Mis ojos se llenan de lágrimas.
– No quiero que te mueras, papá.
– Pero lo haré.
– No ahora, es demasiado pronto.
– Sin embargo, quiero estar preparado. Luego, si es verdad que hay un día del Juicio Final, como las monjas prometieron, habré llevado a cabo mi examen de conciencia. Dios se presentará al final como lo hizo al principio y revisará si lo he hecho bien. ¿Qué más puedo pedir? No me preocupa ver la cara de Dios. ¡Qué leches!
– Papá, creo que eres budista.
Mi padre nunca ha sido demasiado elocuente, especialmente cuando se trata de sus sentimientos. No importa lo que ha callado, sé que nos quiere profundamente. Sin embargo, nunca imaginé que tuviera una filosofía espiritual. Supongo que no la necesitaba cuando tenía todos los huesos sanos.
– Papá, nunca me habías hablado de Dios.
– Le dejé el tema a la iglesia. Os hemos arrastrado a misa cada semana por una razón: esa gente está en el negocio de la redención. Seamos realistas -dice, cruzando las manos sobre su regazo-, estoy muy lejos de ser un santón, pero he tenido que hacerme la gran pregunta: ¿qué parte de ti, Dutch Roncalli, es eterna?
– Y ¿cuál es la respuesta?
– El bosque de media hectárea en el parque 134. Cuando me convertí en técnico jardinero de parques urbanos en 1977, me dieron la responsabilidad de plantar y mantener un es-pació verde de una hectárea en el centro del parque con un estanque natural rodeado por un bosquecillo de abetos. No puede venderse, como la tierra de Central Park. Por ley, el hábitat natural debe mantenerse a perpetuidad, así que ese bosque es mi pequeña aportación a las futuras generaciones del municipio de Queens. Casi nada, pero para mí es eterno.
– Me parece estupendo, papá. -Respiro profundamente-. Pero ¿no crees que tus hijos son tu verdadero legado?
– No puedo llevarme el mérito por aquello en lo que os habéis convertido Tess, Jaclyn, Alfred y tú. Vosotros sois como esos hámster que teníais que criar en primaria, estáis en préstamo. Sólo os he cuidado hasta que os habéis hecho cargo de vosotros mismos.
– Pero también nos diste tu cariño.
– Por supuesto, y en cuanto a ser padre se refiere, lo he hecho genial. Ninguno de vosotros habéis tenido problemas con las drogas ni sois jugadores ni apostáis. No tenéis ningún vicio. Pero eso se lo debo a tu madre. Todos vosotros tenéis éxito en vuestros campos. Tú te encargas de la compañía de zapatos y de la abuela, y eso es mucho. Serás recompensada, Valentina. -Mi padre es la única persona del mundo que pone una «a» al final de mi nombre y oírlo pronunciarla me da un inmenso placer. Y entonces añade-: Alguien se encargará de ti cuando seas vieja, como compensación.
– Espero que tengas razón.
– Cualquiera bailaría el Watusi por tener la oportunidad de contar con una esposa tan estupenda.
– ¿Como yo?
– Como tú. Tienes un corazón enorme. De todos mis hijos, eres la que más se parece a mí. Tú no saliste de la matriz conociendo todas las respuestas, como Alfred; tú no tienes un plan maestro, como Tess, y nunca has confiado en tu hermosa cara, como Jaclyn. Has trabajado duro por todo lo que has conseguido, por eso eres divertida. Se necesita sentido del humor cuando las cosas no salen de la manera que esperas. Y lo mismo me pasa a mí. Las cosas no siempre me han ido bien, pero nunca me he dado por vencido y no quiero que tú lo hagas.
– No lo haré -digo, apretando la mano de papá.
– Quiero que encuentres un chico amable.
– ¿Conoces a alguien?
Mi padre mueve las manos en el aire.
– Tú misma, yo no me entrometo en esos asuntos.
– Si te digo la verdad, he conocido a alguien.
