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La tienda de zapatos de mis abuelos, y este edificio, es uno de los últimos vestigios de los viejos tiempos que quedan en este barrio. Los últimos diez años han transformado la orilla del río, convirtiendo una aglomeración de fábricas y garajes en un lugar de restaurantes de lujo y lofts espaciosos. La costa del río Hudson ha pasado de ser un agreste y liso muro de piedra a un deslumbrante despliegue de edificios modernos hechos de vidrio y metal. Atrás quedaron los peligrosos muelles, los oscuros hacinamientos de barcazas atracadas y los embarcaderos infestados de sucios camiones. Fueron sustituidos por verdes parques, brillantes y coloridas estructuras de madera para que jueguen los niños en zonas de recreo seguras, y cuidados pasajes moteados con hileras de luces azules que se encienden a la primera señal del atardecer.

La abuela llevó muy bien los cambios hasta que los peces gordos decidieron alterar nuestra vista para siempre. Cuando se construyeron tres rascacielos de cristal a un costado, diseñados por el famoso arquitecto Richard Meier, la abuela amenazó con cercar este jardín mediante una alta valla de madera recubierta de densa hiedra, para ahuyentar a los fisgones, pero todavía no lo ha hecho porque parece que nadie se ha mudado a las torres de cristal. Durante meses visité la terraza temerosa de los vecinos, pero nuestro jardín da, hasta el momento, directamente a un apartamento vacío.

Pongo la boquilla cerca de mi cara y me mojo con agua fría, siento el picor del polvo LeClerc mientras se diluye. De pronto, todo el trabajo de Nancy DeFastidio desaparece y la piel queda limpia. Mi cabello se libera en desorden del moño, bajo la fuerza del agua. El Spanx mojado asfixia mi cuerpo como una enredadera. Echo un vistazo alrededor, bajo la boquilla y tiro del sostén del Spanx hacia abajo, doy un tirón al corpiño y enrollo la licra por encima de la cintura y las caderas, pasando por los muslos y las pantorrillas. Me lo quito. La faja completa queda sobre el negro alquitrán del techo y allí parece la silueta de un cuerpo en la escena del crimen, delineada con tiza.

Cierro los ojos y alzo la boquilla por encima de la cabeza, empapando mi cuerpo como hacía con las plantas. El agua fría me sienta estupendamente en la piel desnuda. Cierro los ojos. Revivo una noche de verano igual de calurosa que ésta, hace mucho tiempo, cuando mis hermanas y yo llenábamos una piscina de plástico azul mientras la abuela nos rociaba con la manguera.

De pronto una explosión de luz que llena la terraza. Al principio me quedo confusa. ¿Quizás un helicóptero de la Policía con enormes reflectores surca el cielo para descubrir el tráfico de drogas? Puedo ver los titulares: «MUJER RETOZA DESNUDA BAJO UNA MANGUERA DURANTE UNA REDADA DE CRACK». ¡Pero no hay nada en el cielo! Miro hacia la derecha, ni un movimiento en Perry Street. Miro a la izquierda. Oh, no, en la torre de cristal de Richard Meier, el piso de la cuarta planta, que suele estar vacío, tiene las luces encendidas.

Miro directamente a los ojos de una mujer que me observa. Lleva un traje de verano. Está sorprendida de verme, y no está sola, hay un hombre con ella, alto, bastante guapo, de intensos ojos negros; viste unos pantalones cortos y una camiseta en la que pone «Campari». Hacemos contacto visual pero él me mira de arriba abajo precipitadamente, como si leyera los vuelos de llegada en la pantalla de un aeropuerto. Es entonces cuando recuerdo que estoy desnuda y me lanzo detrás de una alta ristra de tomates.

Me arrastro hacia la puerta mosquitera, pero mientras lo hago, la manguera se exalta, como una astuta serpiente, y lanza un chorro de agua de cualquier manera hacia las alturas y sobre toda la terraza. Gateo de regreso maldiciendo. Tomo la boquilla y luego, agachada, me muevo hacia el grifo, donde, desde un ángulo difícil, giro la manivela hasta que finalmente el agua deja de brotar. Mientras repto hacia la puerta y vuelvo a la seguridad, la luz del piso se apaga y deja en la oscuridad nuestra terraza y, al parecer, la mayor parte de la mitad baja de Manhattan. Con lentitud levanto la cabeza, el piso está vacío ahora, es una caja de cristal en la oscuridad.

