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Las viejas luces Roma, enormes bulbos rojo rubí, azul marino, verde bosque y amarillo taxi, son las únicas luces que mis hermanas consienten en el árbol de la abuela. Tess y Jaclyn pueden tener las pequeñas y modernas luces centellantes en sus casas, pero aquí, en la de la abuela, el árbol tiene que ser exactamente como lo recordamos: una pícea azul, viva, plagada de adornos de cristal ahumado que han estado aquí desde la infancia de mi madre. Valoramos más los adornos que están en peores condiciones, el reno de paño al que le falta un ojo, los niños del coro de plástico con sus sotanas rojas descoloridas y la estrella de papel de plata de tres puntas que Alfred hizo en el jardín de infancia.

Ahora la cama está cubierta de cajas. Busco el alargador de cable que tiene un interruptor de pedal y que permite encender y apagar las tres luces, pero no lo encuentro.

– ¿Abuela? -digo desde lo alto de las escaleras.

– ¿Qué pasa? -La abuela se asoma al rellano, un piso por debajo.

– ¿Dónde está el alargador de cable?

– Busca en mi habitación, mira en mi tocador. Debe de estar en uno de los cajones -dice, dirigiéndose a la cocina.

Enciendo la luz de la habitación de la abuela. Su perfume permanece en el aire, fresia y lirio, el mismo olor que percibes cuando la abuela se quita la bufanda o cuelga su abrigo.

Abro el cajón de su tocador y busco el alargador. La abuela es como yo, le encanta guardarlo todo. Sus cajones están bien organizados, pero también repletos de cosas. En el cajón superior apila su lencería, delimitada en su espacio por varias medias que aún siguen en sus cajas. Las alzo con cuidado buscando el alargador.

Un frasco sin abrir del perfume Youth Dew yace encima de un montón de antiguos pañuelos, que todavía usa con los bolsos de noche en ocasiones especiales. Levanto una caja de bombillas, y buscando tropiezo con una caja de zapatos llena de recibos, que vuelvo a colocar con cuidado donde la encontré.

Miro en el segundo cajón. Sus rebecas de lana están dobladas con orden. Dentro de un envase de plástico hay una linterna, un frasco de agua bendita de Lourdes y un sobre que dice «libretas de calificaciones de Mike.»Abro el último cajón. Los bolsos y las carteras de la abuela están apilados con esmero dentro de bolsas de fieltro. Alzo una caja metálica de habanos llena de pequeños aparatos de metal, ruedas, pestillos y garfios de recambio para reparar las máquinas de la tienda. Debajo de la caja hay un saquito de terciopelo negro que descansa en el fondo del cajón; de él retiro un pesado marco dorado que tiene una fotografía de la abuela de hace diez años. El fondo rural me resulta poco familiar. La abuela está junto a un olivo con un hombre que no es mi abuelo. Deben de estar en las colinas de Italia. El hombre tiene el cabello blanco peinado hacia un lado, ojos negros y brillantes y una amplia sonrisa. La piel de ambos es dorada, morena por el sol del verano.

Las colinas detrás de ellos están en pleno florecimiento de girasoles. El hombre descansa el brazo alrededor de la cintura de la abuela y ella mira hacia abajo, sonriendo.

Rápidamente meto la fotografía en el saquito, la entierro en el fondo del cajón y pongo encima la caja de los recambios. Veo el alargador para las luces de Navidad escondido en una esquina.

– ¡Lo he encontrado! -digo, gritando. Cierro el cajón con cuidado y apago las luces.

– Quizá sea uno de nuestros primos -murmura Tess mientras esperamos en el vestíbulo de la iglesia de Nuestra Señora de Pompeya, en Carmine Street, a que lleguen nuestros padres, antes de la misa de Nochebuena. De las columnas que llevan al altar cuelgan guirnaldas de hojas verdes y macetas de poinsetias cubiertas de papel de estaño dorado. Una serie de pequeños árboles con diminutas luces blancas forman el telón de fondo para el dorado tabernáculo con adornos.

– No parecía un primo.

La abuela está dentro, sentada junto a sus nietos y con Alfred, Pamela, Jaclyn y Tom. Tess y yo esperamos a que nuestros padres aparquen.

