Cuando Rosalie Signorelli Ciardullo se puso a vender maquillaje mineral en polvo directamente desde su coche, ¿adivinad a quién ofreció mamá como modelos ambulantes? Tess (piel seca), yo (grasa) y Jaclyn (sensible). Mamá servía de ejemplo para el grupo de las de 30 a 39 años, sin importar que tuviera 53 en ese momento.
– Todos los grandes artistas comienzan con un lienzo en blanco -anunció Nancy DeNoia, mientras aplicaba la base de maquillaje color Cheerios en mi frente. Y yo estuve a punto de decirle: «Todo el que usa la palabra "artista" probablemente no lo es», pero para qué discutir con la mujer que tiene el poder de convertirte en Cher en su reaparición con los productos que sostiene en la mano.
Permanecí en silencio mientras ella daba golpecitos en mis mejillas con la esponja.
– Estamos disimulando la schnoz -dijo Nancy, y exhaló su aliento con olor a hierbabuena mientras aplicaba pequeños y deliberados golpes al puente de mi nariz. Me sentía igual que con la firme presión de una bolsa de hielo aplicada por la hermana Mary Joseph de la unidad MASH del instituto Santa Agonía, cuando un pelotazo de béisbol me golpeó durante una clase de gimnasia. Para que conste, la hermana Mary J. me dijo que ella nunca había visto salir tanta sangre de la cabeza de una persona en su vida, y ella lo debería de saber, pues le quedaba una cojera de sus tiempos de enfermera en Vietnam.
Nancy DeFastidio, que es como nos referíamos a ella en secreto, reculó e inspeccionó mi rostro como si fuera un arquitecto.
– La nariz ha desaparecido, ahora puedo empezar el salvamento.
Cerré los ojos y fingí que pensaba en algo para que Nancy lo notara y detuviera su juego sin sentido acerca de mis malditos rasgos. Tomó una pequeña brocha, la sumergió en agua helada y la agitó dentro de un recipiente cuadrado que contenía tinte color castaño. Sentí un hormigueo en mis cejas mientras pintaba mis diminutos vellos. Crecí con Madonna, y cuando ella arrancaba, yo arrancaba. Ahora lo estoy pagando.
Sentía mi rostro frío y embadurnado hasta que Nancy zambulló un cepillo Kabuki en el polvo de maquillaje y blanqueó mi piel con pequeños círculos, como si fuera la última fase del encerado en el lavado de coches de Andretti. Cuando terminó, yo parecía un cachorro recién nacido, ojos enormes y húmedos y nada de nariz.
Estoy en el lavabo de mujeres y hago una de las muchas pausas para retocar el pintalabios, porque en las bodas suelo comer de verdad. Después de semanas de régimen para entrar en el vestido, imagino que me merezco una ronda de pink ladies -con su ginebra, su zumo de limón y su clara de huevo-, todos los entremeses que sea capaz de tragar y suficientes cannoli para dejar un oscuro cráter en la bandeja giratoria, en el centro de la mesa veneciana. No me preocupo, quemaré toda esta comida bailando la versión larga de Electric Slide. Pesco el pintalabios del bolso. No hay nada peor que unos labios desnudos en cuyo borde parece que una ventosa ha dejado una huella de lápiz perfilador color ciruela. Relleno entre las líneas, donde el color ha desaparecido.
Mis hermanas y yo tenemos un juego desde la niñez; cuando no nos vestíamos de novias, jugábamos a «planificar nuestros funerales». No es que mis padres fueran morbosos o que nos hubiera pasado algo particularmente terrible, es que somos italianos y, por lo tanto, donde las dan, las toman, es la ley del universo Roncalli: a cada cosa feliz le corresponde una triste. Las bodas son para gente joven y los funerales son las bodas de la gente vieja. Y he aprendido que tanto lo uno como lo otro requieren una planificación a largo plazo.
Hay dos reglas inquebrantables en nuestra familia. Una es asistir a todos los funerales de todas las personas con las que alguna vez hayamos tenido contacto. Esto incluye a gente con la que estamos relacionados (parientes de sangre, familia política y primos de la familia política), pero también se extiende más allá de los amigos cercanos hasta abarcar profesores, peluqueros y médicos. Cualquier profesional que haya dado una opinión o un diagnóstico de carácter personal da la talla. Hay una categoría especial para quienes hacen entregas a domicilio, en la que se incluye al tío Larry, nuestro mensajero de UPS, quien se fue de repente una mañana de sábado, en 1983. Mamá nos sacó de la escuela al lunes siguiente y nos llevó al funeral en Manhasset.
– Es por respeto -nos dijo en aquel momento, pero nosotros sabíamos la verdadera razón: a ella le encantaba vestirse con elegancia.
La segunda regla de la familia Roncalli es asistir a todas las bodas y bailar con cualquiera que te lo pida, incluyendo al repulsivo primo Paulie, a quien echaron de la escuela de baile Arthur Murray por meterle mano a la profesora (el caso se resolvió fuera de los juzgados).
Hay una tercera regla: no admitir nunca la cirugía de nariz de mamá de 1966. No importa que su remodelada nariz sea una copia exacta de la de Annette Funicello, y que nosotras, sus hijas biológicas, tengamos el perfil de Marty Feldman. «Nadie lo adivinaría… a menos que vosotras lo digáis -nos advirtió mi madre-. Y si cualquiera os pregunta, simplemente decid que el gen nasal de vuestro padre fue el dominante».
– ¡Aquí estás! -Mi madre irrumpe en el lavabo como una mandarina constreñida por ataduras, toda chiffon y plumas, como si alguien hubiera echado su conjunto en una licuadora y apretado el botón de «triturar»-. ¿No son maravillosos estos espejos? -mi madre se aleja del espejo, mira sobre su hombro para revisar la parte trasera de su vestido y dice, satisfecha-: Soy una sílfide. No dejes que nadie te diga lo contrario, Jenny Craig funciona. ¿Qué tal tu mesa?
– La peor.
– Vamos, estás en la mesa de los «amigos». Se supone -odio cuando hace esto, pero de todos modos lo hace: cierra las manos en puño y las agita como si batiera huevos- que debes animar la cosa.
– Mamá, por favor.
– Esa actitud tóxica te refrena. Sale de ti como un vertido de petróleo en alta mar.
Mi madre me observa mientras se aplica el pintalabios sin mirarse en el espejo, y luego cierra el cilindro de plata con un chasquido.
– Debiste traer un acompañante si no querías que todas las parejas que conocemos te ofrecieran a sus hijos solteros como pinchos de albóndiga.
– Los Delboccio me quieren emparejar con Frank. -Me apoyo en la pared y cruzo los brazos, porque Dios sabe que no puedo sentarme con este vestido. El Spanx podría reventarme el bazo.
– ¡Qué estupendas noticias! ¿Lo ves?, el destino hizo que te sentaras en la mesa de los «amigos».
– Mami, Frank es gay.
– Oh, vosotras las chicas usáis la carta del gay a la menor oportunidad. ¿Qué importa que el hombre tenga cuarenta y tres, nunca se haya casado y cada primavera lleve de excursión a las islas a todo el club de mahjong de su madre? Eso no significa automáticamente que sea gay. Quizás sólo es un he-tero que huele bien, que sabe cómo vestir y que habla con los viejos como si importaran. Hazme un favor. Sal con Frank. ¡Ve a bailar! ¡A restaurantes! ¡Te vestirás elegante, saldrás por la ciudad y te divertirás con un tío atractivo que sabe cómo tratar a una mujer! «Marchoso de corazón», ése es el verdadero significado de la palabra gay.