– Así que todos fingían.
– Exactamente. Mamá le dijo a la abuela que necesitaba tiempo para pensar, pero nadie habló con nosotros, los niños, de lo que estaba pasando, así que vivimos en total ignorancia.
– ¿Tu padre te explicó qué sucedía?
– Cada domingo venía a cenar con nosotros y mamá se las arreglaba para desaparecer, ya sabes, ponía una excusa, decía que iba a hacer un recado o que había quedado con un amigo. Ahora sé que ella no soportaba verle. Hace poco descubrí que iba al cine cuando papá nos visitaba. Ese verano vio Flashdance nueve veces, eso despertó en ella un amor eterno por los jerséis de hombro caído.
– Me muero por conocer a tu madre -dice con ironía.
– Después de un par de meses, mi madre se recuperó. Sacó al George Patton que había en su interior y puso en práctica una estrategia para salvar a nuestra familia. Resulta que papá es un adicto a la seguridad. Para él, todo es seguridad, revisa cada una de las ventanas y puertas antes de irse a la cama. Si mamá era la aventurera, papá era el responsable. Mamá sabía que él nunca cambiaría la seguridad de una esposa por los secretos ocultos de su amante Mary de Pottsville. -Doy un sorbo a mi café antes de continuar-. Mi madre nunca mencionó la aventura, nunca. Sólo se apartó del mundo de mi padre y dejó que experimentara la vida sin ella durante un tiempo. Créeme, si conocieras a mi madre y, de repente, ya no estuviera ahí, echarías de menos su fuerza. Estaba muy dolida, pero también sabía que si desaparecía de su vida él recordaría por qué se había enamorado de ella al principio.
– ¿Y funcionó?
– Por completo. Pude observar cómo se enamoraban mis padres por segunda vez. Créeme, hay una razón para que los padres sean Románticos antes de que los hijos nazcan: es porque los hijos no lo pueden soportar. Pillaba a mi madre en el regazo de mi padre cuando volvía de la escuela. Una vez me los encontré dándose el lote en la cocina. Mi madre era tan adorable, estaba tan relajada y entregada a la relación que papá no podía resistirse. De pronto, Mary de Pottsville era, bueno, era Mary de Pottsville. Jamás llegaría a ser Mike de Manhattan.
– Nunca he visto a mis padres ser cariñosos el uno con el otro.
– No tendrías por qué; tu pobre madre terminaba agota-da de trabajar en el restaurante familiar, ¿quién se siente Romántico después de doce horas de hacer albóndigas, freír pescado y hornear pan? Yo no.
– Y mi madre sigue matándose en esa cocina mientras mi padre viste traje y charla con los clientes. Es un restaurador de la vieja escuela. Pero eso les funciona a ambos.
– ¿Sabes qué le dijo la abuela a mi madre cuando volvió con mi padre?
– ¿Qué?
– Le dijo: «Afloja la correa, Mike». En otras palabras, no le hagas pagar su error toda la vida. Déjalo libre, confía en él. Y mi madre lo hizo.
– ¿Sabes qué? -dice Roman-. Me gusta la idea de aflojar la correa.
– Lo suponía.
Pongo los brazos alrededor de su cuello. Mientras nos besamos, pienso en todas las veces que he caminado sola a orillas del río, en las parejas que he visto besándose en estos bancos y en que después desviaba la mirada preguntándome si alguna vez encontraría alguien con quien compartir un beso o un café en un día nublado. Ahora está aquí y me pregunto qué piensa.
– Estoy marinando un trozo de ternera especial -dice, y se pone de pie.
Me río y echo la cabeza hacia atrás. El tira de mí y me levanta del banco.
– ¿Qué te hace gracia?
– Debo de besar muy mal si estás pensando en marinar.
Me acerca a él y me besa de nuevo.
– No tienes ni idea de lo que estoy pensando -dice, cogiéndome de la mano-. Vamos, te acompaño.
– ¿Me he perdido algo? -exclamo al colgar mi abrigo en la entrada. Luego entro al taller, que está en plena fase de envío. La abuela mete unos zapatos de satén en las cajas con rayas rojas y blancas de nuestra marca. June cubre los zapatos con un rectángulo de papel de seda con rayas rojas y blancas, pone la tapa encima y pega nuestro logotipo: una corona dorada sobre la que figura en letras plateadas la leyenda: «Compañía de zapatos Angelini».
