– Nos habéis salvado el pellejo -dice Megan, sonriendo-. Él le está diciendo a ella que ya tienen la toma.
Debra da una palmada al director en la espalda y viene hacia nosotras.
– Fourgeray ya es pasado; Angelini es el presente.
Rocío mi cuello con un poco de la clásica colonia Burberry (un regalo de mi madre de una de sus fiestas literarias británicas) y luego, sobre mi cabeza, donde se fija sobre mí como una niebla fragante de melocotón y cedro. Me inclino hacia el espejo que domina el tocador y reviso mi maquillaje. El espejo adornado con pan de oro de mi dormitorio es tan viejo que la pintura detrás del cristal se ha pelado y ha formado remolinos de color sepia, lo cual da a mi tez un brillo de porcelana. Es mágico porque además la muestra tersa. La tarjeta de Roman Falconi descansa en la rendija del espejo y, por alguna razón, la meto en el bolsillo de mi abrigo de noche. Quizás alguna vez tenga el apetito suficiente para echar un vistazo a su restaurante. Cojo mi bolso de la cama y lo abro, verifico que esté mi billetera, la tarjeta del metro y la terna de oro del maquillaje de emergencia: pintalabios malva, lápiz perfilador rosa pálido y corrector. Paso junto a la abuela, que está en su habitación quitándose la ropa de trabajo y poniéndose la ropa de casa.
– Gabriel te está esperando -dice la abuela mientras bajo las escaleras.
– La abuela me ha dicho que conoces a Roman Falconi -dice Gabriel en cuanto entro en el salón. Gabriel es una versión compacta de Marcello Mastroianni con la tez de Blancanieves. Nos conocimos el primer día de curso del instituto mientras esperábamos en la cola para matricularnos en la clase de arte dramático. Lo primero que me dijo después de presentarse fue: «Soy gay», y yo le respondí: «Eso no será un problema». Desde entonces somos los mejores amigos.
– ¿Qué tal una copa de vino antes de salir?
– La necesito -dice él.
Voy a la cocina y saco una botella de Poggio al Lupo de la estantería de los vinos.
– Entonces, ¿crees que podrías meternos en el Ca d'Oro? -pregunta Gabriel antes de sentarse sobre la encimera.
– ¿Lo conoces?
– ¿No sales mucho, verdad?
– Sólo cuando me invitas -digo. Sirvo una copa de vino a Gabriel y otra para mí.
– En la revista New York dijeron que era el debut más glamuroso de un restaurante italiano esta temporada. He tratado de hacer una reserva desde que abrió. ¿Podrías llamarle, por favor?
– No le llamaré. -Brindo con Gabriel-. Salute.
Gabriel choca su copa con la mía.
– ¿Por qué no?
– Llegué a casa después de hacer la compra y él estaba sentado frente a esta mesa, hablando en italiano con la abuela, que estaba completamente atontada con él. Dejemos que ella le llame.
– Puedes confiar en un hombre que respeta a una mujer mayor.
– No lo tengo tan claro. No vino a revivir las memorias de la abuela sobre el Manhattan de la posguerra, quería conocer a la mujer que había visto desnuda la noche anterior en la terraza.
Gabriel abre los ojos como platos.
– ¿El es el chico que te vio?
– Sí, sí, sí, es probable que piense que soy una exhibicionista.
– Bueno, le habrá gustado lo que vio.
– Harías lo que fuera por obtener una mesa en su restaurante.
Gabriel levanta las manos en el aire.
– Soy un gourmet, significa mucho para mí, lo reconozco. Así que ¿cómo es?
– Atractivo.
– Qué palabra tan falta de gracia.
– Bueno, es alto, moreno y directo, incluso podría decir que es guapo pero, desde cierto punto de vista, su nariz parece la que llevan las gafas de la máscara de Groucho Marx, las de las cejas y la nariz de plástico.
– El perfil italiano, la maldición fortuita de nuestra gente.
– ¿Cómo me veo? -le pregunto a Gabriel mientras le dejo mirar el vestido debajo de mi chaqueta con pose de Suzy Parker.
