La mirada de lord Valentine pareció dirigirse al interior de la misma Corona y durante unos prolongados instantes de silencio aparentó estar meditando en todo lo que había dicho Hissune. Este lo observó con atención. Había algo muy fastidioso en la forma austera y comedida con que le interrogaba la Corona: parecía obvio que lord Valentine sabía tanto como Hissune cuál iba a ser el final de la conversación e Hissune sintió pánico al pensar en ese momento. Pero la hora de la verdad, comprendió Hissune, había llegado ya. Los ojos de la Corona cobraron un brillo extraño cuando centró de nuevo su atención en el joven.
—¿Propuso alguna otra cosa el consejo de regencia, príncipe Hissune?
—Una cosa más, mi señor.
—¿Qué cosa?
—Que el comandante en jefe del ejército que ocupe Piliplok y otras ciudades rebeldes sea una persona que ostente el título de Corona.
—Acabas de decirme que la Corona será el comandante supremo.
—No, mi señor. El comandante supremo debe ser el Pontífice.
El silencio que siguió a esas palabras pareció durar mil años. Lord Valentine permaneció prácticamente paralizado: podía ser una estatua, excepto por el ligero temblor de sus párpados y de algún músculo de sus mejillas. Hissune aguardó en tensión, sin atreverse a intervenir. Hecho ya lo que tenía que hacer, le asombró su temeridad al presentar ese ultimátum a la Corona. Pero ya estaba hecho. Era imposible volverse atrás. Si lord Valentine, furioso, le degradaba y le obligaba a mendigar de nuevo en las calles del Laberinto, no tenía importancia: ya estaba hecho, era imposible volverse atrás.
La Corona se echó a reír.
Fue una risa que brotó de algún punto muy profundo de su ser y con la fuerza de un geiser pasó de su pecho a sus labios: una carcajada ululante y estruendosa, un sonido más propio de un gigante como Zalzan Kavol o Lisamon Hultin que del apacible lord Valentine. La risa siguió y siguió, hasta que Hissune empezó a temer que la Corona hubiera renunciado a la cordura. Pero en ese momento cesaron las risotadas, rápida y bruscamente, y de la extraña jovialidad de lord Valentine sólo quedó una sonrisa rara, rutilante.
—¡Bien hecho! —exclamó—. ¡Ah, bien hecho, Hissune, bien hecho!
—¿Mi señor?
—Y dime, ¿quién va a ser la nueva Corona?
—Mi señor, debéis entender que se trata únicamente de propuestas… en pro de una mayor eficacia del gobierno en esta época de crisis…
—Sí, claro. ¿Y quién, vuelvo a preguntarte, será propuesto en pro de una mayor eficacia?
—Mi señor, la elección del sucesor siempre incumbe a la anterior Corona.
—Así es. Pero los candidatos… ¿acaso no deben proponerlos los príncipes y sumos consejeros? Elidath era el heredero presunto… Pero Elidath, como supongo debes saber, murió. De modo que… ¿quién será, Hissune?
—Se discutió sobre varias personas —se apresuró a replicar Hissune. Apenas le era posible mirar a los ojos a lord Valentine—. Si esto os resulta ofensivo, mi señor…
—Varias personas, sí. ¿Quiénes?
—Mi señor Stasilaine, por ejemplo. Pero él anunció inmediatamente que no tenía deseo de ser Corona. Mi señor Divvis, el segundo…
—¡Divvis no debe ser Corona, nunca! —respondió bruscamente lord Valentine, al tiempo que miraba a la Dama—. Tiene todos los defectos de mi hermano Voriax y ninguna de sus virtudes. Excepto el valor, tal vez, y un temperamento bastante enérgico. Cualidades que son insuficientes.
—Hubo otra propuesta, mi señor.
—¿Tú, Hissune?
—Sí, mi señor —dijo Hissune, pero pronunció las palabras en un murmullo apagado—. Yo. Lord Valentine sonrió.
—¿Y aceptarías?
—Si me lo plantean, mi señor, sí. Sí.
Los ojos de la Corona se centraron intensamente en los de Hissune, que resistió sin inmutarse el brutal examen.
—Bien, de modo que no hay ningún problema, ¿eh? Mi madre quiere ascenderme. El consejo de regencia quiere ascenderme. Seguramente hasta el viejo Tyeveras querría ascenderme.
