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– Papá, ¿por qué tienes que llamarlas… bolas? -Grandes lágrimas ruedan por las mejillas de Jaclyn.

– No quería decir escroto delante de la abuela.

– Es mejor que bolas -dice mi madre.

– Es igual, es evidente que cerca del setenta y cinco por ciento de los hombres que llegan a mi edad tienen problemas de postrada.

– Próstata, cariño -dice mi madre, y por el tono de su voz puedo asegurar que ha estado corrigiendo la pronunciación de papá desde el diagnóstico.

– Próstata, postrada, ¿cuál es la maldita diferencia? Tengo sesenta y ocho años y algo tiene que acabar conmigo, y no será una tontería del corazón -dice papá, golpeándose el pecho-. Será el cáncer. Ésa es la verdad. Quiero que vosotros, mi progenie, sepáis contra qué lucho. Y quería decíroslo en persona, sin esposas o niños, para que pudierais digerir la información de primera mano. Naturalmente, también me preocupaba intimidar a los niños al hablar de mis partes íntimas. ¿Cómo leches podría decirles que su abuelo tiene un problema con su pilila? No me parecía correcto.

– No, no hubiera sido correcto -susurro.

Miro a mi padre, que es la persona más graciosa que conozco, pero que no tiene ni idea de lo que significa ser gracioso. Trabajó toda su vida como director del Departamento de Parques aquí, en Forest Hills, hasta que se jubiló hace tres años y empezó a trabajar para mi madre como jardinero-basurero de la familia. Ahorró, economizó y nos pagó la universidad a todos. Ha sido la servicial pareja de mi madre, la protagonista, en la película de su matrimonio. Siempre ha sido tan constante que nunca imaginé que podía ocurrirle algo malo. No ha sido un santo, pero sí un hombre de una pieza.

Mi madre junta las manos en posición de primera comunión.

– Mirad, nos enfrentaremos a esto como una familia y lo superaremos como una familia.

La expresión de su cara es idéntica a la de Joanna Kerns en el clímax de Mi esposo, mi vida, el culebrón que pasan en las reposiciones del canal Lifetime. Mi madre toma aire, continúa con las manos en posición de orar y dice:

– El médico nos ha dicho que está en la fase dos…

– … en una escala que llega al cuatro -completa mi padre.

– Lo cual es una muy buena noticia -prosigue mi madre-. Significa que a su edad vuestro padre puede fácilmente sobrevivir al cáncer.

No tengo idea de lo que mi madre quiere decir, y ninguno de nosotros, pero ella continúa.

– Me siento fuerte. El también se siente fuerte. Y gracias a Dios, Alfred se encargará de conseguir el mejor cuidado médico del país para vuestro padre. Alfred piensa llamar a su amigo del hospital Sloan-Kettering para que vuestro padre sea tratado por el mejor equipo. -Alfred asiente, para indicar que hará la llamada-. Tenemos hijos magníficos…, nietos -mi madre mueve los brazos abarcando todo a su alrededor-, una adorable casa que es una obra de arte y una vida hermosa. -Mamá prorrumpe en llanto-. Somos jóvenes y vamos a machacar a esta cosa… Eso es lo que hay.

– Estupendo, Mike. -Mi padre da un aplauso-. ¿Quién quiere una tostada?

Bebo demasiado café con avellana, la mezcla de otoño que mi madre sirve de un recipiente de plata decorado, cuyo pitón tiene la forma de una cabeza de pájaro (¿quién lo querría como herencia?). Hay algo engañoso en las delicadas tazas de porcelana de mi madre y en esa cafetera sin fondo que te hace creer que consumes menos cafeína de la que en realidad tomas. O quizá bebo tanto café porque estoy buscando una excusa para levantarme de la mesa de vez en cuando y así evitar llorar frente a mi padre.

Conseguimos mantener viva la conversación durante el almuerzo, pero los silencios ocasionales caen sobre nosotros cuando nuestros pensamientos rondan las terribles noticias que papá nos ha dado. La charla no fluye, rebota en las paredes de la habitación, y nos agota. Que nos esforcemos por poner buena cara ante la enfermedad de papá, un hombre que no ha estado enfermo un solo día de su vida, es mucho pedir, incluso para Lagraciosa.

