Mis parientes pegan un grito, como los hosannas en un servicio religioso.
– ¡Abuela, eres supermillonaria! -exclama Tess-. ¡Como Brooke Astor!
– Sobre mi cadáver -dice la abuela, mirándose las manos-. Esa pobre mujer, la Astor, pobre, espero que descanse en paz. Si no crías correctamente a tus hijos, no importa tener todo el dinero del mundo. El dinero es sólo el camino rápido al caos.
– Por favor, mamá, no somos los Astor. Aquí hay mucho amor -dice mi madre.
– Entonces, ¿qué pasará con la oferta? -pregunta Jaclyn con delicadeza.
– Es una oferta alta, una oferta magnífica. De hecho, he recomendado a la abuela que venda -dice Alfred, desplegando su plan como un mapa de carreteras-. Podrá jubilarse finalmente después de cincuenta años de matarse, comprar un piso en Jersey lejos de nosotros y podrá descansar los pies por primera vez en su vida.
– Los está descansando en este momento -le digo, y me vuelvo hacia la abuela-. ¿Qué pasaría con la compañía de zapatos Angelini?
La abuela no me responde.
– Valentine, está cansada -Alfred alza la voz-, y la estás presionando. Deja de ser tan egoísta y piensa en nuestra abuela.
– Ahora bien, Alfred, sabes lo mucho que amo mi trabajo -dice la abuela.
– Es cierto. Tenemos un negocio estupendo. Hacemos tres mil pares de zapatos al año.
– Vamos, eso es inviable para los actuales estándares de producción. No tenéis sitio de Internet, ni publicidad y trabajáis como en los años cuarenta -dice Alfred, y se vuelve hacia la abuela-. Sin ánimo de ofender, abuela.
– Faltaba más. Ese fue un buen año para nosotros -responde la abuela.
– Usáis las herramientas que hizo el abuelo -continúa Alfred-. En este momento, la compañía de zapatos Angelini no es más que un pasatiempo para vosotras y para los empleados de media jornada que tenéis. Los años que os va bien es solvente, pero con la deuda, sería irresponsable no considerar la opción de cerrar y poner en orden lo que adeudáis. Además, incluso si pudierais encontrar a alguien que comprase la tienda, no os daría ni el uno por ciento de lo que vale el edificio. Este edificio es oro.
– ¡Es nuestro negocio! -le digo. ¿Acaso no ve que los diseños de nuestro abuelo son oro? Al igual que nuestro nombre, nuestra técnica y nuestra reputación. Alfred no valora la tradición. ¿Qué seríamos sin ella?-. ¡Nos ganamos la vida con este negocio!
– Con dificultad. Si tuvierais que pagar un alquiler, estaríais en la calle.
Clic-clac se coloca junto a Alfred, enlaza su brazo en el de él, lo cual me indica que ella ha oído hablar de esto antes.
– Vivo de mis ingresos, nunca le he pedido a nadie un céntimo.
– Te ayudé cuando rompiste con Bret y abandonaste la enseñanza.
– Tres mil dólares. No me regalaste ese dinero, te lo pagué seis meses después con el siete por ciento de interés. -No puedo creer que me eche esto en cara, aunque, por otro lado, es lógico que lo haga. ¡Se trata de Alfred! Mi madre se mueve incómoda en su silla y mi padre mira fijamente hacia el puente Verrazano Narrows como si estuviera a punto de arder, igual que una nube insertada en un pincho.
– Yo creo que lo que Alfred trata de decir -comienza mamá con diplomacia- es que mi madre tiene cierta edad y hay que mirar hacia el futuro, al camino que queda por recorrer, y anticiparse a los cambios.
– Claro, mamá -la desafío-, el camino está cubierto de hielo, los neumáticos han quedado lisos y resbalan. Lo que sea con tal de respaldar a tu precioso e inteligente hijo Alfred. Lo que quiera se le concede. Si estuviera en verdad interesado por la abuela y su bienestar, yo no abriría la boca, pero con mi hermano todo significa dinero. El siempre ha estado por el dinero.
– ¡Qué desfachatez! ¡Me preocupa la abuela! -grita Alfred.
– ¿Ah, sí?
– Tu hermano quiere a su abuela -interviene papá.
– No hables por él -le digo a mi padre.
– No hables por mí -le dice Alfred.
Mi padre levanta las manos y se ríe.
