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Del Pontífice brotó una última andanada de palabras:

—Vida. Majestad. Muerte. ¡Valentine Pontífice de Majipur!

Se produjo un silencio terrible.

—Ahora mismo —dijo Hornkast.

8

Los interminables viajes por mar. En ese momento navegaban una vez más hacia Zimroel tras abandonar la Isla: Valentine empezaba a pensar que en una de sus vidas anteriores debía haber sido el legendario capitán Sinnabor Lavon, el hombre que se hizo a la mar con la idea de efectuar la primera travesía del Gran Océano y renunció al proyecto al cabo de cinco años, y que tal vez por ese motivo había sido condenado a volver a nacer y seguir navegando sin rumbo, sin tan sólo una pausa para descansar. Pero Valentine no se sentía fatigado y no ansiaba renunciar a la vida errante que había iniciado. En cierto sentido, de forma extraña e impensada, continuaba efectuando su gran desfile.

La flota, empujada hacia el oeste por vientos favorables, estaba aproximándose a Piliplok. En esta ocasión ningún dragón marino había amenazado o retrasado el viaje y la travesía había sido rápida.

En los mástiles las banderas apuntaban directamente a Zimroeclass="underline" no eran ya los colores verde y oro de la Corona, puesto que en ese momento lord Hissune los utilizaba en su viaje aparte a Zimroel. Los barcos de Valentine lucían los colores rojo y negro del Pontífice, con el símbolo del Laberinto sobrepuesto.

Valentine no se había habituado aún a esos colores, ni al símbolo, ni al resto de alteraciones que se habían producido. Nadie hacía ya el signo del estallido estelar ante él. Bien, poco importaba, siempre había pensado que tales saludos eran absurdos. Ahora no le llamaban «mi señor» cuando conversaban con él, ya que a un Pontífice había que hablarle como «vuestra majestad». Detalle que era indiferente a Valentine, con la salvedad de que desde hacía muchos años sus oídos se habían acostumbrado al reiterado «mi señor» a modo de signo de puntuación, para fijar el ritmo de una frase, y era extraño no escucharlo. No sin dificultades conseguía que alguien le hablara, puesto que todos sabían que la costumbre de tiempos antiguos era dirigirse al primer consejero del Pontífice, nunca al mismo emperador, si bien el Pontífice estaba delante mismo y podía escuchar perfectamente cuanto se decía. Y cuando el Pontífice replicaba lo hacía también indirectamente, por meditación de su consejero. Ése fue el primer hábito pontificio que Valentine rechazó, pero no era fácil lograr que otras personas respetaran el cambio. Había nombrado primer consejero a Sleet, un nombramiento totalmente lógico, pero el ex malabarista tenía prohibido complacerse en la vetusta mascarada de fingir ser las orejas del Pontífice.

De hecho nadie comprendía la presencia de un Pontífice en un barco, expuesto a los vientos fuertes y al brillo y al ardor del sol. El Pontífice era un emperador envuelto en misterio. El Pontífice debía estar fuera del alcance de las miradas. El Pontífice, tal como sabía todo el mundo, debía estar en el Laberinto.

No iré, pensó Valentine.

He entregado mi corona y ahora otro tiene el privilegio de poner «lord» delante de su nombre, y el Castillo será el Castillo de Lord Hissune, suponiendo que él tenga oportunidad de regresar. Pero no pienso vivir bajo tierra, enterrado.

Carabella apareció en cubierta en ese momento.

—Asenhart me ruega te comunique, mi señor, que dentro de doce horas estaremos en aguas de Piliplok, si el viento continúa así.

—Nada de «mi señor» —dijo el Pontífice. Carabella hizo una mueca.

—Me es muy difícil recordarlo, vuestra majestad.

—Igual me pasa a mí. Pero el cambio ya está hecho.

—¿No puedo llamarte «mi señor» ni en casos como éste, cuando estamos a solas? Porque eso eres para mí, mi señor.

—¿Ah, sí? ¿Acaso estoy siempre dándote órdenes, acaso me sirves el vino y me traes las zapatillas como una criada?

