– ¿Mi Valentine? ¿La nieta de Teodora?
Me llevo de nuevo el móvil a la oreja.
– Sí.
– ¿Dónde estás?
– En un taxi en Greenwich Street. Te oigo ocupado.
– En absoluto -dice él-. ¿Por qué no vienes?
Cuelgo el teléfono y me acerco a la mampara del taxi para hablar con el conductor.
– Cambio de planes, ¿puede llevarme a la esquina de Mott y Hester en Little Italy?
El taxi cruza la parte baja de Broadway y gira en Grand Street. Little Italy resplandece en la noche, como chispas de esmeralda y rubí engarzadas en un pendiente de diamante con forma de gota. No importa la época del año en la que uno vaya a esta parte de la ciudad, siempre es Navidad. Las luces blancas, concatenadas por encima de la carretera y ancladas en medallones de espumillón rojo y verde, forman el escudo de armas italiano a lo largo de Grand Street. Al igual que mi madre, mi gente requiere oropel todo el año, incluso en la decoración de las calles.
Pasamos frente al mercadillo donde venden las camisetas que dicen: «REZA POR MÍ, MI SUEGRA ES ITALIANA», y tazas de café que proclaman: «AMÉRICA, NOSOTROS LA ENCONTRAMOS, LE PUSIMOS NOMBRE Y LA CONSTRUIMOS». Apoyadas en los escaparates de las tiendas hay fotos en blanco y negro de nuestros iconos con marcos vintage, como si fueran estatuas de iglesia: un decidido Sylvester Stallone corre por Filadelfia interpretando a Rocky; un soñador Dean Martin brinda hacia la cámara con un whisky con soda, y el incomparable Frank Sinatra lleva su sombrero de fieltro y canta ante un micrófono en un estudio de grabación. A la entrada de una tienda hay un cartel de casi dos metros de largo que muestra a Sophia Loren en Matrimonio a la italiana, lleva medias negras y un bustier, bellísima. Jerry Vale entona Mama Loves Mambo desde los altavoces instalados en la esquina de Mulberry Street, mientras un ritmo de hip-hop emerge de los automóviles que pasan por el cruce de la calle. Pago al conductor y salgo del taxi.
Parejas bien vestidas pasean por el cruce, los hombres llevan el cuello de la camisa abierto y una chaqueta deportiva; las mujeres, todas versiones de mi madre, usan faldas ceñidas con vuelos en el dobladillo y chaquetas con cinturón. Sus brillantes zapatos de tacón alto tienen las puntas tan afiladas que podrías triturar con ellas un filete de pollo. Ocasionalmente se vislumbra el toque de un estampado de leopardo o de cebra en un bolso, una bota o un broche. Las mujeres italianas aman los estampados de piel animal, en la ropa, los muebles, los accesorios, no importa dónde, respondemos a la llamada de la selva en todos los aspectos de nuestras vidas. Las esposas se agarran del antebrazo de sus maridos mientras caminan, bamboleándose contra ellos para equilibrar el peso que sus tacones de aguja no pueden soportar.
Miro alrededor, cualquiera de estas personas podría pertenecer a mi familia. Son italoamericanos que salen a pasar una noche en la ciudad y comen en sus lugares favoritos. Al terminar de comer, y después de dar un paseo (la versión americana de la passeggiata), irán al Ferrara para tomar café y postre. Una vez dentro, las esposas se sentarán a las mesas de reluciente mármol mientras mandan a sus maridos a los expositores a elegir una pasta. Cuando ya han tomado su expreso con galletas, regresan a los expositores y eligen una docena o más de distintas pastas para llevar: suaves conchas marinas sfogliatelle empapadas de miel, babás húmedos de ron y ligeras galletas de cabello de ángel, todo delicadamente dispuesto en una caja de cartón atada con un cordel.
El café Ferrara no cambia, tiene la misma decoración de cuando mis abuelos eran novios. Aunque nosotros, los jóvenes italoamericanos, hemos cambiado. Mi generación se ha casado con personas de otros colectivos y nuestros hijos no parecen tan italianos como nosotros, nuestras narices romanas se han acortado, las mandíbulas napolitanas se han suavizado, el cabello negro oscuro se ha vuelto castaño, incluso se ha convertido directamente en rubio. Nos integramos gracias a algún que otro marido irlandés y al tinte Clairol. Como la musa de las italianas del sur, Donatella Versace, se tiñó de rubio platino, también lo hicieron las chicas de Brooklyn. Pero todavía quedamos algunas de nosotras, las anticuadas paisanas que esperan que el cabello rizado vuelva a estar de moda, que hacemos conservas de tomate y cenamos en familia los domingos después de misa. Seguimos disfrutando de las mismas cosas que nuestras abuelas: salir a cenar un plato de pasta casera, el pan caliente y el vino dulce, y terminar con una conversación en Ferrara, comiendo cannoli. No hay nada que no me guste en Little Italy, es mi hogar.
Reviso los números mientras camino por Mott Street. Ca' d'Oro está situado entre la bulliciosa fábrica de raviolis Felicia Ciotola & Co. y la tienda de chucherías Tuttoilmondo. Sobre la entrada del restaurante hay un toldo de rayas blancas y negras. A la puerta le han dado una falsa apariencia de mármol mediante vetas doradas sobre un fondo color crema. Sobre la puerta hay una placa de latón con las palabras Ca' d'Oro grabadas en letra cursiva.
Entro en el restaurante. Es pequeño, pero está decorado con esmero al estilo veneciano, un tanto a la manera de Dorothy Draper. Una larga barra de pizarra negra corre a lo largo de la pared derecha. Las banquetas fijas de la barra tienen fundas de charol plateado. Las mesas están distribuidas con cuidado para maximizar el espacio; su superficie es de laca negra, mientras que las sillas son de damasco dorado con adornos espirales en negro. Es difícil lograr un aire barroco en un escenario tan pequeño (o, lo que es lo mismo, en un par de zapatos), ya que reproducir los exuberantes motivos de esa época requiere un espacio amplio. Pero el señor Falconi lo consigue.
Sólo quedan dos parejas, que pagan sus cuentas. Una se coge de las manos encima de la mesa, sus rostros adquieren suavidad bajo la luz de las velas y están pendientes de sus copas de vino casi vacías; de su cena sólo queda un poco de vino rosado contra el cristal.
La camarera, una hermosa chica de veinte años que lava las copas detrás de la barra, levanta la mirada hacia mí.
– Está cerrado -dice.
– Vengo a ver a Roman. Soy Valentine Roncalli.
Ella asiente y se dirige a la cocina.
Un mural ocupa la pared del fondo del restaurante, es una escena de un palacio veneciano al anochecer. Aun cuando el palacio parece una de las tartas de boda expuestas en el escaparate del café Ferrara, con los arcos adornados, los balcones abiertos y la corona de metálicas cruces doradas a lo largo del techo, es un paisaje evocador más que cursi. La luz de la luna atraviesa las ventanas del palacio e ilumina el canal que se encuentra en primer término con líneas azules, casi grises. Su estilo es primitivo, pero hay mucha emoción en él.
– ¡Eh!, lo conseguiste.
Roman está de pie en la puerta que conduce a la cocina. Tiene los brazos cruzados. La superficie de su pecho, con la chaqueta blanca de chef, parece enorme, como la vela de un barco. Esta vez parece más alto, incluso más que yo; no sé qué le pasa, pero parece que creciese cada vez que nos vemos. Lleva un pañuelo azul marino atado alrededor de la cabeza que, bajo esta luz, le da un aire atrevido, como si fuera el pirata de la botella de ron.
– ¿Te gusta el mural? -me pregunta sin quitarme los ojos de encima.
– Mucho. Me gusta la manera como la luz de la luna brilla a través del palazzo y sobre el agua. Del palacio, quiero decir, o la casa del dux -me corrijo a mí misma. A fin de cuentas, si este tío puede seducir a la abuela con su italiano, lo menos que puedo hacer es echar por ahí los únicos términos oficiales de arquitectura que conozco.