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– ¡Ojalá! -grita la abuela-. Me hubiera gustado que fuera una hippie, como todos los chicos de su edad. Por lo menos que mostrara un poco de osadía. Le dije a tu madre que cada generación debe tomar su cultura por el mango y sacudirla. Pero lo único que ella quería sacudir eran los martinis. Te digo la verdad, no sé a quién ha salido.

Entiendo lo que la abuela quiere decir. Yo solía rezar por tener una madre feminista. Beth, la madre de mi amiga Cami O'Casey, era una mujer delgada como un palo de escoba, con el cabello gris a los treinta y seis, que usaba sandalias como las de Jesús y preparaba su propia avena. Trabajaba en una agencia del gobierno en Harlem y se ponía pins asombrosos con frases como «DESTRUYE TU TV» o «TE AMO CON TODO EL RIÑÓN». En cambio, yo tenía a la hollywoodiense Mike, con sus pelucas y su equipo de maquillaje y ese maldito espejo en el vestidor rodeado de bombillas al estilo de Greta Garbo. Mientras la madre de Cami participaba en la manifestación por la paz, mi madre esperaba sentada a que volvieran a estar de moda las medias de malla.

Hasta el día de hoy mi madre sostiene las corrientes de la moda como si fueran una barra de pesas. Sabe cuándo hay que guardar el verde lima en el armario porque el violeta es el color del momento. Cuando los grandes peinados estaban de moda en los años ochenta, mi madre se hizo la permanente. Llegaba a casa con el cabello ensortijado, encrespado e hinchado, y cuando los rizos no eran bastante grandes, ponía la cabeza hacia abajo y se rociaba el cabello desde las raíces hasta que se mantenía alejado de su cuero cabelludo como los rayos sobre la cabeza de Jesús en el sagrario. A veces su peinado era tan voluminoso que temíamos que no entrara en el coche.

En 1984 recé una novena para pedir que mi madre no sufriera un enfisema causado por el abuso de laca para el cabello e hice un proyecto de ciencias sobre la devastación causada por los clorofluorocarbonos de aluminio, los componentes químicos que hay en los aerosoles, especialmente en el Aqua Net. Le mostré a mi madre la prueba científica de que su régimen de belleza podría en verdad matarla; me dio un golpecito en la cabeza y me llamó «mi pequeña Ralph Nader.»Cuando no estaba rezando a Dios para que salvara la vida de mi madre, rezaba para que mi padre no enfermara de asma o algo peor por inhalación pasiva de laca para el cabello. Imaginaba a toda la familia muerta a causa de las inhalaciones nocivas y a la policía al encontrarnos en el suelo como una pila de esos muñecos desmontables. El día en el que le confesé mi mayor temor me dijo: «Bueno, pero cuando las autoridades nos encuentren, mi cabello estará perfecto».

– Tu madre ha vuelto a decorar el jardín -dice la abuela mientras nos detenemos frente al número 162 de Austin Street-. Es como si Babilonia hubiera llegado a Queens.

La casa estilo Tudor de los Roncalli está recién pintada y barnizada de marrón oscuro, con ribetes blancos por encima del porche. A cada lado de la entrada hay tres arbustos nuevos y brillantes y donde antes había césped hay dos pequeños lechos de flores al estilo inglés. Ambas parcelas están atestadas de calabazas decorativas, coles de otoño y las últimas nomeolvides violetas, limitadas a cada lado del camino por un parterre de ladrillo. Tres cestas colgantes, que derraman hojas verdes y brillantes, están suspendidas sobre el porche como los polios de Ghinatown. Encima de las ventanas de la fachada, una bandera de Estados Unidos se despliega junto a otra de Italia. Las jardineras debajo de las ventanas tienen molinillos de aspas rojas, blancas y verdes que giran con el viento. Los coches son al bulevar de Queens lo que la flora y la fauna son al jardín de entrada de mi madre. Dondequiera que mires hay algo que crece, gira o se balancea. Mi padre quizá se haya jubilado como técnico jardinero de parques urbanos, pero mi madre no le ha dejado tirar la toalla.

– No sabe cuándo parar -dice la abuela, dando un paso por el sendero-. Me pregunto cuánto gasta al año en fertilizante.