– Sesenta y siete pares de zapatos color beige cascara de huevo para Harlen Levine, de Picardy Footwear, en Milwaukee -dice June mientras coloca una caja dentro de un cajón de embalaje-. Y ahora podría tomarme una cerveza.
– Una compensación -digo, y me pongo el delantal.
– Estamos esperando a la señora Palamara, estará aquí en cualquier momento -me recuerda la abuela-. Dejaré que le tomes las medidas para los patrones.
– Vale.
Esta es una primicia. La abuela suele ser quien toma las medidas. Observo a June, que levanta los pulgares con entusiasmo.
Alguien llama a la puerta principal. El viento del río es tan fuerte que, cuando le abro la puerta, la futura novia prácticamente vuela hacia el interior del taller.
Rosaría tiene veinticinco años, cara ancha, ojos negros, una pequeña sonrisa rosada y el cabello liso y rubio. Su madre se hizo los zapatos de boda aquí y Rosaría se encarga de continuar la tradición.
– Me hace mucha ilusión -dice, mientras busca algo en su bolso-. Hola a todos -añade sin alzar la mirada. Saca del bolso un artículo de revista grapado a una hoja de papel de mayor tamaño, donde se muestra un vestido de novia dibujado a mano-. Este es mi vestido, lo he copiado de Amsale.
– Fabuloso -dice la abuela, y me da la fotografía y el dibujo-. Valentine te hará los zapatos de principio a fin.
– Estupendo -dice Rosaría con una sonrisa. El dibujo muestra un sencillo vestido de seda con el talle alto. Tiene un escote cuadrado y mangas muy cortas-. ¿Qué te parece?
– Lo encuentro muy Camelot-le digo-. ¿La has visto?
Niega con la cabeza.
– ¿No ves películas viejas con tu abuela?
– No.
June se ríe y dice:
– Camelot no es una película vieja.
– Es vieja para ellas, tiene cuarenta años -dice la abuela, y continúa metiendo los zapatos en las cajas.
– Te casarás el próximo julio, ¿en qué habías pensado, unas sandalias?
– Me encantan las sandalias.
Cojo un libro del escritorio y le muestro las distintas variantes del zapato Lola. Pega un grito y apunta a una brillante sandalia de lino teñida de rosado claro y con correas entrecruzadas.
– ¡Oh, Dios, éste! -dice, señalando el modelo.
– Ya lo tienes entonces. Quítate los zapatos para que tomemos las medidas.
Rosaría se sienta en un taburete y se quita los zapatos y las medias. Tomo de la repisa dos trozos precortados de papel de cera y escribo su nombre en la esquina superior derecha de ambos. Los coloco en el suelo, delante de Rosaría, luego la ayudo a ponerse de pie encima del centro de cada uno. Trazo el borde del pie derecho, haciendo una marca de lápiz entre cada dedo. Hago lo mismo con el pie izquierdo. Se hace a un lado. Del carrete de cuerda que descansa sobre el escritorio corto dos trozos y mido el largo de las correas, una para la parte superior del pie y otra para el tobillo. Etiqueto las cuerdas y las introduzco en un sobre con su nombre. -Muy bien, ahora viene la parte divertida.
Abro el armario de los adornos para Rosaría, que mira los estantes y los contenedores de plástico transparente como una chiquilla que ha aterrizado en el interior de un cofre lleno de joyas y puede escoger cualquiera que desee.
Estamos muy orgullosas de las piezas que usamos para adornar los zapatos. La abuela viaja a Italia cada año a comprar los suministros. Cuando cocinas, todo depende de la calidad de los ingredientes, y lo mismo sucede al hacer zapatos. Las telas de lujo, el cuero de excelente calidad y los adornos trabajados a mano marcan la diferencia y definen nuestra marca. La lealtad también interviene en la ética de trabajo de la abuela; compra todo el cuero y la gamuza a la familia Vechiarelli de Arezzo, en Italia, los descendientes del mismo curtidor que abastecía a mi abuelo.