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– Hace años -responde Bret, entrecerrando los ojos y mirando hacia Queens como si pudiera vernos allí: dos adolescentes sentados sobre la valla de la casa del párroco en Austin Street, hablando hasta que cae la noche.

– Aja, desde que yo usaba aparato. Además, soy mujer y sé que ella quiere algo más que irte a buscar una empanadilla de langosta.

Bret respira hondo.

– De acuerdo, ¿qué debo hacer?

– Le dirás que estás casado con una mujer encantadora con la que tienes dos hermosas hijas llamadas Grace y Ava. Por supuesto, ella sabe lo de tu familia, porque a veces coge el teléfono en la oficina ¿o es en realidad la encargada de responder al teléfono? Es igual, luego le dirás que se merece un buen chico. Ella te reñirá, y cuando lo haga, le dirás que es demasiado joven. Eso te fastidia cuando eres joven.

Bret se ríe:

– Val, eres tan divertida… ¿Has terminado la lección? -dice, volviéndose hacia mí.

– Ya está. Ahora tú puedes darme una a mí.

Con esa parquedad que comparten sólo los viejos amigos que tienen un pasado en común, me pregunta:

– ¿Qué necesitas?

– ¿Me ayudarías a salvar nuestra compañía de zapatos?

– ¿Cuál es el problema?

Empiezo a dar una explicación inconexa sobre Alfred, la deuda, la abuela y yo. Bret es muy paciente y me escucha con atención.

– Deja que lo examine -dice, y luego añade la frase que siempre me ha dado y siempre me dará paz espiritual-, no te preocupes, Val. Me ocuparé de ello.

En el taxi helado me pego a Gabriel, que es como un radiador que despide vapor. El taxista corta a través del ajetreado cruce de Union Square.

– No iré a otra fiesta en una terraza después de agosto. Esa chimenea era de adorno. No calentaba en absoluto, era como tratar de calentarme con un mechero Bic.

– Hacía mucho frío, pero me alegro de que asistiéramos.

– ¿De qué hablabais tú y Bret? ¿Ha dejado a su mujer y volveréis a estar juntos?

– Sólo si te conviertes en nuestra niñera.

– Olvídalo, odio a los niños.

– Mi nonna Roncalli tenía razón sobre los hombres. No importa la edad que tengan, los tienes que vigilar como un halcón, ¡como un halcón!

Gabriel entorna los ojos.

– Sólo un poco. Tú eres muy mala, esa pobre chica no se atrevió a acercarse a Bret durante el resto de la noche. Era como si lo hubieras rociado con algo. ¿Cuánto tiempo crees que esa Miss Suiza habrá llorado en el lavabo?

– ¿Lloró?

– No lloró, pero le hubiera encantado coger una de esas esculturas polinesias de piedra y golpearte con ella -dice Gabriel mientras se deja caer sobre el respaldo-. Aunque hubiera necesitado la ayuda de alguien para levantarla. Esas chicas de apariencia nervuda tienen muy poca fuerza en la parte superior del cuerpo. ¡Y siguen fumando en el nuevo milenio! Son idiotas.

– Tienen veintidós años, no saben nada -le recuerdo-. La comida me ha gustado.

– Un poco demasiado higo. Todo el mundo usa el higo ahora, en todo: pasta de higo en la focaccia, rodajas de higo en la rúcula, puré de higo en los raviolis. Degas a pensar que los higos son uno de los principales alimentos -dice Gabriel suspirando.

– Se llama Chase.

– ¿Quién?

– La chica que se interesaba por Bret.

– Chase, ¿como el banco? -dice Gabriel, negando con la cabeza-. «Hay un sistema de valores que trabaja para ti». ¿Quién es su padre, el hombre del Monopoly?

– Nunca se sabe. Una de sus amigas se llamaba Milán.

– ¿Como la ciudad? -pregunta Gabriel.

– Como la ciudad y como la marca de galletas.

– ¿Qué fue de la costumbre de recurrir a la Biblia o a las telenovelas para conseguir buenos nombres? -se queja Gabriel, con una palmada-. Yo preferiría siempre Ruth o Laura. Ahora la gente le pone a sus hijos nombres de lugares en los que nunca ha estado. Es una locura.

– Una Ruth o una Laura nunca se insinuarían a su jefe. Chase lo haría.

