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Muchos zapateros tienen agricultores entre sus antepasados. Los Angelini fueron campesinos antes de convertirse en carniceros. Los carniceros a menudo se metían al negocio del curtido de pieles porque era más rentable vender el cuero preparado que vender las pieles crudas. Conforme pasó el tiempo, mi bisabuelo dio el salto de carnicero a zapatero.

En las primeras décadas del siglo XX Italia vivió un movimiento en el que los artesanos (zapateros, joyeros, sastres, alfareros, orfebres, vidrieros y plateros) enseñaron sus conocimientos gremiales a los jóvenes que necesitaban con desesperación trabajar. El artesano iba a los pueblos pequeños e impartía cursos sobre su área de conocimiento. El sistema del maestro y el aprendiz es un pilar en la vida laboral de los italianos, pero este movimiento en concreto era tanto político como artístico, había nacido de la necesidad de sacar a los italianos de la pobreza tras la guerra. El movimiento se extendió, y así empezó la proliferación de los artículos artesanales de Italia, algunos de los cuales aún existen en la actualidad. Para las familias cuyos miembros se adiestraron juntos y que abrieron sus propios negocios habían nacido las marcas.

La abuela compra el cuero para nuestros zapatos en Arezzo y los clavos y las correas en La Mondiale, el proveedor más antiguo de los zapateros italianos. Baja a Nápoles por los adornos, donde trabaja con un equipo joven: Carolina y Elisabetta D'Amico, que crean bisutería a mano para ornamentar zapatos. La abuela a veces les lleva un borrador de lo que quiere, y también selecciona entre su abundante surtido. Las D'Amico hacen hebillas y adornos con incrustaciones de brillante cristal (encendidos diamantes falsos, deslumbrantes imitaciones de esmeraldas, rubíes y cabujones). Sus adornos de bisutería son tan opulentos que con facilidad se pueden confundir con joyas verdaderas.

También tenemos una amplia selección de ornamentos de tela hechos a mano, que incluye rodetes de terciopelo tan delicados que utilizamos pinzas para colocarlos sobre las correas de cuero antes de coserlos. Tenemos toda clase de adornos florales: lirios de seda cruda, inocentes margaritas de organza y tul y escarapelas de seda en todas las combinaciones de color, desde el rojo rubí hasta el púrpura oscuro veteado con hojas de terciopelo verde lima. Tenemos una selección de diminutos números y letras en piel de tonos metálicos (oro, plata y cobre) que a veces cosemos en el interior del zapato. A menudo también colocamos las iniciales de los novios o la fecha de la boda para darle un toque de reliquia.

Rosaría contempla admirada las bandejas de plástico repletas de escarapelas. Primero coge unas rosas de color azul aciano porque ése es el tono de los vestidos de sus damas de honor. Le intrigan las series de cristales redondos sobre gallardetes de satén, pero decide que son demasiado de discoteca para su gusto. Después de mucho deliberar, se queda con unas escarapelas antiguas color nata; luego llama a su madre para contar con su aprobación.

Le doy los bocetos de los pies de Rosaría a June, que guarda los patrones en una caja. Saco una ficha del cajón del escritorio y tomo algunas notas, ahí apunto las dimensiones del pie de Rosaría, luego grapo la muestra de tela, el número de la caja de las escarapelas y el sobre con las medidas de las correas. Mientras tanto, Rosaría, henchida de satisfacción, relata a su madre todos los detalles. Está tan emocionada con los zapatos como con el vestido. Rosaría termina la llamada y mira a la abuela:

– Estoy orgullosa de seguir la tradición de mi madre.

– ¿Cuándo es tu última prueba? -le pregunto.

– El 10 de mayo, con Francés Spencer, en el Bronx.

– La conozco. Hace las mejores imitaciones de los cinco municipios de Nueva York. Ahí estaré con tus zapatos, para que puedan hacer el dobladillo final con los tacones.

– Gracias.

Rosaría me abraza, luego coge su bolso y se va.

Apunto la fecha del día de la prueba en su ficha y luego abro la caja de los archivos en el escritorio.

– Le daré a Rosaría los zapatos de regalo -dice la abuela sin quitar la vista de su trabajo-. Gratis.

