– ¿Qué quiere la abuela?
– Dice que no está preparada para vender; pero te diré, entre nosotros, que tiene miedo.
– Mira, ella es la dueña de un inmueble de primera. En mi compañía contamos con personas que gestionan ese tema.
– No quiero que la ayudes a vender el edificio. Quiero que me ayudes a comprarlo.
Los ojos de Bret se abren como platos.
– ¿En serio?
– Sabes cuánto significa este negocio para mí. Todo. Pero no tengo suficiente dinero ahorrado, dista mucho de ser el que necesito. No tengo aval. Y aunque casi soy una profesional, aún tengo mucho que aprender de la abuela.
– Val, esta situación tiene mala pinta. Tu abuela siempre hace lo que Alfred dice.
– ¡Lo sé! Pero también lo que yo le digo. Si tuviera un plan alternativo, ella lo consideraría.
– ¿O sea que estás buscando inversores para mantener el negocio mientras consigues comprarlo?
– Eso suena bien. Claro que no tengo ni idea de finanzas.
– Lo sé -dice sonriendo.
– Pero tú sí.
– Sabes que estoy aquí para ayudarte, déjame pensar.
Me toma del brazo y caminamos de regreso a Perry Street.
– ¿Te estás portando bien?
– Como un aplicado monaguillo. Sé lo que tengo en casa, pero gracias por recordármelo.
– Claro, para eso estoy. Soy una alarma de la fidelidad.
Tess se da media vuelta en la silla de la peluquería para comprobar en el espejo la parte trasera de su nuevo corte. Con la promesa de un peinado moderno y a la última, animé a mi hermana a ir a Eva Scrivo, la peluquería más chic del Meatpacking District.
Frente a los espejos que van del suelo al techo se alinean las sillas de cuero negro, todas ocupadas por dientas en distintas etapas del corte y del tinte. Una mujer lleva por corona una masiva fronda de papel de plata untada con decolorante; a otra mujer le alisan las mechas cortas y onduladas, color champaña, estirándolas con fuerza hasta la punta con la ayuda de un cepillo redondo; otra dienta tiene las raíces cubiertas con una mezcla de marrón y violeta y las puntas se alejan de su cuero cabelludo como los radios de una bicicleta.
– Tenías razón, Val, lo necesitaba. Con ese ordinario corte de cabello era una aburrida ama de casa -dice Tess, y sonríe-. No es que tenga nada en contra de las amas de casa. De hecho, soy una de ellas.
Scott Peré, el maestro del cabello rizado, observa el reflejo de Tess y le ahueca las espesas capas de cabello.
– Sólo os lo diré una vez, así que escuchad -dice Scott. Después de los treinta, capas, chicas, capas.
– Puedo pensar en varias cosas que una mujer necesita después de los treinta, y las capas no se encuentran ni siquiera entre las diez primeras -le digo.
– La excepción a la regla -dice-. Con tu estupenda piel, aguantarás hasta los cuarenta.
Scott toma el peine y se mueve hacia la siguiente dienta, que está sentada debajo de un secador que lanza aire caliente sobre los rulos mientras gira con lentitud alrededor de su cabeza, como un halo rotatorio de metal.
Siso un poco de crema alisadora del mostrador, echo la cabeza hacia atrás y la extiendo sobre mi cabello. Suena mi móvil, que está dentro del bolso.
– Cógelo por mí, Tess. Debe de ser la abuela, querrá saber dónde estamos.
– Hola -dice Tess, y escucha durante un momento. Me hago un moño con el cabello-. No soy Valentine, soy su hermana. -Tess me pasa el teléfono-. Es un chico.
– ¿Diga?
– Creía que eras tú -dice Roman.
– ¿Roman?
– ¡Qué nombre tan sexy! -exclama Tess con aprobación mientras toma su bolso y va hacia el mostrador a pagar.
– Llamo para agradecerte lo de la otra noche -continúa Roman-. Recibí tu nota, la llevo en el bolsillo.
– Sueño con ese risotto.
– ¿Sólo con eso? -dice. Parece decepcionado-. Me preguntaba si podríamos vernos de nuevo.
– ¿Necesitas un corte de cabello?
– No -responde riéndose.
– Muy mal. Aquí hay un asiento libre y yo soy muy buena con las tijeras.
– Pasaré del corte de pelo, pero no de ti, ¿vale? Pero, aquí viene la parte difícil, estoy encadenado a este lugar.
