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– ¿Cuánto tiempo has trabajado con tu abuela? -pregunta Roman.

– Casi cinco años.

Roman levanta de su plato una flor de calabacín.

– Cinco años. Eso significa que tienes…

Ni siquiera parpadeo al decir:

– Veintiocho.

Roman inclina la cabeza y me mira desde un ángulo distinto.

– Yo hubiera dicho que eras más joven.

– ¿De verdad? -Nunca había mentido acerca de mi edad, pero como ya casi tengo treinta y cuatro, me pareció un buen momento para empezar.

– Me casé cuando tenía veintiocho -explica Roman-. Me divorcié a los treinta y siete. Ahora tengo cuarenta y uno -recita con rapidez los números, sin la menor vacilación.

– ¿Cómo se llamaba?

– Aristea, era griega. Hasta hoy nunca he visto una mujer más hermosa.

Cuando un hombre te dice que la mujer más hermosa del mundo es su ex esposa, y lleva más de una hora mirando tu rostro, el comentario te sienta como una anchoa podrida.

– Las chicas griegas son italianas con mejor bronceado -digo antes de tomar un sorbo de vino-. ¿Qué salió mal?

– Yo trabajaba demasiado.

– Vamos, un griego puede entender el trabajo duro.

– Y… supongo que no trabajé mucho en el matrimonio.

Miro el trabajo de Roman (el mural, las velas, el festín sobre la mesa) y luego le miro a los ojos, en los que empiezo a confiar. Puedo hablar con este hombre casi sin esfuerzo. Me siento mal por haber mentido respecto a mi edad. Ésta podría ser la primera cita de muchas, ¿qué debería hacer ahora?

– Me alegra que hayas llamado -empieza.

– Necesito decirte algo -interrumpo-. Tengo treinta y tres. -Mi cara se vuelve roja como un pimiento-. Nunca miento, ¿vale? Lo hice porque treinta y tres es casi treinta y cuatro, un número bastante alto. Debes saber la verdad.

– No hay problema, tú no sales con italianos, ¿recuerdas?

Sonríe, luego se pone de pie y viene hacia mí. Me toma de las manos y tira de mí para que me levante. Nos miramos como dos personas que no saben si besarse o no. Me siento culpable por haberle dicho a Gabriel que la nariz de Roman se parecía a la que llevan las gafas de Groucho Marx. Desde este punto de vista su nariz es adorable, recta, y está muy bien.

Él coge mi cara entre sus manos. Cuando nuestros labios se encuentran por primera vez, el beso es delicado, sensual y directo, como Roman. Podría estar en la Piazza Medici de la isla de Venecia, porque el contacto con él me lleva lejos de donde estoy, a un lugar maravilloso, un lugar en el que no he estado desde hace mucho tiempo. Roman me rodea con sus brazos y la seda de mi vestido produce un sonido susurrante, como si un remo se hundiera en el canal del cuadro que está a su espalda.

El último hombre que besé fue Cal Rosenberg, el hijo de nuestro proveedor de botones de Manhasset. Digamos que no me quedaron ganas de pedirle más. Pero este beso de Roman Falconi, justo aquí, en este dulce restaurante de Mott Street, en Little Italy, con los zuecos de plástico en los pies, me hace creer en la posibilidad de un romance verdadero. Mientras él me besa otra vez, deslizo mis manos sobre sus bíceps. Los cocineros, evidentemente, levantan mucho peso; los proveedores de botones y los especuladores financieros no.

Sumerjo el rostro en el cuello de Roman, el olor de su piel limpia, atemperado por el ámbar y el cedro, es nuevo, aunque también familiar.

– Hueles increíblemente bien.

Le miro.

– Tu abuela me lo dio.

– ¿Qué te dio?

– La colonia.

No puedo creer que mi abuela le diera a Roman la muestra gratis de colonia para hombre que nos dieron de regalo en la boda de Jaclyn. No sé si sentirme avergonzada de que ella se la diera o de que él decidiera usarla.

– Me dijo que si no la aceptaba se la daría al cartero Vinnie. ¿No te gusta?

– La amo.

– Ésa es una palabra muy fuerte: amor.