—Valentine… —intervino la Dama, muy seria.
—No, todo está bien, madre. Comprendo que debe ser así. No puedo seguir dudando, ¿no es cierto? Por lo tanto acepto mi destino. Haremos saber a Hornkast que Tyeveras podrá cruzar por fin el Puente del Adiós. Tú, madre, podrás librarte de tu carga, cosa que sé deseas hacer, y retirarte a la tranquilidad de la vida de una ex Dama. Y vos, Elsinome: vuestra tarea no ha hecho más que empezar. Igual que la tuya, Hissune. Bien, todo está decidido. Tal como se pretendía aunque quizá más pronto de lo que yo esperaba.
Hissune, que contemplaba atónito y perplejo a la Corona, vio el cambio que se operaba en aquel rostro: la brusquedad, aquella ferocidad tan anormal desapareció en el semblante de lord Valentine y en sus ojos asomó el sosiego, la cordialidad y la dulzura del Valentine anterior. Y la sonrisa fantasmagórica, rígida y chispeante, tan parecida a la de un demente, fue sustituida por la del anterior Valentine, amable, tierna, cariñosa.
—Está decidido —dijo tranquilamente Valentine. Alzó sus manos y, tras formar con ellas el gesto del estallido estelar, exclamó—: ¡Viva la Corona! ¡Viva lord Hissune!
7
Tres de los cinco grandes ministros del Pontificado se hallaban ya en la sala de reuniones cuando llegó Hornkast. En el centro, como siempre, ocupaba su asiento el gayrog Shinaam, ministro de asuntos exteriores; su lengua bífida fluctuaba nerviosamente, como si el gayrog creyera que la sentencia de muerte que estaban a punto de aprobar no afectaba a la anciana criatura a la que había servido durante tanto tiempo sino a él mismo. Junto a él se encontraba la silla desocupada del médico Sepulthrove y más a la derecha la de Dilifon, un hombrecillo arrugado y paralítico que ocupaba acurrucado su sillón de aspecto real, aferrado a los brazos del mismo para no caer; pero sus ojos ardían con un fuego que Hornkast no veía desde hacía años. Al otro lado de la sala estaba Narrameer, la intérprete de sueños, irradiando tétrica morbosidad y terror pese al disfraz de belleza brujesca, absurdamente voluptuosa, con la que vestía su cuerpo centenario. ¿Cuánto tiempo, se preguntó Hornkast, habrán aguardado este día los aquí presentes? ¿Y qué disposiciones habrán tomado en sus almas para la época que se aproxima?
—¿Dónde está Sepulthrove? —preguntó Hornkast.
—Con el Pontífice —dijo Dilifon—. Fue llamado al salón del trono hace una hora. El Pontífice ha vuelto a hablar, eso nos han informado.
—Qué extraño que yo no recibiera aviso —comentó Hornkast.
—Sabíamos que usted había recibido un mensaje de la Corona —dijo Shinaam—. Creímos preferible no molestarle.
—Ha llegado el día, ¿no es cierto? —preguntó Narrameer muy tensa con el cuerpo echado hacia adelante y sin dejar de pasarse los dedos por su espeso y lustroso cabello.
Hornkast asintió.
—Ha llegado el día.
—Cuesta creerlo —intervino Dilifon—. ¡La farsa duraba tanto que parecía no tener fin!
—Hoy finaliza —dijo Hornkast—. Aquí está el decreto. Con un redactado muy elegante, a decir verdad.
—Me gustaría saber —expuso Shinaam, tras reírse roncamente— qué clase de frases se usan para condenar a muerte a un Pontífice en funciones. Se trata de un documento que será muy analizado por generaciones futuras, así lo creo.
—El decreto no condena a muerte a nadie —dijo Hornkast—. No contiene órdenes. Es simplemente la expresión de pésame de la Corona, lord Valentine, por el fallecimiento de su padre y del padre de todos nosotros, el gran Pontífice Tyeveras.
—¡Ah, es más astuto de que lo que yo creía! —exclamó Dilifon—. ¡Sigue teniendo limpias las manos!
—Siempre las ha tenido limpias —afirmó Narrameer—. Dígame, Hornkast: ¿quién será la nueva Corona?