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– Gracias por reconocer mi contribución. Esperaba que mis hijos apreciaran las pequeñas cosas que hice y las comilonas que preparé. Creo que santa Teresa del niño Jesús lo dijo mejor: «Haz las pequeñas cosas a lo grande». ¿O era «haz las grandes cosas como si fueran pequeñas»? No lo recuerdo. Pero da lo mismo, he trabajado duro toda mi vida -mi madre retira del fuego la vaporera, quita la tapa y saca los espárragos con unas pinzas-, en mi casa. No estoy de acuerdo con la diferenciación entre el trabajo en la oficina y el de casa. El trabajo es el trabajo y yo trabajé por mi familia, olvidándome de mis objetivos personales. Vosotros, mis cuatro hijos, erais mi trabajo. Mi evaluación de rendimiento llegó cuando cada uno os graduasteis en la universidad y abandonasteis el nido con la capacidad de cuidaros vosotros mismos. Abandoné mi propia vida, pero no me quejo, así sucedió y, por cierto, ¡fué fabuloso! -Mi madre coloca la bandeja en la mesa.

Cuando éramos niños, mis amigos comentaban que sus madres les amenazaban para que se portasen bien diciendo cosas como «¡espero que tus hijos te estropeen la vida igual que tú has estropeado la mía!» o «si no os portáis bien, me mataré y qué haréis sin mí, pequeños demonios» o «esta vez sí me moriré el año que viene y podréis ir a vuestras fiestas de drogadictos». Mi madre nunca nos dijo nada de eso a nosotros. Ella nunca nos amenazó con suicidarse porque es una auténtica adicta a la vida.

No, cuando mi madre quería asustarnos de verdad, decía: «¡Ya está! ¡Ya he tenido bastante! ¡Conseguiré un trabajo! ¿Me habéis oído? ¡Un trabajo! ¡Y veréis lo que es no tener una madre que os sirva todo el día!». O el golpe bajo emitido con fuerza y monotonía, «¡volveré al trabajo!», sin importar que mi madre nunca hubiera tenido un trabajo fuera de casa. Se graduó como profesora en Pace y nunca usó el título. «¿Cuándo hubiera podido volver a las aulas? -solía decir-, ¿cuándo?», como si el aula fuera ese mítico lugar que engulle a las mujeres que tienen el título de profesoras, ahí, en una tierra perdida en los tiempos.

La verdad es que mi madre tenía otros planes. Estaba ocupada construyendo la compañía Roncalli. Tuvo a Alfred diez meses después de la boda, luego nació Tess, yo fui la siguiente y al final Jaclyn, y todos juntos nos convertimos en su potente carrera. Mi madre no le pedía nada a Lee Iacocca. La maternidad fue su IBM, su Chrysler y su Nabisco. Ella era el jefe ejecutivo de nuestra familia. Se despertaba temprano cada mañana, se «ponía en el personaje», y se vestía como si fuera a ir a la oficina. Mi madre hacía listas, organizaba seis vidas en una enorme pizarra, nos llevaba y recogía de cualquier lugar al que necesitáramos ir y nunca se quejaba, bueno, no mucho. Una Navidad mandamos imprimir unas tarjetas de presentación para ella que decían:

Estaba orgullosa de estas tarjetas, que entregaba a los desconocidos como si se estuviera postulando para alcaldesa. Habría podido con ese trabajo también, creedme. Mi madre es una líder nata, una capataz y una visionaria. Además, le gusta darse bombo, lo cual no hace daño en política.

– ¿Qué tal están los chicos en la terraza? -dice la abuela mientras lleva los platos de sopa a la encimera.

– Iré a verlos. -Subo las escaleras para alcanzar la terraza.

– Y llama a los niños -me grita mi madre-. Ya está todo listo.

Recorro los peldaños de de dos en dos hasta la tercera planta. Reviso rápidamente las habitaciones y me detengo a mirar el reloj del dormitorio de la abuela. ¿Dónde está Roman? Dijo que estaría aquí en quince minutos. Ahora me preocupa que Tess y Jaclyn piensen que es un fantasma. Me saco la idea de la cabeza, vendrá.

Los niños están desperdigados por todas partes, jugando a disfrazarse o al escondite, o quizá Charisma está llamando a Japón, como hizo la última vez que estuvo aquí (la llamada costó veintitrés dólares). Hagan lo que hagan, ninguno parece estar sangrando o llorando, así que paso rápidamente por donde están y voy hacia la terraza.

