Bret se excusa y viene hacia nosotros.
– ¡Valentine! -dice. Me besa las dos mejillas y abraza a Gabriel-. ¡Menuda reunión!
– No uses esa palabra -dice Gabriel mientras le da una palmada a Bret en la espalda y se separa de él-. Parecemos más viejos cuando usamos esa palabra.
– Bueno, yo soy mayor que tú, así que puedo llamar a este encuentro como me venga en gana -dice Bret, y sonríe-. ¡Qué alegría veros!, gracias por venir.
– ¿Quién es esta gente? -pregunta Gabriel, mirando alrededor.
Bret baja la voz.
– Los clientes y sus amigos. Uno de nuestros accionistas del fondo de inversión es socio aquí -dice él mirándome-. Creía que odiabas estas fiestas.
– Se trata de otra cosa -le digo.
– Estás estupenda, Valentine -dice Bret mientras Gabriel se dirige a la barra a conseguirnos un trago.
– Tú también.
Así es. Bret parece un próspero financiero de Wall Street que se ha ganado su lugar en lo más alto. Su traje, hecho a medida, realza su estatura y sus zapatos de vestir Ferragamo demuestran su buen gusto. Está perdiendo pelo, pero no importa. Sus ojos, de color gris franela, muestran una expresión de completa calidez. Tiene un rostro en el que se puede confiar. Su confianza en sí mismo es indiscutible, pero en ningún sentido es arrogante. Bret ha alcanzado su posición con su propio esfuerzo y se comporta con la gracia de un hombre que se la ha ganado. Ya no encorva los hombros como hacía en su juventud, ahora adopta una erguida postura militar. Ha adquirido esa cosa que los niños nacidos en las familias privilegiadas parecen poseer desde que nacen y que el resto de nosotros debemos desarrollar, aquello que se suele llamar clase.
Cuando conocí a Bret era un chico inteligente de clase trabajadora, originario de Floral Park y con un enorme deseo de alcanzar el éxito. Solía podar el césped de un importante agente de Wall Street que le había prometido un trabajo si Bret iba a la universidad y se licenciaba en Económicas. Bret lo hizo aún mejor: pronunció el discurso de despedida de su curso en el colegio Saint John y luego fue a la Harvard Business School. En diez años, Bret dejó atrás su vida anterior e inició una nueva, que le quedó tan bien como una camisa de Barneys. Entre nosotros han pasado muchas cosas, pero nada complicado. Bret se excusa cuando se lo lleva un hombre mayor, de traje y aspecto distinguido.
Gabriel regresa con mi bebida.
– Es un «ito» -dice, y me da el vaso.
– ¿Qué es?
– No lo sé. Mojito, vodkito, jaibolito, algo «ito». Todo lo que se bebe ahora es un «ito» -dice Gabriel, y le da un sorbo.
– O un «tini»: Martini, Valentini, Brettini -digo antes de probar el trago-. Este no es el hotel que recuerdo.
Me asomo por el borde de la terraza y miro las copas de los árboles de Gramercy Park, una densa isla verde inundada por los dorados haces de luz que emiten las farolas antiguas. El parque está cercado por una valla de hierro forjado, y se ubica en el centro de una manzana compuesta por casas de ladrillo y edificios de apartamentos anteriores a la Primera Guerra Mundial.
– Recuerdo cuando mi amiga Beata Jachulski se casó aquí -añado yo-. Fue antes de que los europeos compraran el hotel. Solía ser muy acogedor y la comida, deliciosa. Eso fue antes de la era de la Ilustración. ¿Has visto las pinturas del vestíbulo?
– Si piensas que este hotel ha cambiado, ¿qué me dices de Bret? -susurra Gabriel.
– Tuvo que hacerlo -le digo. Apoyándome en la pared que circunda la terraza, echo un vistazo a la muchedumbre-. Bret tiene que impresionar a esta gente y no debe de ser nada fácil.
– Eres demasiado indulgente -dice Gabriel, bebiendo de su vaso-. Me pone un poco enfermo.
