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Mientras camino por Greenwich Street, de regreso al taller, recuerdo que, de pequeña, mi madre no nos permitía ir más al norte de Jane Street, donde el viejo Meatpacking District se mezcla con el residencial West Village. Mi madre creía que si los rápidos camiones de carne no te mataban, lo haría el contacto con los traficantes de droga.

A comienzos de los años ochenta hubo una enorme discusión sobre si los abuelos venderían la tienda y se irían del barrio. Hubo algunos asesinatos sin resolver en los muelles del río Hudson y fiestas que duraban toda la noche en clubs de la West Side Highway que tenían nombres de partes que sólo se oyen durante una colonoscopia. Muchos de los contemporáneos de los abuelos y sus vecinos temían lo peor, vendieron sus edificios a precios de saldo y se mudaron a Long Island, a Connecticut o a la costa de Jersey. La abuela mantiene el contacto con los Kirshenbaums, propietarios de una imprenta en Jane Street y que ahora viven en Connecticut. Los que aguantaron hasta el aburguesamiento de los años noventa han tenido mejor suerte. Mis abuelos aguantaron y ahora la abuela obtendrá las ganancias. Esta franja a lo largo del Hudson se ha convertido en una de las zonas más deseadas y caras de la isla de Manhattan.

Recuerdo que en mi niñez era un área residencial más popular, un barrio de clase trabajadora con un toque de pueblo pequeño. Los jardines no estaban bien cuidados. Si encontrabas algo verde cerca del portal de casa era mera suerte. Los edificios se mantenían, no se renovaban. Las paredes de ladrillo rojo estaban desconchadas y agrietadas, tan azotadas por el viento y la lluvia que eran de un color rosa apagado, mientras que a los escalones de cemento les faltaban trozos, estaban consumidos por el clima, como las orejas de las antiguas estatuas griegas.

En los jardines delanteros solía haber enormes contenedores grises amarrados con cadenas, y bicicletas que colgaban de las alambradas. Ahora esos mismos jardines muestran urnas de mármol rebosantes de plantas exóticas, y se han sustituido las bicicletas por enredaderas ornamentales de anaranjadas bayas agridulces que en primavera se cargan de hijuelos y en otoño de frutos. La belleza de revista ha sustituido a la vida real.

A los poetas y los músicos que vagaban por estas calles los han ahuyentado las limusinas negras de las acaudaladas damas del Upper East Side que van en busca de la alta costura europea. No han pavimentado aún los adoquines, pero se tiene el presentimiento de que pronto lo harán. ¿Cuántas limusinas tienen que dar tumbos sobre ellos, lanzando a los ricos a lo largo de su asiento trasero, antes de que alguien proteste? Mientras existan los adoquines tendré una prueba de mi infancia. Cuando ya no estén no tendré tan claro de dónde vengo.

Abro la puerta de un empujón. Doy un rápido vistazo al taller. El cuero que la abuela cortó esta mañana está colocado sobre la mesa de trabajo. Las ventanas de atrás están abiertas, una brisa suave sopla sobre el papel de patrones y lo hace susurrar levemente.

– ¿Abuela? -exclamo.

La puerta del tocador está abierta, pero no hay señales de ella. Veo una nota en la mesa de cortar de June Lawton, nuestra cortadora de diseños: «Terminado. Te veo por la mañana».

Subo las escaleras con las bolsas de la compra. Escucho una voz de hombre en el apartamento. Habla de comida.

– Quando preparo i peperoni da mettere in conserva, uso i vecchi barattoli di Foggia -dice que hace pimientos en conserva-. Prendo i peperoni verdi, gli taglio via le cime, li pulisco, dopodichè li riempio con le acciughe -ahora dice algo sobre rellenar los pimientos con anchoas-. Faccio bollire i barattoli e poi li riempio con i pepperoni. -La voz sigue sin parecerme familiar. Él continúa-: Aggiungo aceto e spicchi di aglio fresco. All'incirca sei spicchi per barattolo.