Las chicas hemos recogido los platos del almuerzo y ahora pasamos las fotografías de la boda. Mi padre y Alfred miran un partido de fútbol en el estudio. Afianzar los lazos masculinos es indispensable después de ver las fotografías de una boda.

Me escabullo al patio trasero para coger aire, pero en realidad es claustrofóbico, porque el único espacio abierto se encuentra en el sendero de piedra que lleva a una sala de estar exterior con muebles de ratán ingleses. Y eso no es todo. Diestramente colocado, en medio del denso paisaje, hay un desorden de ornamentos tradicionales que incluye un reloj de sol, una pileta para pájaros y la estatua de tres ángeles renacentistas que tocan la flauta. El reflejo de mi cara, sobre una pelota de ejercicios azul que hay en un pedestal, parece pintado por Modigliani: larga, caballuna y triste.

– Eh, chávala -dice mi padre detrás de mí.

– ¿Por qué mamá exagera en la decoración de todo? -pregunto-. ¿Acaso piensa que si mantiene el paisaje al estilo inglés, Colin Firth vendrá a tomar un baño en la pileta de los pájaros?

Me siento en el sofá de dos plazas. Mi padre se apretuja junto a mí; el espacio que compartimos equivale a un asiento individual del metro.

– Es el auténtico Agonía en el jardín -digo yo. Mi padre se ríe y pasa su brazo sobre mis hombros.

– No quiero que te preocupes por mí.

– Lo siento, papá, pero estoy preocupada.

– He sido muy afortunado, Valentine. Además, la gran «C» ya no es lo que era. La gente anda por ahí con cáncer como va con un buen puente dental. Me dicen los médicos que empieza a formar parte de ti. Puede remitir hasta el día de tu muerte, ¡por el amor de Dios!

– Bueno, me alegra ver que tienes una actitud positiva.

– Además, no he sido un santo, Val. Quizá me lo he ganado.

– ¿Qué?

Vuelvo el rostro hacia mi padre, lo cual, en este sofá de dos plazas para la casa de ensueño de Barbie, no resulta sencillo.

– Mezzo-mezzo -dice él mientras alza la mano, la estira como el ala de un avión y la agita de un lado al otro-. Quiero decir que he tratado de ser un buen padre y un marido decente, pero soy humano y a veces he fallado.

– Eres un buen hombre, papá, has fracasado en muy poco.

– Ah…, lo suficiente para que el Hacedor me dé mi merecido.

– No tienes cáncer por los errores que has cometido.

– Por supuesto que sí. Mira las evidencias. No tengo cáncer de pulmón porque a Dios le molestara que yo fumase. Tengo cáncer ahí abajo, porque… ya sabes.

La mención del «ya sabes» nos remite al silencio y a recuerdos distintos. Mi padre recuerda el año de 1986 de una manera y yo lo recuerdo como una época en la que el núcleo de nuestra familia se tambaleó a causa de la crisis de madurez de papá y de la capacidad de mamá para negociar con ella.

– No creo en un Dios vengador -le digo.

– Yo sí. Soy un católico a la vieja usanza. Creía todo lo que me enseñaban las monjas. Ellas decían que Dios me observaba en todo momento y a toda hora del día, y que debía examinar mi conciencia y pedir a Dios que perdonara mis pecados, porque si durante la noche me asfixiaba sin haber limpiado mi alma, iría directo al infierno. Luego, cuando llegué a la adolescencia, me dijeron que si llegaba a pensar en sexo, mejor me casara. Y lo hice. Pero en algún punto del camino empecé a pensar en Dios, y en quién era realmente y llegué a la conclusión de que Él no me estaba observando en todo momento como decían las monjas.

– Entonces, ¿qué hacía?

– Llegué a la conclusión de que Él me había dado la vida y luego se había despedido de mí diciendo: «Tú mismo, Dutch». El resto era asunto mío. Mi deber era llevar una buena vida y hacer lo correcto. Un alma es como dibujar en el Telesketch. Cuando metes la pata es como si pintaras, pero tienes la oportunidad de pedir perdón, darle la vuelta al tablero y agitarlo hasta que la mala acción desaparezca. En resumidas cuentas, ése es el propósito de la confesión. El secreto está en cruzar la línea final sin una mancha en el alma. Quiero decir que se puede ver al cáncer como algo bueno, que te da la oportunidad de prepararte. Por lo menos me han concedido un tiempo de preparación. Mucha gente ni siquiera tiene eso.