Escaleras abajo, la abuela está sentada en su sillón reclinable con los pies en alto. Sus zapatos de charol rojo descansan, con las puntas hacia dentro, cerca de la mesa, y la chaqueta de su traje cuelga con pulcritud del respaldo de una silla. Un vaso helado de limoncello me espera en la encimera.

– Te has dado una ducha.

– Aja. -Ato con un nudo el cinturón de mi albornoz. Le ahorraré a la abuela los detalles de la exhibición de desnudez pública en la terraza.

– Tu cóctel es doble, y el mío también -dice, y me hace una seña para brindar conmigo-. Los pretzels están en la mesa.

Señala su aperitivo favorito, en su versión italiana y esponjosa. Tomo uno y lo parto por la mitad.

– He hablado con tu hermano en la boda. Quiere que rae jubile.

He contenido la rabia todo el día, pero ahora no puedo más y estallo:

– Espero que le hayas dicho a Alfred que se metiera en sus asuntos.

– Valentine, en mi próximo cumpleaños haré ochenta. ¿Cuánto tiempo…? -Se detiene y reconsidera lo que está tratando de decir-. Tú haces casi todo lo que es necesario hacer aquí, en el taller, en la casa, incluso en el jardín.

– Y me gusta mucho, seré una carga para ti el resto de tu vida -bromeo-. La última mujer soltera de nuestra familia que duerme en tu habitación para visitas.

– No por mucho tiempo ni para siempre. Te enamorarás de nuevo -dice, levantando su vaso hacia mí.

La abuela me alienta de una manera muy gentil, sólo cuando estoy sola y reflexiva soy capaz de recordar los pequeños giros de sus frases que me afirman y me ayudan a seguir adelante. Cuando dice «te enamorarás de nuevo», realmente es sincera, reconoce que alguna vez estuve enamorada de un buen hombre, Bret Fitzpatrick, y que fue real. Había planeado un futuro con él y, cuando no funcionó, ella fue la única persona que me dijo que no tenía por qué funcionar. Todos los demás (mis hermanas, mi madre y mis amigos) asumieron que él era poca cosa o que quizás era demasiado o que tal vez el nuestro había sido un primer amor que no estaba destinado a durar, pero nadie fue capaz de ponerlo en perspectiva para que yo pudiera convertirlo en un capítulo más en la historia de mi vida y no en el desenlace definitivo de mi historia amorosa. Confío en la abuela para que alguien me diga la verdad y me dé su opinión desnuda. También necesito su sabiduría. ¿Y su aprobación? Claro, sobre todo eso.

– Me preocupa que te esté limitando. Debes ser joven mientras eres joven.

– Según tía Feen, soy una antigualla.

– Escucha, sólo una anciana puede decirte esto, nadie más tendrá las agallas de decirte la verdad. El tiempo no es tu amigo, es como, no sé… -dice la abuela, mirándose las manos.

– ¿Qué?

– El tiempo es como un hielo en tus manos.

Dejo mi vaso.

– Vale, ahora estoy completamente aterrorizada.

– Demasiado tarde, ya me encargo yo de entrar en pánico por las dos.

– ¿De qué se trata?

– Ay, Val…

El tono de su voz me asusta.

Me mira.

– Hice algunas cosas mal.

– ¿Qué quieres decir?

– Al morir, tu abuelo tenía dos créditos con el edificio como garantía. Yo lo sabía, pero cuando fui al banco para liquidarlos resultó que eran más cuantiosos de lo que pensaba. Así que en vez de pagarlos pedí más dinero para mantener el taller en funcionamiento. Hace diez años creí que con algunos cambios podría obtener mayores beneficios, pero la verdad es que el negocio apenas daba para ir tirando.