– Correcta -decide.
– ¡Y dices que atractivo es una palabra sosa! ¡Correcta es peor!
– Significa que te ves bien para encontrarte con el ex novio con quien casi te casas y que ahora está casado con otra. Me gusta la tela plisada.
– Es un vestido de la abuela -digo, estirando las escarapelas de seda cosidas a lo largo del bajo.
– A ella le sienta mucho mejor que a mí -dice la abuela conforme se acerca desde el vestíbulo-. ¿De quién es la fiesta elegante a la que vais?
– La fiesta de la compañía de Bret Fitzpatrick, en la terraza del hotel Gramercy Park.
Gabriel se echa el flequillo a un lado.
– Ahora es un club privado. Me alegra que Bret haya en-tendido cómo funcionan los tejemanejes para convertirse en lo que sea que es. ¿A qué decías que se dedica?
– Algo de administración de fondos -digo, y guardo en mi bolso una pequeña lata de pastillas de menta.
Tengo dos razones para ir esta noche a la fiesta. Primero, sigo delgada desde la boda de Jaclyn y, segundo, necesito la ayuda de Bret para encontrar la manera de financiar mi futuro. No confío en que mi hermano piense en mis necesidades mientras reestructura nuestra deuda. Bret puede ser de gran ayuda.
– Bret es el vicepresidente de algo. A decir verdad, no entiendo qué hace.
– ¿Por qué deberías entenderlo? Eres una zapatera remendona y yo soy el maître del café Carlyle. Seamos realistas, somos gente de servicios, y tu ex amante Bret… Perdona, Teodora.
– Gabriel -digo. Le detengo antes de que profundice más. Sirvo una copa de vino para la abuela y se la doy.
– Me alegra oír que mi nieta es una mujer con una vida completa.
– ¿Necesitas algo antes de que me vaya? -le pregunto a la abuela.
– No, gracias, calentaré unos macarrones y me beberé este vino mirando a Mario Batali en el canal gourmet.
– ¿Sabías que tu novio, Roman Falconi, tiene un restaurante que está de moda?
– Roman lo sabía todo sobre tomates -dice la abuela con orgullo-, y habla un italiano asombroso. -La abuela junta las manos agradecida, como si fuera a rezar-. Me pareció estupendo.
– Tienes debilidad por el acento italiano -le recuerdo.
– Yo también -dice Gabriel con ansia.
– Sólo me gustaría que tuvieras cuidado con la gente que dejas entrar en casa.
– Valentine, tranquila. Roman es de Barí, conocí a su tío abuelo Carm hace mil años. El iba a menudo a casa de Ida De Cario, en Hudson Street. Apuesto a que no fuiste amable con él, ¿o sí?
– Lo suficiente amable para conseguir una invitación a cenar -digo, le doy un beso rápido a la abuela y sigo a Gabriel escaleras abajo, hacia la puerta.
La terraza del hotel Gramercy Park es un elegante salón interior-exterior de cuyas paredes barnizadas cuelgan pinturas inmensas y coloridas. Tiene gruesas alfombras persas, muebles lacados de poca altura y una chimenea que encienden en las frías noches de otoño. Una araña de tintineantes luces blancas y follaje de cristal verde pende de lo alto como el dosel de un bosque encantado. El paisaje urbano parece disiparse en la distancia y, desde aquí, los rascacielos se esparcen como joyeros de terciopelo negro adornados con perlas.
No es la Nueva York de antes, en la que el recorrido por los clubs incluía el Latin Quarter y El Morocco. Esta Nueva York es enteramente nueva, aquí los hoteleros son empresarios y sus elegantes salones compiten por una clientela adinerada y bien relacionada que encaja en este ambiente antojadizo y de valor inestimable. Estamos en la jungla de los nuevos ricos. Mi ex, Bret Fitzpatrick, atiende a los invitados mientras el edificio Chrysler se yergue detrás de él como una espada de platino. Qué adecuado para el hombre que alguna vez fue mi caballero de brillante armadura.