El agente mide más de un metro ochenta, es una versión en guapo del príncipe Alberto de Mónaco, con todo el cabello. Tiene grandes ojos verdes y la calidez y sonrisa permanentes de un vendedor.
– Vamos a echar un vistazo, abuela -dice Alfred con su sonrisa falsa de hombre de negocios.
– Pasad -dice la abuela.
– Empecemos por la terraza -dice Alfred, y guía a Scott escaleras arriba.
Me siento en el taburete de trabajo y digo:
– Bueno, ha llegado el día que tanto temía.
– No te comportes de esa manera -dice la abuela con suavidad.
– ¿Y cómo debería comportarme?
Cojo las correas para mi bota y las llevo a la mesa de planchar, conecto la plancha y sumerjo las manos en lo más profundo de mis bolsillos mientras espero que se caliente.
June baja las tijeras y dice:
– Necesito un café, ¿os traigo algo, chicas?
– No, gracias -le digo.
June se pone su chaqueta y sale.
– June huele las riñas -dice la abuela con tranquilidad.
– No voy a reñir contigo, sólo espero que tengas éxito.
– Bergdorf no nos salvará. Estoy segura de que no hay soluciones mágicas para los negocios. Estás escalando una montaña, clavas, avanzas, clavas, avanzas.
De pronto, los viejos aforismos de la abuela suenan antiguos e irrelevantes. Ahora sí que estoy enfadada.
– Ni siquiera sabes de qué tratará la reunión, no lo has preguntado. ¿Por qué no ponemos en la puerta el cartel de «cerrado» y nos damos de una vez por vencidas?
– Mira, yo he andado todos los caminos de este negocio. Hemos estado a punto de cerrar más veces de las que puedes contar. Tu abuelo y yo casi lo perdemos todo cuando su padre murió en 1950, pero aguantamos. Sobrevivimos a los años sesenta, cuando nuestras ventas se hundieron en la nada porque las novias hippies iban descalzas. Lo conseguimos en los setenta, cuando la producción en el extranjero se cuadriplicó y luego aprovechamos la situación en los años de la princesa Diana, en los ochenta, cuando todos querían formalidad en sus bodas y pedían vestidos y zapatos a medida. Sacamos el negocio de las deudas y volvimos a tener beneficios, y yo diseñé los zapatos de ballet para continuar en el mercado que estábamos perdiendo por Capezio -dice la abuela, alzando la voz-. No te atrevas a insinuar que soy cobarde, yo he luchado y luchado y luchado, y estoy cansada.
– ¡Lo he captado!
– ¡No, no lo has hecho, ni lo harás hasta que hayas trabajado aquí durante cincuenta años, cada día! Entonces, quizá sepas cómo me siento.
Levanto la voz y digo:
– Deja que compre el negocio.
– ¿Con qué? -la abuela lanza los brazos al aire-. Yo pago tu salario, ¡sé cuánto tienes!
– ¡Encontraré el dinero! -le grito.
– ¿Cómo?
– Necesito tiempo para ingeniar algo.
– ¡No tenemos tiempo! -responde la abuela.
– Quizá podrías tener conmigo la misma consideración que tienes con tu nieto y darme tiempo para hacer una contraoferta a la que él proponga.
Alfred entra en la tienda.
– ¿Qué cono pasa aquí? -dice con brusquedad mientras se acerca al vestíbulo donde Hatcher está inspeccionando las escaleras.
– Quiero comprar el edificio y el negocio -digo yo.
Alfred ríe. El sonido de su risa cruel me atraviesa y destruye la confianza en mí misma, como ha sucedido a lo largo de toda mi vida. Luego dice:
– ¿Con qué? ¡Estás soñando!
Mueve la mano en círculos como si ya fuera el propietario de la compañía de zapatos Angelini y del número 166 de Perry Street.
– ¿Cómo podrías comprar esto? Ni siquiera puedes comprar la plancha.
Cierro los ojos y contengo las lágrimas. En vez de doblegarme, como siempre hago, busco el registro más grave de mi voz y digo con firmeza:
– Estoy trabajando en ello.
Scott Hatcher entra, guarda sus manos en los bolsillos y mira a la abuela:
– Estoy preparado para hacerle una oferta, una oferta en metálico. Señora Angelini, quiero comprar el 166 de Perry Street.
