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—¿Por qué puente pasaremos, vuestra majestad? —dijo Deliamber.

Había cuatro a la vista: uno de ladrillo, otro formado por arcos de piedra, un tercero fino, reluciente y transparente, como si estuviera hecho de cristal, y el último, el más próximo, una frágil estructura de cables delgados y oscilantes. Valentine los examinó uno tras otro y contempló también las torres de punta cuadrada de Khyntor, al otro lado del río. El puente de los arcos de piedra, observó, parecía estar roto en el centro. Otra tarea para el Pontífice, meditó, al recordar que su título había significado «constructor de puentes» en la antigüedad.

—Hace tiempo conocía los nombres de estos puentes, buen Deliamber —dijo—, pero los he olvidado. Dímelos.

—El de la derecha es el Puente de los Sueños, vuestra majestad. Cerca de nosotros está el Puente del Pontífice y el siguiente es el de Khyntor, al parecer destrozado e inservible. El que hay corriente arriba es el Puente de la Corona.

—¡Bien, pues, vayamos por el Puente del Pontífice! —dijo Valentine.

Zalzan Kavol y varios skandars más se pusieron en cabeza. Detrás marcharon Lisamon Hultin y Valentine, sin apresurar el paso, con Carabella junto a él. Deliamber, Sleet y Tisana se situaron detrás y el resto de la reducida comitiva ocupó la retaguardia. El gentío, más numeroso por momentos, los siguió pero a cierta distancia.

Cuando Valentine se acercaba a la entrada del puente, una mujer delgada y morena, vestida con una descolorida bata anaranjada, se separó de los curiosos y echó a correr hacia el Pontífice.

—¡Majestad! ¡Majestad!—gritó.

La desconocida logró llegar a pocos metros de Valentine antes de que Lisamon Hultin la detuviera, cogiéndola por un brazo y levantándola en alto como si fuera un muñeco.

—No… espere —murmuró la mujer, pensando que Lisamon quería lanzarla hacia la muchedumbre—. No quiero hacer nada malo… tengo un obsequio para el Pontífice…

—Déjala en el suelo, Lisamon —dijo tranquilamente Valentine.

Con semblante serio y suspicaz, Lisamon soltó a la mujer, aunque se situó junto al Pontífice, preparada para intervenir. La desconocida temblaba tanto que a duras penas podía mantenerse en pie. Abrió los labios, pero tardó unos instantes en hablar.

—¿Sois realmente lord Valentine?

—Fui lord Valentine, sí. Ahora soy el Pontífice Valentine.

—Claro, claro. Ya lo sé. Dijeron que habíais muerto, pero yo no lo creí nunca. ¡Nunca! —Inclinó la cabeza—. ¡Vuestra majestad!

Seguía temblando. Tenía un aspecto muy joven, aunque era difícil asegurarlo, ya que el hambre y las calamidades le habían dejado profundas huellas en la cara y su piel era más pálida incluso que la de Sleet. Extendió una mano.

—Me llamo Millilain —explicó—. Deseaba daros esto. En su palma se hallaba algo parecido a una daga de hueso, larga, fina y de punta afiladísima.

—¡Una asesina, ya ves! —rugió Lisamon, y se dispuso a saltar de nuevo sobre la mujer. Valentine alzó la mano.

—Espera —dijo—. ¿Qué tienes ahí, Millilain?

—Un diente… un diente sagrado… del rey acuático Maazmoorn…

—Ah.

—Os protegerá. Os guiará. Se trata del rey acuático más importante. Este diente es muy valioso, vuestra majestad. —Estaba muy agitada—. Al principio pensé que no estaba bien adorar a los reyes acuáticos, que era una blasfemia, un acto criminal. Pero luego volví, escuché, aprendí. ¡Los reyes acuáticos no son diabólicos, vuestra majestad! ¡Son los amos verdaderos! Nosotros les pertenecemos, nosotros y todos los que viven en Majipur. Y os entrego el diente de Maazmoorn, vuestra majestad, el rey más importante, el sumo Poder…

—Deberíamos continuar, Valentine —dijo en voz baja Carabella.

—Sí —repuso el Pontífice.

