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Cuando llegué para trabajar aquí, debería haberme sentado con ella y pedirle que me explicara todo, no sólo la historia de nuestro negocio familiar o los secretos del oficio, sino los hechos que no se discuten, los números, la verdad acerca de lo que se necesita para mantener pujante una pequeña compañía independiente en esta era de comercialización masiva y mano de obra extranjera barata. No lo hice porque estaba en deuda con ella por hacerme su aprendiza y permitirme aprender cómo hacer zapatos. Estaba en deuda con ella y ahora tendré que pagar el precio.

Hubiera hecho las cosas de otra manera si mi mentor no hubiera sido mi abuela. Nunca sentí que podía hacer preguntas, porque ¿quién era yo para hacerlas? Y ahora sé que debería haber preguntado. ¡Tendría que haberme hecho valer! Desperdicié mucho tiempo. Y ahí está la raíz de mi enfado y mi frustración, algo tan obvio que debí haberlo comprendido antes. Me tomé mi tiempo, hasta los treinta, para encontrar mi vocación, y entonces asumí decidida que los detalles se resol-verían solos. Debí haber comenzado a trabajar aquí a tiempo completo cuando era joven y mi abuelo estaba vivo. Debí convertirme en la aprendiz de los dos inmediatamente después de la universidad, en lugar de tomar el desvío de Bret y de una carrera de profesora con la que nunca me comprometí del todo. Quizás así no me encontraría en este apuro.

Soy de aquellas que florecen tardíamente y sé, pues algo entiendo sobre plantas, que en ocasiones las plantas tardías no llegan a florecer. Quizá nunca me convertiré en la artesana que espero ser porque no tendré un maestro que me enseñe ni un lugar donde perfeccionar mi oficio. La zapatería Angelini cerrará y con ella se esfumará mi futuro.

Me metí a medias en el oficio de zapatera cuando debí sumergirme a fondo. Vine los fines de semana y ayudé a trazar los diseños, curtir el cuero, teñir la seda o cortar los ojales; pero, al principio, para mí no era una vocación, fue como si no estuviera obligada a ser zapatera. Sólo quería una excusa para pasar el tiempo con la abuela.

Entonces, como suele suceder, tuve una revelación.

Un sábado por la mañana, cuando todavía daba clases de literatura en el instituto de Forest Hills, vine a ayudar. Cubrí la mesa de cortar con una estupenda pieza de terciopelo, tomé un lápiz y tracé los bordes, marcando dónde irían al final las costuras del zapato. Tracé el diseño por instinto, sin romper el flujo de la línea, como si algo o alguien rae guiara. Tuve una conexión sin esfuerzo con la tarea, vino a mí de manera tan natural como respirar. Había encontrado mi vocación. Sabía que era eso, no más docencia, dejaría atrás esa carrera y mi vida en Queens, y por desgracia, a Bret, que tenía ya su propio plan de vida, que no incluía a una artista combativa con préstamos estudiantiles, sino una vida tradicional, en el centro de la cual habría una madre que se quedaba en casa y criaba a sus hijos mientras él se hacía con Wall Street. Yo no encajaba en esta imagen y él tampoco encajaba en la mía. El amor, decidí entonces, tendría que esperar hasta que yo comenzara de nuevo.

De la cómoda saco mi libreta de dibujo y extraigo el lápiz de su espiral. Abro la libreta de golpe y paso las páginas con mis esbozos de empeines, plantillas, cabezadas y tacones dibujados con vacilación al principio, y con mano firme al final. «Llegaré -pienso, mientras observo los dibujos-. Estoy mejorando, sólo necesito más tiempo».

Paso las páginas y vuelvo a leer las anotaciones que garrapateé en los márgenes: ¿probar piel de cabritilla aquí? ¿Qué tal un elástico ahí? ¿Terciopelo? A lo largo de todas las páginas, el conocimiento impartido por la abuela me proporciona las instrucciones y los datos que necesito en todo momento, ideas que se pueden volver a consultar y a las cuales te puedes remitir día a día, durante la actividad del taller. Finalmente, desemboco en una página en blanco. Escribo:

«Cómo salvar la compañía de zapatos Angelini»

Estoy completamente abrumada. Agrego:

«Desde 1903»

Han pasado ciento cuatro años. Los Angelini recibieron educación, casa y vestido gracias a los beneficios de su tienda de zapatos, una vida formada y financiada con el trabajo de sus propias manos. No puedo dejar que el negocio muera, pero ¿qué significa este negocio ahora en un mundo en el que los zapatos artesanales son un lujo? Elaboramos zapatos tradicionales de boda en un mundo en el que los zapatos se manufacturan y se producen masivamente en cuestión de minutos y son ensamblados con mano de obra barata en fábricas de rincones del mundo que nadie conoce, o peor aún, que lodos pretenden que no existen. Hacer zapatos a mano es un arte antiguo, como soplar vidrio o elaborar edredones o hacer conservas de tomate. ¿Cómo sobrevivir en este mundo contemporáneo sin perder todo lo que mi bisabuelo construyó? Escribo:

«Fuentes de ingresos»

Observo las palabras hasta que mis ojos se empañan. Las únicas personas que conozco con un verdadero conocimiento del dinero y cómo llegar a él son Bret y Alfred, dos hombres a los que preferiría no pedir ayuda. Giro la libreta y la cierro, meto el lápiz de nuevo en la espiral y la arrojo al suelo. Apago la luz. Me vuelvo y tiro de la sábana. «Haré que esto suceda -me prometo a mí misma-. Debo hacerlo».

3 Greenwich Village

BuonItalia es una tienda italiana ubicada en Chelsea Market, un viejo almacén reformado de la calle Quince lleno de tiendas de especialidades en las que se vende de todo, desde tartas de fiesta con la imagen de Scarlett O'Hara (con falda de rayas, al estilo preguerra de secesión, hecha de glaseado) hasta langostas vivas.

El rústico y luminoso edificio es un pequeño centro comercial del buen comer, pero ninguna tienda supera a BuonItalia, que tiene mis artículos favoritos en abundancia, importados de Italia. Se puede encontrar de todo, recipientes gigantes de Nutella (una crema de chocolate hecha de avellanas, no hay nada como extenderla sobre un cruasán recién hecho); la infusión de manzanilla de Bonomelli; la farina Molino Spadoni (la única que la abuela consiente en añadir a la sopa y que yo he comido desde que era una cría) y grandes latas de acciughe salate, anchoas originarias de Sicilia, con las que rellenamos los pimientos y que comemos con pan caliente.

En la parte trasera de la tienda hay varios frigoríficos abiertos, repletos de pasta fresca hecha a mano. Una de las variedades de fideo favoritas de mi abuela está de oferta, spaghetti al nero seppia, un linguini delgado, hecho con la tinta negra del calamar. En el paquete parecen tiras de regaliz salpicadas con harina de maíz. Los preparará con limón fresco, mantequilla y ajo.

Cojo un paquete de rúcula, algunos champiñones blancos y firmes y algunos pimientos asados para elaborar una ensalada. La abuela ama los rizos de chocolate negro Zia Tonia en el helado de vainilla, su propia versión del stracciatella gelato, así que también cojo una tarrina. De camino a la salida rae detengo en la tienda Wine Vault y compro una botella de vigoroso chianti siciliano.