– Y no habléis por mí -dice la abuela, que se pone en pie-. Yo tomaré todas las decisiones sobre el negocio y el edificio. Alfred, eres muy listo, pero también un bocazas. Nunca debiste decir las cifras, has puesto nerviosos a todos.
– Como era sólo la familia…
Roman parece incómodo, como un huésped que desea huir de la reyerta y que no se puede mover. Percibo un parpadeo impaciente en sus ojos.
– ¡Peor aún! -dice la abuela-. Esa clase de cifras sólo ponen a la gente de los nervios. Por el amor de Dios, me ponen de los nervios a mí. Soy una persona reservada y no quiero que mis negocios se expongan como un regalo de Navidad de consumo público. Y, Valentine, aprecio todo lo que haces por mí, pero no quiero que te quedes aquí porque creas que es tu deber…
– Quiero estar aquí.
– … y Alfred tiene razón en algo, ya no soy la misma de antes.
– No quería que sonara de esa manera -dice él-. En verdad pienso que tú debes tomar la decisión, pero me gustaría verte relajada por primera vez en tu vida. Si la gente no trabaja a los ochenta es por algo.
– ¿Porque está muerta? -exclama la abuela, que se ríe y vuelve a sentarse.
– No, porque se han ganado un descanso. Y, Valentine, nadie niega que no puedas continuar haciendo zapatos como hobby. Éste es el momento en que tienes que encontrar una verdadera carrera. Tienes más de treinta años y vives como un vago bohemio. ¿Quién te cuidará cuando seas vieja? Supongo que seré yo quien lleve esa carga.
– Eres la última persona a la que le pediría ayuda -le digo con sinceridad. Clic-clac suspira, una preocupación menos para ella.
– Ya veremos -dice Alfred-. Hasta donde sé, soy el único de los hijos Roncalli que paga la cuenta.
– ¿Qué dices? -pregunta Tess.
– La fiesta de la abuela.
– Nos ofrecimos a pagar -dicen Jaclyn y Tess al unísono.
– ¡Yo también! -le digo.
– Pero yo pagué y tengo algo que deciros: yo siempre pago.
– Eso no es justo, Alfred, no puedes pagar una cuenta y luego quejarte. ¡Son pésimos modales! -dice Tess con un gesto que significa que la abuela, la homenajeada, está escuchando.
A Alfred le da igual y continúa.
– ¿Quién pensáis que paga las facturas del médico de papá? Tiene seguro, pero hay deducibles y otros gastos pequeños. Ha tenido que salir del sistema para algunos procedimientos, pero vosotras no lo sabéis, y ¿por qué? ¡Porque nunca preguntáis!
– Te lo devolveremos, Alfred -dice mi madre con tranquilidad.
– Si no te precipitaras a pagar todo como si fueras lord Abundancia, nos encantaría pagar nuestra parte -le digo-. Sólo pagas para echárnoslo en cara.
Alfred se vuelve hacia mí.
– No me disculparé por tener éxito. Hay un impuesto por el éxito que pago cada día en esta familia. Soy el que gana dinero, así que soy el que paga. ¡Y os ofendéis por eso!
– ¡Porque te quejas! Preferiría estar sin blanca y vivir en una caja en el Bowery que en el castillo del miedo en el que vives. Sólo mira a Clic-clac… -Tas palabras salen de mi boca antes de que pueda detenerlas.
Tess y Jaclyn respiran con rapidez, mientras mamá murmura:
– Oh, no.
Se hace un silencio en el que juraría que se puede oír cómo pasan las nubes.
– ¿Quién es Clic-clac? -pregunta Pamela, mirándome a mí y luego a su marido.
– No sé de qué hablan -dice él.
– ¿Valentine? -dice Pamela mirándome.
– Es un…
– Es un mote cariñoso en realidad -interviene Tess-, un apodo.
– Si nunca lo he oído, no es un apodo. -Por primera vez en diecisiete años, la voz de Pamela alcanza su registro más alto-. ¿No debería conocer mi propio apodo?
– Os lo suplico, chicas, cambiad de tema. No lleva a ningún lado. -Mamá se sube el cuello de su abrigo de visón falso a las orejas-. Dejadlo ya, aquí empieza a refrescar. Vamos adentro y hagamos un poco de café irlandés. ¿Alguien quiere café irlandés?