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– Lo habéis conseguido -dice la abuela cuando me mira y brinda conmigo con su whisky. La beso rápidamente en la mejilla.

– ¡Feliz cumpleaños!

– Me encanta tu conjunto -me dice June.

– Gracias, tú también estás espectacular.

– ¡Por las tías viejas! -dice la abuela, y sube su vaso hacia June.

– ¡En verdad lo somos! -dice June, y choca su copa con la de la abuela.

– Gracias a la crema de Elizabeth Arden soy una semana más joven de lo que era cuando salí de casa esta mañana -dice la abuela mientras me aprieta la mano. Tess, Jaclyn y yo le pagamos a la abuela un día de tratamientos en el spa deElizabeth Arden, donde la masajearon, depilaron y acicalaron desde primera hora de la mañana-. Gracias, ha sido un día maravilloso y, ahora, tenemos a Keely.

Mi madre abraza por detrás a la abuela.

– Feliz cumpleaños, mamá -grita mi madre con su blusa negra de tirantes y lentejuelas que hace juego con unos pantalones de seda acampanados y una ancha cadena de metal forjado en tonalidad oro, a modo de cinturón, que cae a lo largo de su muslo con un fleco de diamantes falsos. Calza unas sandalias doradas con correas que completan el efecto Cleopatra. Mi padre lleva un traje negro con tenues rayas blancas, una camisa gris y una corbata ancha de seda en blanco y negro. Ellos combinan, claro, siempre lo hacen.

June se levanta y abraza a mi padre.

– Dutch, te ves fantástico.

– No tan bien como tú.

– ¿Cómo va el cáncer? -rebuzna la tía Feen.

– Mis posibilidades están mejorando, tía.

– Te he puesto en el grupo de oración de Santa Brígida.

– Te lo agradezco.

– El último tipo por el que rezamos murió, pero la culpa no fue nuestra.

– Seguro que no -dice papá. Nos mira y se sienta junto a la tía Feen para recibir más de ese maltrato.

Tess saluda desde la recepción, lleva un vestido rojo de cóctel sin tirantes. Hace una entrada digna de mi madre. Detrás viene Charlie, que lleva una corbata roja que combina con el vestido de Tess. Hay algunas costumbres heredadas que es mejor no combatir.

Tess abraza a papá.

– ¡Eh! Papá, ¿cómo te encuentras?

Antes de que él pueda responder, la tía Feen dice:

– ¡Cómo se va a sentir! Está atiborrado de cáncer.

Charlie se agacha y me aprieta el hombro.

– Hola, cuñada. Me muero por conocer al gran hombre esta noche -dice, y me lanza una sonrisa solidaria. Es curioso que Charlie llame a Roman el gran hombre cuando es Charlie quien es grande. Se parece al Brutus de todas las películas bíblicas que se han hecho en la historia de Hollywood. Además es siciliano, por lo que se broncea en doce minutos y tarda doce años en perdonar un desaire.

– Y yo me muero por que le conozcáis, sed amables.

– Seré encantador -dice Charlie, sentándose junto a Tess.

Gabriel trae a Jaclyn y a Tom a la mesa. Jaclyn lleva una falda corta de color beige que hace juego con un jersey de cachemir y un collar de perlas. Parece como si a Tom, con ese traje de domingo, le hubieran sacado brillo para su primera comunión. Mientras Jaclyn y Tom se sientan, llegan Alfred y Pamela.

Pamela cumple cuarenta el próximo año, pero parece tener veinticinco. Es delgada y tiene el cabello largo, rubio color arena, con algunas mechas teñidas de blanco alrededor de la cara para lograr cierto contraste. Es una mezcla de polaca e irlandesa, pero ha adquirido los usos italianos por lo que se refiere a los estampados, las lentejuelas y el tamaño de su anillo de compromiso. Esta noche lleva un vestido largo y suelto con orquídeas estampadas. Alfred la abraza con firmeza. Él viene directamente del trabajo, así que lleva un traje Brooks Brothers con una corbata como las que usaba Ronald Reagan.