– Estoy muy orgullosa de él -le digo. Gabriel me mira con una mezcla de comprensión y suspicacia. Han pasado cinco años desde que rompí con Bret. Esta noche es la prueba de que él nunca habría encajado en mi nueva vida, la que improvisé como si hubiera unido retazos de cuero encontrados en el suelo del taller. Él estaba destinado a esto.
– Bueno, quizás estoy molesto porque nosotros tres siempre fuimos nosotros, y ahora Bret es uno de ellos. Es el único de ellos que conozco -dice Gabriel, y de su bebida saca una cereza al marrasquino. Aún hay dos más girando en el fondo del vaso.
– ¿Cómo has conseguido tres cerezas? -pregunto.
– Las he pedido.
Observo cómo Bret deja a sus clientes para dirigirse a la esquina de la terraza donde tres chicas guapas, de unos veinte años, fuman y beben cócteles. Aunque hace frío fuera, no usan medias en las piernas bronceadas, llevan los pies embutidos en unos zapatos de salón que revelan las hendiduras entre los dedos y con una ligera abertura en el talón que sostiene sus tacones de diez centímetros. Estas chicas compran los zapatos por moda, no por ser los adecuados.
– Iré a pillar el sofá que está junto a la chimenea. Este lujoso salón exterior está muy bien hasta que empieza el invierno -dice Gabriel-. Tengo tanto frío que podrías pasar una pulidora de hielo por mi culo.
– En un minuto estoy contigo -le digo, sin dejar de observar a Bret y a las chicas.
Dos de las chicas se van por su lado y dejan a una rubia que tiembla de frío con un trago en la mano. Bret se inclina y le dice algo, ambos se ríen. Luego ella extiende la mano y le ajusta el nudo de la corbata. Este gesto íntimo obliga a Bret a dar un ligero paso hacia atrás.
Una ráfaga de aire recorre la terraza y hace bailar las luces blancas de la araña, que proyectan pequeños rayos sobre el suelo. La chica ladea la cabeza hacia Bret. Su conversación se ha vuelto seria. Los observo unos minutos más, luego me dirijo hacia ellos con el frío viento nocturno sobre la espalda.
Extiendo el brazo hacia la chica e interrumpo su conversación.
– Hola, soy Valentine, una vieja amiga de Bret.
– Soy Chase -contesta ella, mirándole-, una de las muchas empleadas de Bret.
– ¿Tiene muchas?
– Exagero -dice Chase sonriendo. Sus dientes tienen esa perfección periodontal típica de las chicas que crecieron con los avances dentales de los años noventa, que incluyen el blanqueado, el láser y los aparatos invisibles.
– ¡Vaya!, tienes unos dientes increíbles -le digo.
Parece sorprendida. Evidentemente está acostumbrada a los cumplidos, pero nadie había mencionado sus dientes como su principal y mejor atributo.
– Gracias -dice.
Me cruzo de brazos y sujeto mi trago en la parte interior del codo, como si fuera una maceta con planta incluida.
Cuando se da cuenta de que no iré a ninguna parte, añade:
– Bueno, supongo que tendré que ir a buscar algo de comer. -Su mirada se demora en Bret-. ¿Quieres algo? -No lo pregunta como una empleada. Bret entiende el tono, me mira y dice con voz de empresario:
– No, estoy bien, ve y disfruta de la fiesta.
Chase se da media vuelta y se marcha mientras Bret mira más allá de la terraza, hacia el East River.
– ¿Desde aquí se puede ver Floral Park? -digo, y señalo hacia la zona del interior, al municipio de Queens, del que venimos.
– No, no se puede -dice.
– Sería estupendo si se pudiese. -Le paso mi vaso y él le da un sorbo-. Quizás así recordarías de dónde vienes.
– ¿Es una indirecta?
– No, de ninguna manera. Creo que has hecho cosas maravillosas con tu vida. -Mi sinceridad es evidente, así que Bret se vuelve hacia mí y le pregunto-: Entonces, ¿qué pasa con esa chica?
– Eres tan italiana… -dice.
– No eludas la pregunta.
– Nada. No pasa nada.
– Ella cree que sí.
– ¿Cómo lo sabes?
– ¿Desde cuándo nos conocemos?