberinto inmediatamente después de la coronación? No he tenido Pontífice porque no había ninguno. Y no era el momento apropiado para ocupar el lugar de Tyeveras. Tenía tareas más visibles que hacer. Las sigo teniendo.
—Debes dar un Pontífice a Majipur, Valentine.
—Aún no. Aún no.
—¿Cuánto tiempo seguirás diciendo eso?
—Debo continuar siendo visible. Mi intención es ponerme en contacto con la Danipiur, como sea, madre, y convencerla para que nos aliemos contra ese Faraataa, nuestro enemigo, que destruirá el mundo entero con el pretexto de recuperarlo para su pueblo. Y si estoy en el Laberinto, ¿cómo quieres que…?
—¿Estás diciendo que irás por segunda vez a Piurifayne?
—Eso sería fracasar por segunda vez. En cualquier caso me parece básico negociar con los metamorfos. La Danipiur debe comprender que yo no soy como los reyes del pasado, que reconozco otras verdades. Que estoy convencido de que no podemos seguir escondiendo a los metamorfos, sino que debemos reconocer su existencia y admitirlos en nuestro ambiente, e incorporarlos a la vida común.
—¿Y sólo lo puedes hacer siendo Corona?
—Estoy seguro, madre.
—En ese caso, vuelve a examinar tus convicciones —dijo la Dama en tono inexorable—. Si realmente son convicciones y no simple aborrecimiento del Laberinto.
—Detesto el Laberinto y no es ningún secreto. Pero iré allí, obediente pero no gustosamente, cuando llegue el momento. Afirmo que el momento no ha llegado. Tal vez esté cerca, pero no ha llegado.
—Que no tarde en llegar. Que Tyeveras descanse por fin, Valentine. Y que sea pronto.
5
Un triunfo pequeño, pensó Faraataa, pero digno de saborearse: una invitación para reunirse con la Danipiur. Proscrito durante muchos años, yendo miserablemente de un lado a otro de la jungla, muchos años soportando burlas cuando no indiferencia y ahora la Danipiur le invitaba con la mayor cortesía y diplomacia a visitarla en la Casa de los Oficios de Ilirivoyne.
Al principio había tenido la tentación de variar la cita y comunicar altivamente a la Danipiur que viniera ella a Nueva Velalisier. Al fin y al cabo se trataba de una simple funcionaria tribal cuyo título no tenía antecedentes en la época anterior al Exilio mientras que él, por aclamación multitudinaria, era el Príncipe Venidero y el Rey Real, que a diario hablaba con los reyes acuáticos y contaba con apoyos mucho más intensos que los de la Danipiur. Pero luego consideró la efectividad de marchar hacia Ilirivoyne al frente de sus miles de seguidores a fin de que la Danipiur y todos sus lacayos comprobaran el poder que tenía él. Así se hará, pensó. Estaba de acuerdo en ir a Ilirivoyne.
La capital, en su ubicación más reciente, continuaba teniendo una apariencia tosca, imperfecta. Como de costumbre habían elegido un claro del bosque, con un amplio río en las proximidades. Pero las calles eran meras sendas nebulosas, las casas de juncos poseían escasa ornamentación y los techos parecían haber sido tramados con precipitación. Y la plaza situada ante la Casa de los Oficios sólo estaba desbrozada en parte, las enredaderas continuaban serpenteando y enmarañándolo todo. Tan sólo la Casa de los Oficios tenía cierto parecido con la antigua Ilirivoyne. Como era habitual los metamorfos habían aprovechado el edificio de la anterior ubicación de la capital y lo habían erigido de nuevo en el centro de la población, desde donde descollaba sobre el resto del lugar: con sus tres pisos de altura, construido con relucientes postes de bannikop y pulidas tablas de caoba de los pantanos en la fachada, la casa parecía un palacio comparado con las toscas chozas de los piurivares de Ilirivoyne. Pero cuando atravesemos el mar y restauremos Velalisier, pensó Faraataa, construiremos un palacio auténtico con mármol y pizarra, un palacio que será la última maravilla del mundo, y lo decoraremos con los objetos preciosos que traeremos como botín del Castillo de Lord Valentine. ¡Y ese día la Danipiur quedará humillada ante mí!
Pero de momento tenía que respetar el protocolo. Se presentó en la Casa de los Oficios y su cuerpo sufrió los cinco Cambios de Acatamiento; el Viento, las Arenas, la Hoja, el Flujo, la Llama. Se mantuvo en el Quinto Cambio hasta que llegó la Danipiur. Ésta reflejó asombro un brevísimo momento dada la cantidad de los que habían acompañado a la capital al caudillo metamorfo; la multitud atestaba la plaza y se extendía hasta más allá de los confines de la ciudad. Pero la Danipiur se recobró con rapidez y dio la bienvenida a Faraataa con los tres Cambios de Aceptación: la Estrella, la Luna, el Cometa. Con la última de las transformaciones, Faraataa recuperó su aspecto real y entró en el edificio detrás de la Danipiur. Jamás había estado allí.
La Danipiur se mostró fría, distante, correcta. Faraataa se sintió ligerísimamente admirado (al fin y al cabo aquella hembra había detentado el cargo durante toda su vida), pero reprimió con rapidez la sensación. Esa conducta gallarda, el aplomo total de la Danipiur, todo eso eran armas defensivas, Faraataa estaba convencido de ello.
La anfitriona le ofreció una comida compuesta de calimbotes y ghumba y, para beber, un vino de claro color lavándula que el metamorfo contempló con disgusto, ya que el vino no era una bebida usada por los piurivares en tiempos antiguos. No bebió y ni siquiera alzó la copa a modo de saludo, detalle que no pasó desapercibido.
Una vez concluidas las formalidades la Danipiur inició bruscamente la conversación:
—Quiero a los Invariables tanto como tú, Faraataa. Pero lo que pretendes es irrealizable.
—¿Y qué es lo que pretendo?
—Librar al mundo de ellos.
—¿Crees que eso es irrealizable? —dijo él, en tono de suave curiosidad—. ¿Por qué?
—Son veinte mil millones. ¿Adónde irán?
—¿Acaso no hay otros planetas en el universo? Vinieron de esos planetas, que vuelvan a ellos.