– ¿De verdad? -dice mi padre. Ahora le toca a él moverse en el diminuto asiento y recibir un codazo en la cadera. Me acomodo para hacer espacio a sus 360 grados-. ¿A qué se dedica?
– Es chef. Italiano.
– ¿Auténticamente italiano? ¿O es albanés o checo? Ya sabes, hoy en día vienen aquí con acento y abren pizzerías como si fueran los hijos auténticos de Mama Leone, aunque nosotros, los verdaderos italianos, sabemos la verdad.
– No, no, es un italiano auténtico, papá, de Chicago.
– Muy bien, ¿y qué piensas de este paisano?
– No lo sé, papá.
– ¿Sabes?, no tienes que saberlo todo, algunas veces es mejor no saber.
La calma de una tarde de domingo en Forest Hills desciende sobre el jardín, como niebla. El brazo del sofá de dos plazas me estrangula el muslo, pero no quiero moverme. Deseo estar sentada junto a mi padre el mayor tiempo posible, sólo nosotros dos, él, con sus teorías de la religión, el amor y la naturaleza eterna de los árboles, y yo, que espero que él siga por aquí para presenciar los giros que dará mi historia.
Cojo la mano de mi padre, algo que no he hecho desde que tenía diez años. Me la agarra con fuerza, como si no quisiera soltarla nunca. Mi padre mira hacia el jardín de los Buzzacacco, donde hay una mesa de picnic cubierta con un mantel rojo encendido y una estatua que se desmorona de la Venus de Milo (con brazos). Yo miro hacia la casa. Mi madre está de pie frente a la ventana de la cocina y nos mira con una cara tan triste que ahora ella es el Modigliani.
Las ruedas de la máquina pulidora giran mientras aprieto el pedal. Meto la mano en un guante de algodón y luego cojo un escarpín de cuero rosado. Con la otra mano sujeto el tacón y acomodo el zapato entre los cepillos redondos. Doy brillo al empeine hasta que el cuero parece una concha iridiscente de color rosa.
Uno de los placeres de trabajar con el cuero es conseguir la pátina. Las hojas de cuero nuevo que nos entregan los curtidores son maravillosas, pero el cuero nuevo sin la experiencia de un zapatero es sólo cuero. En las manos de un artesano, ese pedazo de animal se convierte en arte. El cuero trabajado a mano desarrolla su propia personalidad; grabar y repujar le da un patrón, mientras que el lustrado le da carácter y el carácter lo hace único en su especie.
A veces se necesitan varios días para saturar el cuero con pigmentos, dejarlo secar y pulirlo y abrillantarlo durante horas hasta que adquiera la tonalidad que agrada a la vista y que es adecuada para el zapato. Luego cepillo el cuero a mano hasta darle una profundidad nacarada. Puedo advertir en su superficie matices y tonalidades que cambian con la luz; profundas venas sobre la fibra que le dan apariencia de antigüedad y el brillo que dota de una capa de energía al producto final. Mi abuela me enseñó que el espectro de colores para el cuero y la gamuza es ilimitado, como las notas musicales. Una novia puntillosa quería que sus zapatos fueran de color azul Tiffany, para que hicieran juego con la caja en la que venía su anillo de compromiso; me llevó un mes obtener la saturación exacta de color, pero lo conseguí.
Coloco el segundo zapato en la mano izquierda y lo guío bajo los cepillos con la derecha. Escucho un golpeteo en la ventana principal de la tienda. Bret me saluda y yo le indico que nos encontremos en la entrada.
– Te has levantado temprano -me dice mientras mantengo la puerta abierta y lo invito a pasar.
– Así es la vida del zapatero y, evidentemente, le pasa lo mismo a los barones de Wall Street. -Miro el reloj, son las seis y media de la mañana. He estado trabajando desde las cinco.
– Tengo algunas noticias -dice Bret, Se sienta en el taburete con ruedas de la mesa de cortar. Yo lo hago junto a él, y abre una carpeta-. He hecho algunas indagaciones. Empezaré diciendo que ejerces la peor profesión posible para conseguir inversores.