Extendió la mano y, suavemente, recogió el diente que le ofrecía la mujer. Debía medir veinticinco centímetros, tenía un tacto extraño, frígido, y relucía como si estuviera dotado de fuego interno. Al apretarlo en su mano Valentine creyó oír, sólo durante un momento, el sonido de unas campanas lejanas o algo similar, aunque jamás había escuchado unas campanas con esa melodía.

—Gracias, Millilain —dijo gravemente—. Lo guardaré como un tesoro.

—Vuestra Majestad… —musitó ella, y con pasos vacilantes volvió con el gentío.

Valentine siguió andando, muy despacio, por el puente que llevaba a Khyntor.

La travesía duró una hora o más. Mucho antes de que llegaran al extremo opuesto Valentine vio que la gente se había congregado allí para esperarle. Y no era un gentío normal, advirtió, ya que los hombres que ocupaban las primeras líneas iban vestidos de forma idéntica, con uniformes verde y oro, los colores de la Corona lord Sempeturn.

Zalzan Kavol volvió la cabeza, muy serio.

—¿Vuestra majestad? —dijo.

—Sigue andando —repuso Valentine—. Cuando llegues a la primera hilera de soldados, hazte a un lado y déjame pasar, y quédate conmigo.

Notó que la mano de Carabella apretaba su muñeca a causa del miedo.

—¿Recuerdas los principios de la guerra de restauración —dijo Valentine—, cuando entrábamos en Pendiwane y una milicia de diez mil guerreros nos aguardaba en el portal de la ciudad? Nosotros éramos menos de cien.

—Esto no es Pendiwane. Pendiwane no se había rebelado contra ti. Ningún monarca falso te aguardaba en el portal, sino tan sólo un alcalde provinciano, gordinflón y aterrorizado.

—Es igual —dijo Valentine.

Llegó al extremo del puente. El paso estaba obstaculizado por las tropas de uniformes verde y oro.

—¿Quién eres tú —gritó roncamente un oficial situado en primera línea cuyos ojos chispeaban de miedo—, que osas entrar en Khyntor sin autorización de lord Sempeturn?

—Soy el Pontífice Valentine y no necesito autorización de nadie para entrar en una ciudad de Majipur.

—¡La Corona, lord Sempeturn, no te permitirá pasar de este puente, desconocido! Valentine sonrió:

—¿Cómo es posible que la Corona, suponiendo que sea la Corona, prohíba el paso al Pontífice? ¡Vamos, amigo, apártate!

—No haré tal cosa. Porque tú eres tan Pontífice como yo.

—¿Niegas conocerme? Creo que tu Corona debe hacer lo mismo personalmente —respondió Valentine sin inmutarse.

Avanzó flanqueado por Zalzan Kavol y Lisamon Hultin. El oficial que le había desafiado lanzó miradas de incertidumbre a los soldados situados a izquierda y derecha en la vanguardia. Se irguió rígidamente, los demás lo imitaron y las manos de todos se dirigieron ostentosamente hacia las culatas de las armas que portaban. Valentine siguió avanzando. Los soldados retrocedieron medio paso, luego otro medio paso, sin dejar de mirar severamente a Valentine. Éste no se detuvo. La primera hilera se deshizo y los soldados fueron apartándose a uno u otro lado conforme el Pontífice los acometía rápidamente.

Finalmente se abrió una brecha en las filas de guerreros y apareció frente a Valentine un hombre bajito y corpulento de mejillas curtidas y sonrosadas. Iba ataviado con la vestidura blanca y el jubón verde de la Corona y lucía la corona del estallido estelar, o una copia bastante exacta, sobre su enmarañado cabello negro. Extendió ambas manos con las palmas hacia el puente.

—¡Ya basta! —chilló—. ¡No continúes, impostor!

—¿Y con qué autoridad das esas órdenes —preguntó en tono amistoso Valentine.

—¡Con la mía, porque soy la Corona, lord Sempeturn!

—¿Ah, sí, tú eres la Corona y yo un impostor? No lo tenía entendido así. ¿Y por voluntad de quién eres Corona, lord Sempeturn?

—¡Por voluntad del Divino, que ha decidido enviarme como monarca al Monte del Castillo en esta época de vacancia!

—Comprendo —dijo Valentine—. Pero no hay tal vacancia. Existe una Corona, de nombre lord Hissune, que desempeña el cargo tras ser nombrado legítimamente.