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—Un impostor no puede hacer nombramiento legítimo —replicó Sempeturn.

—Pero yo soy Valentine, el que fue Corona antes que él y el que actualmente es Pontífice… además por voluntad del Divino, como sabe todo el mundo.

Sempeturn sonrió tétricamente.

—¡Eras un impostor cuando afirmaste ser la Corona y eres un impostor ahora!

—¿Es posible? ¿Fui aclamado erróneamente por todos los príncipes y señores del Monte del Castillo, por el Pontífice Tyeveras, descanse en paz en la Fuente, y por mi madre la Dama?

—Afirmo que los embaucaste, y la maldición que ha caído sobre Majipur es la mejor prueba de ello. Porque el Valentine que fue nombrado Corona era un hombre moreno, y mira tu cabello… ¡Reluce como el oro!

Valentine se echó a reír:

—¡Eso es una fábula, amigo! ¡Por fuerza has de conocer el acto de brujería que me privó de mi cuerpo y me introdujo en éste!

—Eso lo dices tú.

—Y así lo creyeron los Poderes del reino.

—En ese caso, eres un maestro del engaño —dijo Sempeturn—. Pero no perderé más tiempo contigo, ya que tengo tareas urgentes. Vete, vuelve a Khyntor Ardiente, sube a bordo de tu barco y navega río abajo. Si mañana a esta hora te encuentran en esta provincia lo lamentarás sentidamente.

—Pronto partiré, lord Sempeturn. Pero antes debo rogarte un servicio. Estos soldados tuyos… ¿los Caballeros de Dekkeret, se llaman? Los necesitamos en el este, en la frontera de Piurifayne, donde la Corona, lord Hissune, está organizando un ejército. Ve a verle, lord Sempeturn. Ponte a sus órdenes. Haz cuanto él te diga. Somos conscientes del gran logro que fue reunir estas tropas y no pensamos privarte del mando sobre ellas: pero debes participar en el esfuerzo conjunto.

—Debes ser un demente —dijo Sempeturn.

—No opino lo mismo.

—¿Dejar la ciudad desprotegida? ¿Alejarme miles de kilómetros para renunciar a mi autoridad ante un usurpador?

—Es preciso, lord Sempeturn.

—¡En Khyntor soy yo el único que decide lo que es preciso!

—Eso debe cambiar —contestó Valentine.

Adoptó fácilmente el estado de concentración requerido y proyectó el zarcillo más fino de su mente hacia Sempeturn. Jugueteó con éste y causó arrugas de confusión en la frente del rubicundo «monarca». Introdujo en la mente de Sempeturn la imagen de Dominin Barjazid con el cuerpo que en tiempos le había pertenecido.

—¿Reconoces a ese hombre, lord Sempeturn?

—Es… es… ¡Es el antiguo lord Valentine!

—No —dijo el Pontífice, y lanzó un rayo de fuerza mental a la falsa Corona de Khyntor.

Sempeturn se tambaleó y estuvo a punto de caer. Se agarró a los soldados de uniforme verde y oro que le rodeaban y el color de sus mejillas aumentó hasta que pareció el tono purpúreo de las cerezas maduras.

—¿Quién es ese hombre? —preguntó Valentine.

—Es el hermano del Rey de los Sueños —musitó Sempeturn.

—¿Y por qué tiene las facciones del antiguo lord Valentine?

—Porque… porque…

—Explícamelo.

Sempeturn se inclinó hasta que se le doblaron las rodillas. Sus temblorosas manos quedaron casi rozando el suelo.

—Porque él hurtó el cuerpo de la Corona durante la época de usurpación y continúa con él… por la misericordia y el designio del hombre al que había destronado…

—Ah. ¿Y quién soy yo?

—Sois lord Valentine —repuso miserablemente Sempeturn.

—Falso. ¿Quién soy, Sempeturn?

—Valentine… Pontífice… Pontífice de Majipur…

—Exacto. Por fin. Y si yo soy Pontífice, ¿quién es Corona?

—El que… vos… digáis, vuestra majestad.

—Yo digo que es lord Hissune, que te aguarda en Ni-moya, Sempeturn. Actúa: reúne a tus caballeros, conduce tu ejército hacia el este, sirve a la Corona como él desea. ¡Actúa, Sempeturn! ¡Actúa!

Lanzó el último rayo de energía a Sempeturn, que se encogió y empezó a temblar y finalmente cayó de rodillas.