– ¿Così tanti? -le dice la abuela.

Entro en el apartamento con las bolsas.

La abuela está sentada a la mesa de la cocina. El hombre está sentado a la cabecera de la mesa y me da la espalda. La abuela me mira y sonríe.

– Valentine, quiero que conozcas a alguien.

Llevo las bolsas a la cocina y las pongo en la encimera. Me giro y extiendo la mano.

– Hola.

El hombre se pone de pie. De pronto me parece familiar, lo conozco de algún sitio. Rebusco en mi unidad de memoria y, al mismo tiempo, sonrío, pero mi disco duro mental no encuentra nada. Es guapo, incluso sexy ¿Es un proveedor? ¿Un vendedor? No va vestido de marrón, así que definitivamente no es el hombre de UPS. Tampoco lleva anillo de bodas, hay alguna posibilidad de que no esté casado.

– Soy Roman Falconi -dice. La manera como se presenta me dice que debería conocer su nombre, pero no lo recuerdo.

– Valentine Roncalli. -Extiendo la mano, él la toma, yo aflojo el apretón, él no. El se queda de pie y sonríe con cara de saber algo más. ¿Quizás estudió en Santa Agonía? Me acordaría, ¿o no?

– Me alegra verte de nuevo -dice Roman.

«¿De nuevo? ¿Me alegra verte de nuevo?». Doy vueltas a sus palabras en mi mente hasta que de pronto comprendo. Oh, no.

Es el tipo del apartamento del edificio Meier. Anoche. El chico con la camiseta de Campari. Éste es el hombre que me vio desnuda. Recorro con las manos mi ropa, aliviada por llevarla puesta.

Roman Falconi me supera en altura. Es definitivamente más alto en persona de lo que parecía en el apartamento. Por supuesto que en un edificio de cristal, cuando oscurece, con la distancia y el ángulo, parecía más pequeño, como uno de esos bichos de la clase de ciencia, atrapados en resina.

Su nariz hace que las schnozolas de mi familia parezcan recatadas, pero, de nuevo, todo en su cara parece más grande de cerca. Tiene el cabello espeso y negro, cortado en capas bastante largas, pero no parece de peluquería. Sería fantástico que fuera gay. Un hombre gay podría ver mi desnudez como un estudio de la luz, el contraste y la forma. Este tío me observaba con ansia, como a un sándwich de jamón y una gaseosa fría encontradas por accidente en la guantera de un coche durante un largo viaje en el que no hay lugares donde detenerse y comer durante kilómetros. No es gay.

Sus ojos son de color marrón oscuro, el blanco alrededor es azul pálido -en esto radica su auténtico origen italiano-. Tiene una sonrisa amplia, dientes excelentes. Agito la mano para librarme de su apretón. Pone cara de sorpresa, como si dijera: ¿qué mujer es tan temeraria para dejar ir mi mano? Los grandes egos combinan con grandes manos.

– Valentine es mi nieta y la aprendiz de mi taller.

– ¿Te encargas del jardín de la terraza? -dice él. Esta vez su sonrisa es, en fin, sucia.

La abuela interrumpe.

– Valentine está ahí todo el verano. Cada día. Es la verdadera jardinera de la familia, no sé qué haría sin ella. Yo ya no puedo con las escaleras.

– Abuela, tú estás bien.

– Díselo a mis rodillas. Valentine es mi salvavidas.

Deseo que la abuela deje de fanfarronear sobre mí. Cada palabra que dice la aprovecha para recordar a la mujer de la terraza y compararla con la que tiene enfrente. Este hombre me ha visto desnuda y, creedme, yo sería incapaz de entrar en algunos estados si supiera que alguno de sus habitantes también me ha visto así. Me gusta tener cierto control en el apartado de la desnudez; preferiría haber estado desnuda en mi terreno y en circunstancias en las que tuviera el control de la iluminación.