– Bueno, es una colonia muy fuerte.

El sonido del bullicio que viene de la calle rompe la quietud del restaurante. A través de las ventanas puedo ver los pies de unos jóvenes de fiesta nocturna en ruta hacia la siguiente estación. Sus zapatos, unos botines de gamuza, una especie de lustrados zapatos Oxford y dos pares de escarpines de tacón alto, uno de cuero color rubí y el otro de falsa piel negra de cocodrilo, se detienen frente al Ca' d'Oro.

– Cerrado -oigo que dice una mujer ante la puerta de entrada.

No para mí. Roman Falconi me besa de nuevo.

– Vamos a comer -dice él.

A pesar de lo mucho que se construye aquí, en la orilla de Manhattan del Hudson, al otro lado del río también se trabaja mucho. Las grúas, de las que cuelgan piezas de madera, tuberías y bloques de cemento, parecen en la distancia marionetas sobre un escenario. El sonido rítmico del martillo hidráulico aminora al entrar en el agua y me recuerda el sonido de una cafetera de filtro.

Me reclino sobre la barandilla del muelle que hay cerca de nuestra tienda y espero a Bret, que se reunirá conmigo durante su pausa del mediodía. Los alumnos de un curso de pintura trabajan con dedicación bajo los permanentes toldos blancos del muelle. Doce pintores me dan la espalda con sus caballetes dirigidos hacia el este, mientras dibujan sobre lienzos blancos el paisaje de la orilla fluvial del West Village.

Observo a los estudiantes mientras su profesora se mueve en silencio entre los caballetes y retrocede a menudo para contemplar los trabajos de sus alumnos. Toca el hombro de uno de los pintores y le hace indicaciones. El artista asiente, se echa hacia atrás, entrecierra los ojos y luego da un paso hacia delante, pasa el pequeño pincel por su paleta y pinta una delgada veta blanca a lo largo del techo de una vieja fábrica que antes había pintado con detalle. De pronto, el cielo gris de su pintura, suspendido sobre los tejados como algodón viejo, se satura de luz, lo que cambia por completo el ánimo del paisaje urbano. La abuela me enseñó el poder del contraste, a usar un adorno brillante para resaltar el empeine de un zapato, o uno oscuro para definirlo, pero nunca había visto cómo éste se hacía realidad con tan sutil disposición del color. Lo recordaré la próxima vez que elija un adorno.

Bret trabaja en una agencia bursátil que se encuentra a pocos minutos a pie de nuestra tienda. Cuando estábamos juntos, algunos fines de semana, cuando necesitaba descansar de sus estudios de posgrado en Económicas, venía a ayudarme. Yo le admiraba porque él nunca había olvidado su origen y, cuando era necesario, era capaz de remangarse y hacer trabajos manuales a la vieja usanza. Estoy segura de que si ahora necesitáramos ayuda para acabar un pedido y le pidiéramos que viniera, se pondría a trabajar con energía, en honor de los viejos tiempos.

Le veo venir a lo lejos, camina vivazmente hacia mí con su traje mientras una corriente de aire agita su trinchera beige de Burberry. Bret da el último mordisco a su manzana y lanza el corazón al río Hudson. Estoy sinceramente orgullosa de él y de todo lo que ha conseguido, pero también preocupada. Es el único hombre que conozco que lo tiene todo, y el hombre que lo tiene todo sólo puede superarse a sí mismo de una manera: consiguiendo más. Pienso en Chase y su deslumbrante sonrisa. ¿Ella es más? Bret llega a donde estoy y me besa en la mejilla.

– Bien, ponme al corriente, cuéntame todo acerca del negocio.

– La abuela ha estado pidiendo créditos, con el edificio como garantía, para mantener el negocio a flote. Alfred ha revisado la contabilidad y dice que es necesario reestructurar la deuda.

– ¿Cómo puedo ayudar?

– Creo que Alfred utiliza esto como una excusa para que la abuela se jubile y poder vender el edificio: capitalizaría un inmueble de valor descomunal, pero eso significaría el fin de la compañía de zapatos Angelini. Lo cual me deja…

– Sin trabajo ni casa.

– Ni futuro -añado sin rodeos.