– Mucho. El catálogo de Burpee es la pornografía de mamá.

– ¡Hola, chicas! -dice mi madre, mientras abre la puerta de entrada y baja a la acera para saludarnos-. Mamá, te ves genial.

– Gracias, Mike -dice la abuela, y le da un beso en la mejilla-, tu jardín se ve…

– Sabes que odio el césped. Es demasiado rural.

Mamá lleva una túnica larga y blanca de seda cruda que hace juego con unos pantalones blancos. La profunda V del escote está salpicada con cuentas planas de color turquesa. El cabello castaño le cae sobre los hombros y deja al descubierto unos pendientes de aro muy grandes y plateados. Sus zapatos abiertos de gamuza blanco níveo con un tacón cuadrado de diez centímetros revelan sus esbeltos tobillos. El brazo izquierdo, de la muñeca al codo, está cubierto de pulseras de plata. Las agita y dice:

– Muy al estilo de Jennifer López, ¿no crees?

– Mucho -le respondo.

– Estoy haciendo tortillas francesas al gusto. Tu padre está preparando las tostadas francesas. -Mamá nos indica que subamos las escaleras-. Todos están aquí.

El diseño interior de la casa de mis padres es un homenaje a la gloria del Imperio británico y un plagio directo de cada una de las habitaciones estilo Tudor retratadas en Architectural Digest desde 1968. Los italoamericanos codician todo lo británico, porque respetamos al que llega primero. La prueba es la adoración que mi madre profesa a la cretona satinada color cereza, las alfombras trenzadas, las lámparas de cerámica y los viejos óleos de la campiña inglesa, en la que aún no ha estado.

La abuela y yo seguimos a mamá a la cocina, repleta de modernos electrodomésticos blancos y encimeras de mármol con vetas negras. Mi madre dice que el patrón de colores es «regaliz y merengue», como si nada en la vida de mi madre pudiera ser llamado blanco y negro.

Jaclyn ha esparcido las fotos de la boda sobre la mesa de la cocina. Alfred ocupa el sitio de la cabecera, pero es Tess, sentada a su derecha, la que atrapa mi atención. Tiene la nariz roja de llorar.

– Vamos, no puede ser que te veas tan mal en las fotos -le tomo el pelo, pero ella mira para otro lado.

En medio de la conmoción de los besos en las dos mejillas y los saludos, hago un ademán a Tess para que nos encontremos en el cuarto de baño. Nos metemos en el medio baño que hay fuera de la cocina y que solía usarse como despensa. El papel pintado que cubre del suelo al techo este diminuto espacio, con lunares rosados, verdes y amarillos, me hace sentir como si hubiera aterrizado en un frasco de comprimidos.

– ¿Qué pasa? -Tess niega con la cabeza, incapaz de articular palabra-. Vamos, ¿de qué se trata?

– ¡Papá tiene cáncer! -aúlla Tess.

Mi madre abre la puerta del baño, aparecen papá, la abuela, Alfred y Jaclyn apretujados en el umbral, como si fuéramos un tren en movimiento y ellos estuvieran en el andén diciendo adiós.

Un vistazo a la cara de papá me indica que es cierto.

– ¡Aire, necesito aire! -grito.

Se dispersan mientras salimos hacia la cocina. Papá me agarra y me abraza con fuerza. Poco después, Tess y Jaclyn lo abrazan también. Alfred sigue de pie, lejos de todo, con expresión sombría en su ya de por sí amargada cara. Mi madre ha pasado un brazo sobre los hombros de la abuela, enormes lagrimones caen de su rostro, pero incluso así su rímel no se corre.

– Papá, ¿qué ha pasado?

– No quiero que os preocupéis. No es gran cosa.

– ¿No es gran cosa? ¡Es cáncer! -dice Tess, intentando calmarse, aunque no puede. Las lágrimas siguen fluyendo.

– ¿Qué clase de cáncer? -me las arreglo para gritar encima del llanto.

– De próstata -responde mamá.

– Lo siento mucho, Dutch -dice la abuela, tomando por el brazo a mi padre-. ¿Qué ha dicho el médico?

– Que lo han diagnosticado a tiempo, así que estoy sopesando mis opciones. Creo que me decidiré por las semillas implantadas en las bolas.