—Majestad… majestad… perdonadme…

—Pasaré una o dos noches en Khyntor —dijo Valentine—. Encárgate de que todo esté en orden. Y después creo que proseguiré viaje hacia el oeste, donde me aguardan nuevas tareas.

Se volvió y vio que Carabella le miraba como si le hubieran brotado alas o cuernos. Sonrió y le lanzó un beso. Este trabajo da sed, pensó. Ahora a por un buen vaso de vino, si es que hay vino en Khyntor, ¿no?

Bajó los ojos hacia el diente de dragón que sostenía en una mano, lo acarició y escuchó de nuevo tañidos de campanas. Creyó captar el movimiento de unas alas potentes en su alma. Con sumo cuidado envolvió el diente en un trozo de seda coloreada que cogió de Carabella y se lo entregó a ésta.

—Guárdalo bien, mi señora —le dijo—, hasta que te lo pida. Creo que me será de gran utilidad.

Contempló a la multitud y avistó a Millilain, la mujer que le había regalado el diente. Los ojos de la khyntoreña estaban fijos en el Pontífice y llameaban con aterradora intensidad, como si la extasiada Millilain estuviera observando a un ser divino.

3

Al parecer una discusión ruidosa estaba produciéndose al otro lado de la puerta de su habitación, advirtió Hissune. Se incorporó, frunció el entrecejo, parpadeó para desperezarse. Por el ventanal de la izquierda vio el fulgor rojo del sol matutino muy bajo en el horizonte oriental. Había estado en vela hasta altas horas de la noche, preparando la llegada de Divvis, y no le complació precisamente que le despertaran inmediatamente después del alba.

—¿Quién anda por ahí? —gruñó—. ¿A qué viene tanto alboroto, en nombre del Divino?

—¡Mi señor, tengo que veros ahora mismo! —Era la voz de Alsimir—. ¡Vuestros guardianes afirman que no debéis ser despertado bajo ninguna circunstancia, pero es absolutamente necesario que hable con vos!

Hissune suspiró.

—Creo que ya estoy despierto —dijo—. Entra si no hay más remedio.

Escuchó el ruido de los cerrojos de las puertas. Al cabo de un instante entró Alsimir, con aspecto de enorme agitación.

—Mi señor…

—¿Qué ocurre?

—¡Están atacando la ciudad, mi señor!

De repente Hissune se encontró completamente despierto.

—¿Un ataque? ¿Quién está atacando?

—Unas aves monstruosas —explicó Alsimir—. Con unas alas iguales que las de los dragones marinos, picos como guadañas y garras que chorrean veneno.

—No existen aves de esa especie.

—Deben ser otras criaturas diabólicas de los cambiaspectos. Empezaron a llegar a Ni-moya poco antes del amanecer, por el sur, una bandada numerosa y terrible, a cientos, tal vez miles. Ya han matado a cincuenta personas por lo menos y la situación empeorará conforme avance el día. —Alsimir se acercó a la ventana—. Fijaos, mi señor, ahora mismo algunas están sobrevolando el antiguo palacio ducal…

Hissune quedó atónito. Un enjambre de formas espantosas revoloteaba en el despejado cielo matutino: aves enormes, de mayor tamaño que las gihornas e incluso que las miluftas y mucho más horrendas. Sus alas no eran de ave, se parecían más a los apéndices negros y correosos de los dragones marinos, dispuestos sobre huesos prolongados con apariencia de dedos. Sus picos, perversamente afilados y curvados, eran de color rojo llameante y las garras, muy alargadas, de un brillantísimo tono verde. Descendían en picado ferozmente en busca de presa, arremetían, subían y volvían a atacar mientras abajo, en las calles, la gente corría desesperadamente en busca de refugio. Hissune vio que un incauto, un niño de diez o doce años que llevaba libros escolares bajo el brazo, salía de un edificio y se situaba en la ruta de una de las bestias: el monstruo bajó en picado hasta quedar tres metros sobre el suelo y sus garras atacaron con rapidez y potencia, rasgaron la túnica del infortunado y dejaron una huella de sangre en su espalda. Mientras el ave se apresuraba a ascender, el niño cayó al suelo y sus manos golpearon el pavimento con gestos frenéticos y convulsivos. De pronto quedó inmóvil y otras tres o cuatro aves se abatieron como piedras caídas del cielo, cayendo sobre él con la intención de devorarlo. Hissune maldijo en voz baja.