Выбрать главу

Pero eso no era ni mucho menos lo peor.

De las vainas no sólo brotaban simientes sino también un polvillo oscuro que Aximaan conocía perfectamente. Se adentró alocadamente en los campos sin prestar atención a las simientes que chocaban con fuerza punzante contra su piel escamosa. Tras coger una vaina que aún seguía cerrada, Aximaan la abrió y una nube de polvo se alzó hacia su cara. Sí. Sí. ¡Roya de lusavándula! Una sola vaina contenía como mínimo un vaso de esporas y conforme vaina tras vaina iba cediendo al calor del día, las oscuras esporas que flotaban sobre los campos iban transformándose en una mancha bien visible en el aire, hasta que eran barridas por una brisa ligerísima.

Yerewain Noor también comprendía la situación.

—¡Llame a sus peones! —exclamó—. ¡Tiene que quemar todo esto!

—Demasiado tarde —dijo Aximaan en tono sepulcral—. Ya no hay esperanza. Demasiado tarde, demasiado tarde, demasiado tarde. ¿Qué puede frenar a las esporas ahora? —Sus terrenos estaban afectados sin remedio. Y dentro de una hora las esporas se esparcirían por todo el valle—. Es el fin para nosotros, ¿no se da cuenta?

—¡Pero la roya de lusavándula fue eliminada hace tiempo! —Dijo neciamente Noor.

Aximaan Threysz asintió. Lo recordaba muy bien: las hogueras, las rociadas, el cultivo de clones resistentes a la roya, la exclusión de cualquier planta que tuviera disposición genética a cobijar el hongo letal… Hacía setenta, ochenta, noventa años. ¡Cuánto se habían esforzado para librar al mundo de aquella plaga! Y allí estaba de nuevo, en aquellas plantas híbridas. Tan sólo esas plantas en Majipur entero, pensó la metamorfa, eran capaces de ofrecer un hogar a la roya de lusavándula. Sus plantas, cultivadas con tanto cariño, atendidas con tanta pericia. Con sus propias manos había hecho que la roya volviera al mundo, la había dejado libre para arruinar las cosechas de sus vecinos.

—¡Hayn! —bramó—. ¡Hayn! ¿Dónde estás? ¿Qué me has hecho?

Deseó la muerte, en ese mismo momento, allí mismo, antes de que ocurriera lo que tenía que ocurrir. Pero sabía que no iba a tener tanta suerte, puesto que una vida prolongada había sido su bendición y ahora era su maldición. El ruido de las vainas al reventar resonaba en sus oídos como las armas de un ejército lanzado al ataque violentamente por todo el valle. He vivido un año de más, pensó: el tiempo suficiente para ver el fin del mundo.

5

Hissune inició su trayecto descendente, sintiéndose ajado, sudoroso y aprensivo, cruzó pasadizos y pozos de ascensor que conocía desde que nació y pronto dejó atrás el mundo andrajoso del anillo más exterior. Descendió nivel tras nivel entre prodigios y maravillas que desde hacía años no había vuelto a mirar: la Mansión de las columnas, el Corredor de los Vientos, el Paraje de las Máscaras, la Mansión de las Pirámides, la Mansión de los Globos, la Arena, la Casa de los Archivos. Allí llegaban personas procedentes del Monte del Castillo, de Alaisor, de Stoien, incluso de la fabulosa Ni-moya, en el otro continente, la increíblemente lejana Ni-moya, y erraban aturdidas y estupefactas, desorientadas y admiradas por el ingenio que había ideado y construido esplendores arquitectónicos tan extraños y a tantos metros bajo la superficie. Pero para Hissune se trataba únicamente del Laberinto, triste y temible. Él no veía allí encanto o misterio: era simplemente su hogar.