—Sabes perfectamente que hablo de otra cosa, Valentine.

—En tal caso llámame Valentine y no «mi señor». Fui tu rey y ahora soy tu emperador, pero no soy tu amo. Eso siempre ha estado claro entre nosotros, o así lo pensaba.

—Creo que sí… vuestra majestad.

Carabella se echó a reír y él la imitó y la estrechó contra su cuerpo.

—Te he dicho muchas veces —comentó Valentine— que tengo ciertos remordimientos, incluso me siento culpable por haberte apartado de una vida de malabarista para ofrecerte las serias responsabilidades del Monte del Castillo. Y a menudo me has contestado, no, no, eso es absurdo, no hay nada que lamentar, yo misma decidí vivir junto a ti.

—Eso opino ciertamente, mi señor.

—Pero ahora soy Pontífice… ¡por la Dama, pronuncio estas palabras y me parece estar hablando en otro idioma…! Soy Pontífice, no hay duda, y ahora pienso una vez más que debo despojarte de las alegrías de la vida.

—¿Por qué, Valentine? ¿Debo entender que un Pontífice ha de renunciar a su esposa? ¡No había oído hablar de esa costumbre!

—Un Pontífice debe vivir en el Laberinto, Carabella.

—¡Otra vez el mismo tema!

—Nunca lo olvido. Y si he de vivir en el Laberinto, bien, también tú habrás de vivir allí y ¿cómo puedo pedirte eso?

—¿Me lo estás preguntando?

—Sabes que no tengo deseo alguno de separarme de ti.

—Ni yo de ti, mi señor. Pero ahora no estamos en el Laberinto y tenía entendido que no planeas ir allí.

—¿Y si tengo que hacerlo, Carabella?

—¿Quién va a obligar a un Pontífice? Valentine sacudió la cabeza.

—¿Pero y si tengo que hacerlo? Sabes tan bien como yo lo poco que me encanta ese lugar. Pero si debo ir, si por razones de estado debo ir, si se presenta la necesidad ineludible de hacerlo, cosa que ruego al Divino no suceda, si llega un momento en que la lógica gubernativa me obliga a enterrarme en ese dédalo…

—Bien, en tal caso te acompañaré, mi señor.

—¿Y renunciarás al viento, a los días soleados, al mar, al bosque y las montañas?

—Estoy segura de que encontrarás algún pretexto para salir de vez en cuando, incluso si crees necesario establecerte allí abajo.

—¿Y si me es imposible?

—Persigues los problemas más allá del horizonte, mi señor. El mundo está en peligro. Te aguardan tareas importantes y nadie va a empujarte hacia el Laberinto mientras esas tareas permanezcan inacabadas. Más tarde habrá tiempo para preocuparse de dónde viviremos y si el sitio nos gustará o no. ¿No es así, mi señor?

Valentine asintió.

—Sí. Multiplico mis pesares de una forma absurda.

—Pero te diré una cosa, y luego dejemos de hablar de esto: si encuentras algún medio de huir del Laberinto para siempre, me alegraré mucho, pero si tienes que ir allí te acompañaré y jamás me arrepentiré. Cuando siendo Corona me hiciste tu consorte, ¿piensas que no comprendí que lord Valentine acabaría siendo un día Valentine Pontífice? Al aceptarte a ti, acepté el Laberinto: igual que tú, mi señor, aceptaste el Laberinto al aceptar la corona que había llevado tu hermano. De modo que olvidemos estos problemas, mi señor.

—«Vuestra majestad» —dijo Valentine. Le pasó un brazo por los hombros y le rozó los labios con los suyos—. Te prometo no seguir cavilando sobre el Laberinto. Y tú has de prometer dirigirte a mí con el título que me corresponde.

—Sí, vuestra majestad. Sí, vuestra majestad. ¡Sí, vuestra majestad!

Y acto seguido Carabella hizo un prodigioso saludo: sus brazos describieron giros y más giros en una imitación excesivamente florida del símbolo del Laberinto.

Al cabo de un rato Carabella bajó a su camarote. Valentine permaneció en cubierta y examinó el horizonte con un catalejo.