– ¿Quién puede ser?

– Parece un romance.

– ¡Vamos! Estás hablando de nuestra abuela.

– La gente mayor tiene relaciones.

– La abuela no.

– No lo sé. Recibe muchas llamadas de Italia y recuerda lo que le dijo a Keely Smith sobre tener un novio.

– No dijo que lo tuviera, sólo le seguía el juego. La abuela no tiene ese carácter -insiste Tess.

– La fotografía estaba escondida en un saquito de terciopelo en su tocador, como si fuera importante.

– Vale, haremos una cosa: cuando volvamos, la entretienes en la cocina, yo subo y lo investigo. Seguro que no es nada.

– Hay una multitud fuera -dice papá cuando entra en la iglesia con mamá.

Tess, mi madre y mi padre me siguen por la nave lateral. Nos apretujamos junto a Charlie y las niñas. La abuela se sienta en el extremo del banco, junto a Alfred. Se inclina hacia delante y comprueba que todos los miembros de nuestra familia están en su sitio. Sonríe feliz mientras nos inspecciona antes de dirigir los ojos al altar. Tal vez Tess tiene razón, la abuela no es la clase de persona que tiene una vida fuera de la familia que ama. Además, tiene ochenta años. Ese barco ha zarpado definitivamente.

La cocina de la abuela está diseñada pensando en las fiestas y la preparación de las comilonas, de modo que ahí nunca hay demasiados chefs. La larga encimera de mármol es un lugar perfecto para trabajar, mientras que la larga cocina puede acomodar a varios de nosotros mientras recalentamos y arreglamos los platos. La cena de Nochebuena es exactamente como solía ser cuando éramos niños, excepto porque ahora, en vez de que la abuela lo cocine todo, cada uno de nosotros aporta un plato.

La abuela ha preparado su tradicional sopa de boda con espinacas y pequeñas albóndigas de ternera; Tess ha traído manicotti hecho en casa; Mamá ha asado un lomo de cerdo con boniato y ha preparado otro segundo plato de pechugas de pollo rebozadas y espárragos al vapor; Jaclyn ha hecho la ensalada y yo me he encargado de los entrantes, que incluyen los siete frutos marinos tradicionales: eperlanos, gambas, sardinas, ostras, bacalao, bogavante y caracoles marinos.

– ¿Qué ha traído de postre Clic-clac? -pregunta Tess mirando alrededor para asegurarse de que Pamela no puede oírla.

– Fueron a De Roberti -le digo. Pamela ha traído galletas, cannoli y tartas de queso pequeñas. No nos importa que haya comprado la comida, porque por lo menos ha ido a una pastelería italiana estupenda.

– Es Navidad y quiero la fiesta en paz -dice mi madre con firmeza.

– Lo siento, mamá -se disculpa Tess.

– No pasa nada. Mirad mis pechugas de pollo -dice mamá con orgullo mientras las acomoda en el plato-. Las aporreé hasta dejarlas delgadas como el papel, antes de rebozarlas. Se puede ver a través de ellas. Jaclyn, tu ensalada parece deliciosa.

– Es una receta de Nigella Lawson -dice Jaclyn-. Me imagino que si se llama Nigella, algo italiano debe de tener, ¿no? Nos regalaron la colección completa de sus libros en la boda.

– ¿Sólo la colección completa? -dice la abuela mientras se une a nosotras en la cocina-. Cuando me casé, sólo había un libro de cocina para regalar a las novias.

– Yo lo tengo, El Talismán de Ada Boni -dice mamá mientras decora las chuletas con ramitas de perejil.

– Es el mejor -dice Tess-. Siempre que preparo las albóndigas favoritas de Charlie con la receta número dos de ese libro, consigo todo lo que quiero. Las preparé el mes pasado y cambió las baldosas de medio baño.

– Bueno, por lo menos sabes qué le motiva -le digo a Tess.

– Ya sabéis, trato de hacer lo que hizo mi madre cuando crecimos. Una comida casera diferente cada noche y que toda la familia se reúna a cenar. No es muy fácil conseguirlo estos días -dice Tess.