Los hombres se encargan de preparar el fuego en la barbacoa al carbón. Después de cenar, nos ponemos los abrigos y vamos a la terraza a asar nubes. Ésta era la tarea de mi abuelo en Navidad y no la hemos perdido, pues la han continuado mi padre, Alfred, Charlie y Tom.

Salgo a la terraza, al encuentro del aire fresco de la noche, para comprobar la barbacoa. Los carbones siguen negros, aunque sus bordes se tornan rojo profundo. Dentro de una hora estarán a la temperatura exacta para tostar las nubes. Un remolino de humo gris se eleva desde el fuego mientras Alfred, enfundado en su abrigo de Barneys, lo mantiene vivo.

Mi hermano señala los edificios del West Side Highway, se comporta como si diera lecciones sobre bienes raíces. A su lado, Pamela tiembla de frío, cubierta con una pequeña capa de piel. Charlie, Tom y mi padre escuchan con atención, absortos en la sabiduría de Alfred, que ahora señala un edificio en la esquina de Christopher Street. Recita de corrido el precio pedido y el precio de venta final, como si dictara los nombres de sus hijos. Me quedo ahí, en el frío, el tiempo suficiente para oír cómo suelta algunas cifras grandes.

– Ya está lista la cena -interrumpo.

– ¿Necesitáis ayuda en la cocina? -pregunta Pamela.

– Estamos bien -le digo sonriendo-. ¿Podrías ayudarme a reunir a los niños?

– Claro -dice ella antes de seguirme escaleras abajo.

He estado a punto de ir al Home Depot de la calle Veintitrés a comprar esas protecciones de goma para los peldaños, porque sabía que Pamela vendría y temía que sus tacones de aguja de doce centímetros la hicieran caer, que se precipitara a lo largo de tres tramos de escalera y terminara yaciendo ensangrentada en el taller.

– Me gusta tu vestido, Pamela -le digo con honesta admiración hacia el traje de seda roja que hace juego con una chaquetilla torera y unos zapatos también rojos, de correas hasta el tobillo-. Te ves igual de joven que el día que conociste a mi hermano.

Se sonroja.

– Tu hermano me dijo que el cambio no era negociable.

– ¿Cómo?

– Bueno, dijo que no importaba lo que sucediera, pero no quería que dejara de ser la que era cuando me conoció.

– ¿No te parece que eso es prácticamente imposible?

– Puede ser, pero intento cumplir con mi parte del trato. Además, su vista va cada vez peor, y eso lo compensa.

Mientras Pamela reúne a los niños para cenar, yo regreso a la cocina. Mamá, la abuela y mis hermanas colocan las guarniciones en las fuentes para el festín de los siete pescados de Nochebuena. Casi les cuento a mis hermanas la cláusula del «no-cambio» de Alfred para quejarme de lo controlador que puede ser nuestro hermano, pero decido no hacerlo. Pamela, después de todo, consigue lo que nosotros hemos intentado durante años: hacer feliz a Alfred. Si eso significa que tiene que usar sus téjanos de 1994 y caber en ellos el resto de su vida, que así sea. Siento pena por mi cuñada cuando, durante las fiestas familiares, la veo fuera, asomándose a través de las serpentinas de papel crepé como si fueran los barrotes de una cárcel. Nunca participa en las bodas cuando se forma una línea de baile, tampoco participa en los juegos de cartas de los domingos después de cenar. Se sienta en una esquina a leer una revista. No es una de nosotros.

En ese momento suena el timbre.

– ¿Esperamos a alguien? -pregunta mi madre.

– ¿Quién podrá ser? ¿Una entrega de último minuto de FedEx? -dice Tess en broma, mirándome y con pleno conocimiento de que estoy esperando la llegada de Roman, para que pueda exhibirlo como las rosas de rabanitos que hay en el plato de las verduras crudas.

– ¿Quizás una novia irritada?

– ¿En Nochebuena? Nunca -responde la abuela-. Y, en todo caso, ningún otro día.

– Probablemente es June. La has invitado, abuela, ¿verdad? -Jaclyn le sigue el juego a Tess; después de todo, es Navidad, así que hay que divertirse un poco a costa de Lagraciosa.