– Vale -digo yo, y lo anoto en el recibo. Éste no es un buen momento para regalar zapatos-. ¿Estás segura?

– Segurísima.

La abuela toma los zapatos en los que ha estado trabajando y los envuelve en algodón.

– Bueno, con Alfred cuidando de nuestras finanzas…

– Lo sé, pero Alfred no dirige este negocio, sino yo.

June me mira y levanta las cejas como si dijera: «No discutas con ella».

Prendo con una tachuela el pedido en el tablero de anuncios y veo una nota escrita a mano por la abuela que pone: «Reunión con Rhedd Lewis en Bergdorf el 5 de diciembre a las 10 horas. Llevar a V».

– Abuela, ¿qué es esto?

– ¿Recuerdas a Debra McGuire, la chica de vestuario de la película? Bueno, puede que sea quisquillosa, pero le gustó nuestro trabajo y nos recomendó a Rhedd Lewis, de Bergdorf, que quiere conocernos.

– ¿Y por qué? -Casi no podía contener mi entusiasmo.

– Quizás está a punto de casarse y necesita unos zapatos.

– ¡O quizá quiere poner nuestros zapatos a la venta! -Mi mente daba vueltas alrededor de las posibilidades de suministrar al mayor almacén de la ciudad de Nueva York con nuestros zapatos. Éste es exactamente el tipo de empujón que Bret esperaba que tuviéramos-. ¿Te imaginas? ¿Nuestros zapatos en Bergdorf?

– Espero que no -dice June, poniendo los brazos enjarras y girándose hacia la abuela-. ¿Recuerdas cuando tu marido puso a la venta los zapatos en Bonwit Teller? Fue un desastre, casi no pudimos vender la mercancía. Recuerdo lo que dijeron, que las novias no querían gastar en los zapatos cuando ya habían gastado un pastón en los vestidos.

– Eso nos apartó de los grandes almacenes -admite la abuela-. Fue nuestra primera y última incursión en los grandes negocios.

– Quizás esta vez sea diferente. Mirad cualquier revista de moda, los compradores de lujo gastan, sin parpadear, dos de los grandes en un bolso, eso hace que nuestros zapatos parezcan un chollo. Tal vez ahí haya una oportunidad.

– O quizá sólo vais a la reunión, miráis qué os tiene que decir y luego os vais al bar de Bergdorf y pedís huevos picantes -dice June mientras coge sus tijeras y recorta un par de suelas talla 39 del papel de patrones. June me mira y sonríe para darme su apoyo. Ella ha estado en esta empresa el tiempo suficiente para saber que es altamente improbable que la abuela cambie la manera de llevar el negocio, aunque eso signifique perder la compañía.

– Abuela, creo que deberíamos ir a la reunión sin prejuicios, ¿no?

No me responde. Una larga limusina negra se detiene de-lante de la tienda. Da la impresión de que comienza en la esquina del edificio Richard Meier y llega hasta su puerta de entrada. Mientras aparca leo que en la matrícula pone «constructor».

Un hombre con un traje azul marino y una corbata roja sale por la puerta trasera, y le sigue mi hermano. El viento agita sus corbatas de seda como colas de cometas mientras se dirigen a nuestra entrada.

– ¿Qué hace Alfred aquí? -pregunto.

– Llamó mientras estabas con Roman, trae a un agente inmobiliario para que vea el edificio.

Miro a June, nuestras miradas se encuentran, pero ella la desvía de inmediato.

– Hola, chicas -dice Alfred al entrar. Va hacia la abuela y le besa la mejilla. Ella sonríe orgullosa cuando Alfred se vuelve y le presenta al hombre-. Mi abuela, Teodora Angelini. Abuela, él es el agente del que hablamos, Scott Hatcher. Estudiamos juntos en Cornell.

La abuela estrecha la mano del agente. Alfred pone los brazos en jarras y mira la tienda como si June y yo no estuviéramos. Me sorprende lo sociable que es mi hermano cuando está con sus colegas. Con la familia es más bien retraído, pero en el trabajo, cuando está en su ambiente y donde se necesita más personalidad, es un maestro.