– Me pasa lo mismo con la tienda, ¿qué tal si te llamo un día para tomar un café después del almuerzo?
– Me parece bien.
Cierro el móvil y lo meto en el bolso. Me encuentro con Tess fuera de la peluquería. Se acerca hacia mí mientras habla con su marido.
– Nada de noche especial. Ni hablar. Dile a Charisma que no se acerque a la nata montada y a Chiara que no tiene permiso para dormir en nuestra cama. Vale, cariño. Voy a casa de la abuela con Val. Llegaré a la hora de dormir. Te quiero -dice Tess, y cuelga el teléfono-. Charlie tiene muchísimo trabajo. Charisma estaba jugando con su móvil y llamó a su jefe por accidente. -Tess me mira-. ¿Y bien?
– Tuve una cita.
– ¿Y?
– Y él es muy interesante.
– ¿Un empollón?
– En absoluto. Es bastante enrollado.
– ¿Y complicado?
– ¿No lo son todos?
– También mi Charlie. Es complicado incluso en las cosas más sencillas. Le gusta comer pasta todos los jueves, ver una película los viernes y tener sexo los sábados.
Tess nunca había mencionado su vida sexual. Obviamente el corte de cabello la ha liberado.
– Es una agenda fácil de cumplir -respondo, riendo.
– No me quejo, pero hay que tener cuidado con la rutina. Necesitas mantener despierto el interés de tu hombre. Charlie se está acercando a los cuarenta y ya sabes lo que pasa. Coche nuevo, esposa nueva, vida nueva.
– Eso nunca te pasará -le prometo a mi hermana.
– Le pasó a nuestra madre.
– Sí, pero eran los años ochenta. Entonces les sucedía a todas las madres.
– La historia tiene una manera curiosa de repetirse -dice Tess, metiendo las manos en los bolsillos mientras caminamos-. Incluso la abuela tuvo un problema con el abuelo.
Me detengo y observo a mi hermana.
– ¿Qué?
– Sí, mamá me dijo que el abuelo tenía una… amiga.
– ¿De verdad?
– No sé cómo se llamaba ni nada, pero mamá me lo contó antes de mi boda.
– ¿Y no me lo habías dicho?
– Como si las infidelidades de nuestros parientes fueran una suerte de reliquia familiar que debamos compartir, como la cubertería de plata.
– Aun así -protesto. Me siento mal porque la abuela no me ha confiado el secreto-. La abuela nunca lo ha mencionado.
– Tú idolatrabas al abuelo, ¿por qué tendría que hacerlo?
Abro la puerta principal del edificio. Tess y yo entramos en el vestíbulo. La puerta de entrada a la tienda está abierta, las mesas de trabajo han quedado vacías y la pequeña lámpara del escritorio es la única luz del lugar. Sobre el escritorio hay una nota con la caligrafía de la abuela: «Id a la terraza… Hay castañas».
Subimos corriendo las escaleras, perdemos el aliento mientras llegamos arriba.
– En mi próxima vida -digo, jadeando-, quiero vivir en uno de esos estupendos lofts de una sola planta, sin escaleras.
– El prototipo de la residencia asistida -resopla Tess.
Empujo la puerta de la terraza. La abuela tiene la parrilla encendida. Hay dos enormes sartenes tapadas con papel de aluminio sobre las rojas llamas del carbón. El humo del carbón trae el olor de las castañas dulces mientras éstas se asan, un delicioso aroma a miel y crema.
– Están buenas este año. Jugosas -dice la abuela, mientras agita la sartén, que sostiene con una manopla de cocina. Lleva un pañuelo sobre el cabello y su abrigo de invierno está abotonado hasta arriba-. Oh, Tess, me encanta tu cabello.
– Gracias -dice Tess, y gira la cabeza-. Scott es muy bueno, deberías ir a su peluquería, abuela.
– Quizá lo haga.
La abuela coge la espátula que pende de un gancho lateral de la parrilla. Levanta la cubierta de la sartén con la manopla y luego aporrea las castañas con el lado plano de la espátula hasta que se abren. Las saca a cucharadas y las pone en una bandeja de acero inoxidable para galletas. Tess y yo nos sentamos en la tumbona y tomamos la bandeja. Soplamos y sacamos una a una las blanquecinas castañas de sus tostadas cascaras. Nos las echamos a la boca. Son sublimes.