Tiro de mi gorro de lana para cubrirme las orejas, que me escuecen de frío. Camino por Litde Italy esta noche de martes, las calles están vacías y la reluciente pérgola sobre Grand Street parece el último poste de la carpa dejado por el circo ambulante antes de abandonar el pueblo. Giro en Mott Street. Empujo la puerta de Ga' d'Oro. El restaurante está medio lleno. Saludo a Celeste, que está detrás de la barra, y me dirijo a la cocina.
– Hola -digo, desde el umbral.
Roman está decorando dos platos de ossobuco con perejil fresco. El camarero los coge y me empuja para pasar al salón. Roman sonríe, viene hacia mí y me da un beso en cada mejilla antes de quitarme el gorro.
– Estás helada.
– Y peor estaré cuando me quede sin trabajo y sin techo.
– ¿Qué ha pasado?
– La abuela ha recibido una oferta por el edificio.
– ¿Quieres trabajar conmigo?
– Mis gnocchi son como plastilina y la carne de ternera me queda como goma.
– Entonces, retiro mi oferta.
– ¿Cómo se hace, Roman? ¿Cómo se compra un edificio?
– Necesitas un banquero.
– Tengo uno, mi ex novio.
– Espero que hayáis terminado en buenos términos.
– Sí, no soy de la clase de persona que busca el melodrama en su vida privada, lo cual, si tienes en cuenta el melodrama de mi vida profesional, es muy bueno.
– ¿Qué ha dicho tu abuela?
– Nada. Escuchó la oferta, siguió trabajando, subió las escaleras, se vistió y se fue al teatro.
– ¿Ya ha confirmado al comprador que le venderá el edificio?
– No.
– Entonces quizá no lo haga.
– No conoces a mi abuela, nunca se arriesga, va a lo seguro.
Roman me besa, mi rostro se calienta con su tacto, es como si el cálido sol italiano hubiera salido esta noche amarga y fría. Siento una corriente de aire que viene de la puerta trasera, apuntalada con una lata de tamaño industrial de tomate pelado y triturado San Marzano. Paso mis brazos alrededor de su cuello.
– ¿Has notado que desde nuestra primera cita no he traído más que malas noticias? El cáncer de mi padre, mis problemas financieros…
– ¿Eso qué tiene que ver con nosotros?
– ¿No crees que tengo una mala racha?
– No.
– Estoy preparada para más malas noticias. Vamos, dilo, quizás estás casado y tienes siete hijos malcriados en Tenafly.
Ríe.
– Pues no.
– Espero que tengas cuidado al cruzar las calles.
– Soy muy cuidadoso.
El camarero entra en la cocina y dice:
– Mesa dos. Raviolis de trufa.
Me mira a mí y luego, impaciente, a su jefe.
– Debería irme -digo, y doy un paso atrás.
– No, no, espera mientras trabajo.
Miro la cocina.
– Soy buena con la vajilla.
– Bueno, entonces, adelante.
Sonríe y se dirige al horno. Me quito el abrigo y lo cuelgo, cojo un delantal limpio que estaba en la parte de atrás de la puerta, lo paso alrededor de mi cabeza y lo ato a la altura del talle.
– Te prefiero a Bruna -me dice.
Observo mi reflejo en el metal pulido de la nevera; sonrío por primera vez en lo que va de día.
La abuela y yo llegamos puntuales a nuestra reunión con Rhedd Lewis, de Bergdorf Goodman. Ella se baja del taxi y me espera en la esquina mientras pago al conductor. Dejo a toda prisa el asiento y me reúno con ella en la esquina de la calle Cincuenta y Ocho y la Quinta Avenida.
La abuela lleva un sencillo traje pantalón negro y, en el cuello, una cadena gruesa de oro de la que pende un lujoso y enorme colgante. El dobladillo de sus pantalones se convierte en un suave pliegue sobre el empeine de sus zapatos negros con franjas doradas. Sujeta cerca de ella el bolso en bandolera, fabricado en cuero negro. Su postura es recta y alta, como el maniquí que posa, con un abrigo de tela de espiga diseñado por Christian Lacroix, detrás de ella, en el escaparate del gran almacén.