– ¿Sabes? Creo que Bret te echa de menos -dice Gabriel, mirándome.

– Yo también lo echo de menos, pero cuando estaba con él casi no pensaba en mi vida, en cierto modo organizaba mis cosas alrededor de él. Cuando rompimos tuve que buscar lo que me hacía feliz.

– No sé, Valentine. A veces pienso que pasaste de cuidar a Bret a cuidar de tu abuela. Deberías enamorarte de nuevo y tener una vida.

El taxi se detiene en el extremo del arcén de la calle Veintiuno, en Chelsea.

– ¡Tengo una vida! -le digo.

– Sabes qué quiero decir -dice Gabriel. Me da un beso en la mejilla, pone un billete de diez dólares en mi mano y salta fuera del coche.

Saco la mano por la ventana y agito el billete.

– Es demasiado.

– Quédatelo -dice, y luego hace un gesto con la mano-. Llama al chef.

Le indico al conductor que me lleve a la esquina de Perry Street y la West Side Highway. Me acurruco y observo cómo Chelsea se convierte en Greenwich Village. El carnaval de los fines de semana en el Meatpacking Distric está en plena ebullición. Un viejo almacén gris lleno de recovecos es ahora una discoteca, con franjas de neón amarillo y púrpura que iluminan la antigua plataforma de carga y, en la puerta, postes de cordón rojo impiden el paso a aquella «gente guapa» que espera poder entrar. Una tosca fábrica ahora es un restaurante de moda, decorado en el interior con bancos forrados de cuero rojo y espejos del suelo al techo con los menús pintados con letra cursiva y las ventanas cubiertas por fuera con toldos que parecen capas rojas que revolotean al viento.

A través de la ventanilla del taxi miro a los pequeños grupos de chicas jóvenes, como Chase, que caminan por la calle bajo los azules rayos de luz. Parecen aves exóticas detrás de un cristal. Cuando se mueven, manchan la negra noche con ráfagas de color. Una lleva puesta una blusa de color azul pavo real; la otra, una gabardina de color rojo Valentino; y la última, una falda de tisú metálico, cuyo dobladillo se ciñe contra sus muslos mientras anda. Cuando dan grandes zancadas, sus largas piernas parecen los delgados zancos de las grullas. Mientras cruzan la calle, ríen y se apoyan las unas en las otras, asegurándose de que las tapas de metal de sus tacones de aguja golpeen el centro de los adoquines y no se hundan en la argamasa que los separa. Estas chicas saben caminar en terreno peligroso.

Meto las manos en los bolsillos, me desplomo en el asiento y me pregunto cuánto queda de mi juventud y en qué ocupo estos valiosos días. ¿Esta será mi vida? ¿Trabajar duro, irse a la cama temprano y levantarse al amanecer, durante todos los días del resto de mi vida? ¿Tiene razón Gabriel al creer que me he convertido en una cuidadora que se entierra a sí misma en el trabajo y las preocupaciones de los gastos con apenas treinta años? ¿Existe alguna posibilidad de que él tenga razón?

En el fondo de mi bolsillo encuentro la tarjeta de presentación. La saco. El taxi se detiene en un semáforo. Observo la tarjeta como si fuera un pase gratis para la feria de Coney Island y hoy cumpliera siete años. Ca' d'Oro. Algo nuevo. Roman Falconi. Alguien nuevo. No tengo ocasión de conocer hombres en el trabajo, tampoco tengo que trasladarme después a casa, algo que me permitiría conocer a un chico guapo en el tren. No me inscribiré en match.com, porque en persona me veo mejor que en las fotografías y ¿cómo podría describir lo que estoy buscando cuando ni siquiera estoy segura de lo que quiero? Además, hay muy poco riesgo en llamar a Roman Falconi. Él me dio su tarjeta. Él quiere que lo llame. Saco mi móvil del bolso y marco el número de la tarjeta. Suena tres veces y entonces oigo su voz:

– Hola -dice Roman.

Oigo el alboroto de fondo. Voces, sonidos metálicos, el ruido del agua al caer.

– Soy Valentine.

Más ruido.

– ¿Valentine?

La inseguridad de su tono me indica que no me recuerda en absoluto. Me lo imagino entregando tarjetas a desconocidas por toda la ciudad mientras guiña un ojo, sonríe y les promete un plato de costillas. Estoy a punto de cerrar de golpe el móvil cuando le oigo decir: