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– Es el palacio Ca' d'Oro, en el gran canal de Venecia. Se construyó en 1421 y tardaron quince años en terminarlo. Los arquitectos fueron Giovanni y Bartolomeo Bon, un equipo de padre e hijo. Lo diseñaron con el fin de mostrar a los comerciantes que venían de oriente que los venecianos sabían hacer negocios. Negocios glamurosos. Había muchos grandes egos en Venecia, era el centro del mundo del comercio. Ya sabes de qué va la cosa.

– Es impresionante, ¿quién lo ha pintado?

– Yo.

Roman se vuelve para dirigirse a la cocina y me hace una seña con la mano para que lo siga. Alcanzo a ver mi imagen reflejada en el espejo que hay detrás de la barra y de inmediato relajo el número 11 que se forma en mi entrecejo. Mientras sigo a Roman hacia la cocina, hago una nota mental para recordar pedirle a mi madre que me compre una caja de Frownies, esas pegatinas que humedeces y te colocas sobre las arrugas antes de dormir. Mi madre solía ir a la cama con un puzle de trozos beige pegados a las líneas de la cara, y se levantaba con un cutis tan liso como la formica.

La cocina es tan diminuta que hace que el salón parezca grande. En el centro hay una isla de trabajo. En lo alto, de un largo marco de aluminio con ganchos penden cerca de treinta cazuelas de diferentes tamaños.

La pared más alejada está cubierta de aluminio para protegerla de las salpicaduras de la ancha parrilla plana. Junto a ésta hay cuatro quemadores de gas alineados, no dos delante y otros dos atrás como en una cocina casera. En la esquina, junto a los quemadores, hay cuatro hornos, uno sobre otro, que parecen un rascacielos en miniatura con grandes ventanas.

En la pared del lado contrario hay un fregadero hondo con tres pilas. Me detengo junto a tres neveras altas hasta el techo. Un enorme lavavajillas está empotrado en un hueco cerca de la puerta trasera, que de pronto se abre y muestra una pequeña terraza y su celosía desteñida. El vapor emerge del lavavajillas, y produce una niebla que se mezcla con el aire frío de la noche.

– ¿Tienes hambre? -pregunta Roman.

– Sí.

– Así es como me gustan las mujeres, hambrientas -dice sonriendo. Me ayuda a quitarme el abrigo, que dejo sobre un taburete con ruedas cerca de la puerta y que anclo con mi bolso.

– Hay un delantal en la percha.

– ¿Tengo que trabajar para conseguir mi cena?

– Ésa es la regla.

Detrás de mí, como era de esperar, hay un delantal blanco limpio. Lo paso por mi cabeza, huele a lejía y está almidonado. Roman se pone frente a mí y cruza los cordones del delantal a mi espalda, luego los pasa al frente y ata los extremos con un nudo apretado. Después me da una palmada en las caderas. Eso no era necesario, pero ya es demasiado tarde. Estoy aquí y él da palmadas. «Déjate llevar», me digo a mí misma. Roman me entrega un cucharón de madera.

– Remueve -dice, y señala una cazuela que cuece a fuego lento. Dentro brilla una buena cantidad de un suave y dorado risotto. De la cazuela surge una mezcla de aromas de mantequilla sin sal, crema de leche y azafrán -. Y no pares.

Las suelas de mis sandalias se pegan al recubrimiento del suelo, formado por una serie de hojas rectangulares de hule dispuestas alrededor de las zonas de trabajo.

Roman se apoya en una rodilla y desata los cordones de mis sandalias plateadas de cabritilla, estilo gladiador (tienen unos cordones lisos y blancos que suben más allá del tobillo). Cuando retira la sandalia de mi pie, la calidez de su mano me provoca un escalofrío que recorre mi columna vertebral.

– Bonitos zapatos -dice cuando se levanta.

– Gracias, los he hecho yo.

– Toma -dice, y saca de debajo de la mesa de cortar un par de zuecos rojos de plástico como los suyos-. Ponte éstos, no los he hecho yo.

Luego me quita la sandalia izquierda y me calza el zueco, como si fuera el príncipe de la Cenicienta.

Doy unos pasos con ellos.

– Yo calzo un delicado número cuarenta. ¿Éstos de qué número son, del cuarenta y siete?

– Cuarenta y cuatro. Pero no tienes que caminar mucho. Estarás removiendo mientras los lleves puestos.

Toma mis zapatos y los cuelga de la percha donde estaba el delantal.

– Ahora vuelvo -dice, y se encamina hacia el restaurante.

Mientras remuevo el arroz me miro los pies, me recuerdan a los del niño de la marca de pinturas Dutch Boy como aparecía en una valla publicitaria de Sunnyside, en Queens. También me recuerdan los zapatos de mi padre, que solía ponerme cuando era pequeña, pisando fuerte para fingir que era mayor.

Ahora que estoy sola, echo un vistazo con calma a la cocina. Mi mirada pasa del fregadero a la fotografía de una mujer desnuda, de perfil y con unos pechos enormes, que se inclina hacia una pila de platos sucios. Me guiña un ojo. El pie de la foto dice: «El trabajo de una mujer no termina nunca».

– Ésa es Bruna -dice Roman detrás de mí.

– Vaya con la pila de platos.

– Es la santa patrona de las cocinas.

– ¿Y de los chefs?

A partir de este momento, mantendré la mirada fija en el risotto.

El me quita la cuchara y dice:

– Y bien, ¿por qué has decidido llamarme?

– Tú me lo pediste y yo tengo unos modales impecables, así que lo hice.

– No creo que sea por eso. -Vierte un poco de sal en su mano y la agrega a la cazuela-. Me parece que te gusto un poco.

– Ya te lo diré cuando pruebe tu comida.

– Me parece justo -dice Roman, luego sacude la cabeza y sonríe.

El ayudante del camarero entra en la cocina desde el restaurante con una enorme bandeja de platos sucios y los deja en el fregadero. Habla en español con Roman, éste le da veinte dólares que saca de su bolsillo. El chico le da las gracias, se quita el delantal y se va.

– Roberto tiene otro trabajo en otro restaurante -me explica Roman-. Algún día tendrá el suyo. Yo también empecé lavando platos.

– ¿Cuántos empleados tienes?

– Tres a jornada completa: el ayudante del chef, la camarera y yo. Tres a tiempo parciaclass="underline" el ayudante del camarero y otros dos camareros. En el restaurante sólo caben cuarenta y cinco personas, pero tenemos las reservas completas cada noche. Tú sabes lo que es llevar un pequeño negocio en Nueva York. Siempre trabajas horas extras. Incluso cuando el restaurante no está lleno de clientes, tengo que prepararlo todo o debo levantarme temprano para ir al mercado o ponerme a trabajar para ampliar el menú.

Mientras Roman remueve el risotto observo que sus manos están muy limpias y que tiene las uñas muy bien cortadas.

– Y es un negocio caro. Algunos días tengo la sensación de que sólo gano para sobrevivir.

Me muevo hasta el fregadero y le doy la espalda a Bruna.

– Debes de estar haciendo algo más que sobrevivir si buscabas un piso en el edificio de Richard Meier.

– La agente inmobiliaria me enseñaba el local para un futuro restaurante a nivel de calle. Luego se ofreció a mostrarme uno de los pisos -dice, y sonríe-. Tenía curiosidad. Entonces, te vi. -Roman remueve el risotto-. Vaya edificio que tiene tu abuela.

– Ya lo sabemos.

La camarera, vestida con sombrero y gabardina, asoma por la puerta.

– Me voy.

– Gracias, Celeste. Saluda a Valentine.

– Encantada -dice, y se va.

– Es muy guapa.

– Está casada.

– Eso está bien.

Interesante. Roman aclara que la bonita camarera está casada.

– ¿Eres una fanática del matrimonio?

– Sólo en el buen sentido -digo, y me deslizo hacia la encimera limpia que está cerca del fregadero-. ¿Y tú?

– No soy un fanático -dice.

– Por lo menos eres sincero.

– ¿Has estado casada? -pregunta él.

– No. ¿Y tú?

– Sí.

– ¿Tienes hijos?

– No -dice con una sonrisa.

– Espero que no te moleste que te haga estas preguntas corno si fuera la encuestadora del censo.