La gran plaza pentagonal situada frente a la Casa de los Archivos señalaba el límite inferior de la zona pública del Laberinto. Más abajo, todo estaba reservado para los funcionarios de la administración civil. Hissune pasó bajo la gran pantalla verde brillante situada en el muro de la Casa de los Archivos y que relacionaba todos los pontífices, todas las coronas. Las dos filas de inscripciones se extendían prácticamente más allá del alcance de la vista más aguda. En alguna parte muy alta aparecían los nombres de Dvorn, Melihand, Barhold y Stiamot, personajes de hacía milenios, y abajo estaban los rótulos de Kinniken, Ossier, Tyeveras, Malibor, Voriax y Valentine. Y ya al otro lado del registro imperial, Hissune presentó sus credenciales a los yorts enmascarados y de cara hinchada que vigilaban la entrada, tras de lo cual se adentró en los parajes más hondos del Laberinto. Las conejeras y madrigueras de la burocracia de clase media, las plazoletas de los altos cargos, los túneles que conducían a los dispositivos de ventilación de los que el Laberinto entero dependía… Fue obligado a detenerse en los numerosos puntos de control y se le pidió identificación. En el sector imperial consideraban muy serios los problemas de seguridad. En algún punto de aquellas profundidades tenía su cubil el Pontífice: una inmensa esfera de vidrio, eso se decía, en la que permanecía entronizado el viejo y loco monarca entre la red de mecanismos de sustento vital que le habían permitido vivir cuando normalmente habría muerto ya hacía años. ¿Temen la llegada de asesinos?, se preguntó Hissune. Si lo que había oído era cierto, sería simplemente un acto misericordioso por parte del Divino desacoplar al anciano Pontífice y dejar que el pobre Tyeveras volviera por fin a la Fuente. Hissune era incapaz de imaginar un motivo para que Tyeveras siguiera viviendo de esa forma, década tras década, en tal estado de locura, en tal situación de senilidad.

Finalmente, jadeante e irritado, Hissune llegó al umbral del Gran Salón en las profundidades extremas del Laberinto. Había llegado horriblemente tarde, quizá con una hora de retraso.

Tres skandars colosales e hirsutos con el uniforme de la guardia de la Corona le cerraron el paso. Hissune, encogido por las miradas feroces y desdeñosas de las gigantescas criaturas de cuatro brazos, tuvo que contener el impulso de caer de rodillas y suplicar indulgencia. Sin saber cómo recobró mínimamente su dignidad y, esforzándose en corresponder con una mirada igualmente altanera (tarea ni mucho menos fácil, teniendo que soportar el examen de criaturas de casi tres metros de altura), se anunció como miembro de la comitiva de lord Valentine e invitado al banquete.

Casi esperaba que los otros prorrumpieran en carcajadas y le echaran a golpes como si fuera un insecto ruidoso e insignificante. Pero no fue así: los skandars examinaron la hombrera del joven con semblantes graves, consultaron ciertos documentos, le honraron con exageradas reverencias y le permitieron pasar por la enorme entrada provista de bordes de bronce.

¡Por fin! ¡El banquete ofrecido por la Corona!

Al otro lado de la puerta se hallaba un yort de resplandeciente vestimenta poseedor de unos ojos dorados y saltones y unos bigotes anaranjados, como pintarrajeados, que sobresalían de su rostro grisáceo y escabroso. Este personaje de apariencia asombrosa era Vinorkis, el mayordomo de la Corona, y saludó al joven con un gesto desmesuradamente ceremonioso.

—¡Ah! —exclamó—. ¡El Iniciado Hissune!

—Todavía no soy Iniciado —intentó explicarle Hissune, pero el yort ya se había vuelto con aire majestuoso para dirigirse a la mesa central, y no miró hacia atrás. Hissune lo siguió con torpes zancadas.

Se sintió desorbitadamente llamativo. Cerca de cinco mil personas ocupaban el salón, sentadas ante mesas redondas suficientes para diez comensales, y el joven supuso que todos los ojos estaban fijos en él. Para su horror, apenas había dado veinte pasos cuando oyó risas, flojas al principio, más animadas después y finalmente oleadas de júbilo que brotaban por todas partes del salón y chocaban contra él con fuerza demoledora. Jamás había escuchado un sonido tan impresionante y atronador: así imaginaba él que sonaban las olas al estrellarse en algún acantilado del norte.