Pamela saluda a todos con un beso, pero lo hace sin sentirse cómoda. A pesar de que lleva trece años casada con mi hermano, cada vez que nos reunimos es como si nos conociera por primera vez. Hemos hecho varios intentos para lograr que se sienta parte de la familia, pero al parecer nuestros esfuerzos no tienen resultado. Mamá dice que Pamela tiene «una personalidad distante», pero Alfred le dijo a Tess que nosotras la «intimidamos».

Mis hermanas y yo no creemos que podamos dar miedo. Sí, somos competitivas, nos gusta opinar y discernir y sí, en las reuniones familiares gritamos, nos interrumpimos y, básicamente, nos convertimos en las niñas que éramos a los diez años, salvo que no nos tiramos del pelo. Pero ¿intimidamos? Quizá. Pamela se sienta y se aferra al bolso que guarda sobre el regazo como si fuera el volante de un coche y mira el Steinway con una sonrisa paciente, pero fingida, mientras Alfred le pide una copa de vino blanco.

Llegan los camareros y llenan nuestra mesa de entrantes: delicadas tartas de cangrejo, diminutas patatas con botones de crema agria y caviar, almejas casino con la mitad de su concha sobre una cama de brillantes algas, ostras en hielo y una fuente de plata con costillas de cordero lechal.

La tía Feen se pone de pie, se estira sobre la mesa y coge una costilla; la sostiene como si fuera una pistola. Le da un mordisco antes de sentarse de nuevo. Aún masticando dice: «Suculento». Las luces del café se atenúan y la multitud aplaude y silba. Miro hacia la puerta esperando ver a Roman apresurándose para sentarse junto a mí. Recorro con la vista a la gente y no hay señales de él. El grupo empieza a tocar la introducción en un susurro y el público aplaude con fuerza cuando Gabriel anuncia:

– ¡Señoras y señores, ¡Keely Smith!

Las puertas de cristal se abren y Keely entra en el salón, con el mismo aspecto que tiene en las portadas de sus discos. Lleva el cabello negro cortado a la altura del hombro con dos tirabuzones sobre las mejillas. Su rosada piel pálida es perfecta, sus ojos negros brillan como el azabache. Lleva unos sencillos pantalones de seda dorada y una chaqueta Erté bordada con cuentas. Las mangas de tres cuartos revelan unas gruesas pulseras de acrílico, que compensan el tamaño de su anillo de diamante, casi como el de un teléfono móvil.

Keely agita la mano hacia la multitud como una novia a punto de casarse por tercera vez, saluda a los clientes con calidez, pero con un dejo de apatía. Sus movimientos son despreocupados y familiares, como si fuera a cantar unas cuantas canciones en el salón de su casa después de cenar. Coge el micrófono y mira a la gente, entrecierra los ojos como si fuera a examinar quién ha venido y quién no.

– ¿Hay algún italiano esta noche? Silbamos y hacemos barullo.

– ¿Fanáticos de Louis Prima?

Aplaudimos más alto.

– ¡Somos fanáticos de Keely! -grita la abuela.

– Vale, vale. Veo que tendré que trabajar esta noche -dice Keely. Mira al director, que está detrás del piano, y continúa-. Allá vamos…

El grupo emprende una potente interpretación de That Old Black Magic. Keely está de pie frente al micrófono, en la curva del piano, y mientras canta lleva el ritmo dando golpecitos con la punta roja de las uñas sobre el acabado encerado. Cuenta el tiempo con los pies, cuyos zapatos dorados llevan tacón de aguja y correas con incrustaciones de ojo de tigre. Tiene las uñas de los pies pintadas de granate. Se percata de que le estoy mirando los pies y sonríe. La canción termina y la muchedumbre rompe en un aplauso. Ella avanza al frente del escenario y me mira: