Выбрать главу

– Nadie irá a ningún lado. -Pamela mira con dureza a mi madre-. ¿Qué diablos quiere decir Clic-clac?

– ¿Valentine? -Mamá me mira.

– Es un apodo que significa… -empiezo.

– Es el sonido que haces cuando caminas con los tacones -suelta Jaclyn-. Eres bajita, das pasos pequeños y cuando los tacones golpean el suelo hacen… clic clac, clic clac.

Los ojos de Pamela se llenan de lágrimas.

– ¿Os habéis estado riendo de mí todo este tiempo?

– No fue con mala intención -dice Tess, y nos mira a Jaclyn y a mí con desesperación.

– No puedo evitar mi… mi… tamaño. Nunca me he reído de vosotras y ¡en esta familia de locos hay mucho de que reírse! -Pamela se gira y da pisotones con sus zapatos. Clic clac, clic clac, clic clac. Cuando se da cuenta del sonido que produce, se apoya en las puntas de los pies y se mueve en silencio, de puntillas, hasta llegar a la puerta. Se sujeta del marco de la puerta para mantener el equilibrio-. ¡Alfred! -grita. Luego baja las escaleras. Oímos que llama a los niños.

– ¿Sabéis? No me importa que seáis malas conmigo, pero ella nunca os ha hecho nada. Siempre ha sido una buena cuñada -dice Alfred, y sigue a su esposa escaleras abajo.

– Iré a envolverles algunas sobras -dice mamá, y sigue a Alfred.

– Tenías que soltarlo -me dice Tess, levantando las manos.

– ¿Tenías que decírselo? -le digo a Jaclyn.

– Me sentí atrapada.

Tengo la cara caliente por el vino y la discusión.

– ¿No pudiste inventar algo? Algo lleno de glamur, como que Clic-clac era un reloj carísimo o algo así.

– Eso sería Tic tac -dice Charlie desde su posición defensiva, en el fortín que representa la fuente.

– Tenéis que disculparos con ella -dice la abuela tranquilamente.

– Sabéis que se supone que en mi condición no debo alterarme -dice mi padre mientras se acomoda el cuello de su cazadora-. Estas semillas que me han implantado son radiactivas, si mi presión sanguínea pierde las riendas, hay muchas probabilidades de que hagan erupción como el monte Trípoli.

– Perdona, papá -susurro.

Mi padre mira a sus tres hijas contritas.

– Somos una familia, ¿sabéis? Somos una pequeña isla con gente. No somos Irán ni Irak ni Tíbet, ¡por Dios!, somos un país. Y todos vosotros, excepto tú, Tom, con tu sangre irlandesa, todos vosotros tenéis algo italiano o, en el caso de la familia de Charlie, los Fazzani, son ciento por ciento italianos, incluyendo una cuarta parte siciliana, así que no hay excusas. -Mi padre recuerda sus modales y mira a Roman-. Roman, asumo que eres ciento por ciento italiano. -Roman, desprevenido, asiente rápidamente en señal de acuerdo-. Deberíamos estar unidos, estar para los otros, para así ser invencibles. Y ¿cómo nos comportamos? Con rencor. El rencor nos sale por los oídos y por los traseros… y ¿para qué? Dejadlo pasar, dejad que todo pase. Nada de eso importa. Lo aprendí de mi padre. He visto de frente los ojos de la muerte y es una dura hija de puta. Tenéis una vida, chicas, sólo una. -Papá levanta el índice y apunta hacia al cielo para enfatizar sus palabras-. Confiad en vuestro viejo, lo único que sé es que debéis dedicaros a disfrutar. Ahora bien, si Pamela tiene las piernas cortas y debe usar zapatos altos para leer su reloj, vale, necesitamos aceptar esto como normal. Y si Alfred la ama, entonces nosotros la amamos. ¿Me habéis entendido?

– Sí, papá -prometemos Jaclyn, Tess y yo. Roman, Charlie y Tom asienten.

La abuela cierra los ojos mientras apoya la espalda en la tumbona.

– Esto será como tenga que ser. Iré adentro -dice papá mientras se dirige a las escaleras.

Charlie y Tom se mantienen alejados del combate, lo más lejos posible sin caer de la terraza. Están de pie con las manos dentro de los bolsillos, un poco a la espera de que vuelen más balas esta Navidad. Cuando ven que no habrá más, Tom mira alrededor y dice:

– ¿Hay más cerveza?

Roman me escolta hasta el asiento del copiloto de su coche, luego sube él por el otro lado. Empiezo a temblar cuando enciende el motor. Su asiento está corrido hacia atrás, al máximo; deslizo el mío a la misma altura.

– ¿Qué quieres hacer? -dice él.

– Llévame al puente de Brooklyn para que me tire.

– Qué graciosa. Tengo una idea mejor.

Roman conduce por la Sexta Avenida y se dirige a la zona alta de la ciudad. Las calles de Manhattan están vacías y brillantes.

– Lamento que escucharas todo eso. -Me estiro para sujetar su mano.

– Una vez, en unas Navidades Falconi, servimos la cena en el garaje; mis hermanos se enredaron en una pelea y se enfadaron tanto que empezaron a arrojarse ruedas de repuesto. No te preocupes.

– No lo haré -digo yo, y rompemos a reír-. ¿Qué piensas de Alfred?

– No lo sé aún -dice Roman con diplomacia.

– Alfred tiene estándares muy altos, no permite que nadie se equivoque. Después de la aventura de mi padre, Alfred se volvió muy estricto e incluso pensó en entrar en el seminario para hacerse sacerdote. Pero después fue llamado por un dios diferente. Se hizo banquero. Por supuesto, ésa es solo otra manera de vengarse de papá. Mi padre nunca hizo mucho dinero, así Alfred era superior a él. Alfred es moral y financieramente superior.

– ¿Qué tal su esposa?

– Está dominada por él. Es tan nerviosa que tiene úlceras crónicas, por eso come potitos de bebé.

– ¿Por qué es tan duro contigo? -me pregunta Roman con amabilidad.

– Me considera poco seria. He cambiado mi carrera, vivo con mi abuela y no he conseguido retener al hombre perfecto.

– ¿Quién era?

– No importa. No me interesa la perfección.

– ¿Qué quieres entonces?

– A ti.

Roman me coge la mano y la besa. Me siento atraída por él y no creo que sea un efecto pasajero de la Navidad. Aunque la riña en la terraza ha sido terrible, me he sentido muy tranquila en compañía de Roman. Ha hecho que todo fuera mejor sin decir una palabra o hacer nada. Me he sentido protegida.

Roman pasa con lentitud frente a Saks Fifth Avenue y luego gira por la calle Cincuenta y Uno. Aparca el coche en la entrada lateral.

– Venga -dice. Viene hasta mi lado y me ayuda a salir del coche-. Es Navidad, tenemos que mirar escaparates.

Me toma de la mano y pasamos detrás de los cordones de terciopelo rojo. Hay una familia latina en la cola, se saca fotografías frente al escaparate en el que unos muñecos de nieve realizan un acto circense. El padre sostiene a su hijo de tres años cerca del cristal.

El ruido de la Quinta Avenida queda amortiguado conforme avanzamos mirando los escaparates, dioramas de la felicidad navideña a lo largo de la historia: una detallista escena victoriana en la que una familia abre un regalo y un cachorro tira del listón de un paquete una y otra vez; otra de los locos años veinte en la que las chicas llevan peinados de paje y vestidos cortos de tubo, con lentejuelas, y bailan charlestón sin parar.

Un hombre aparece en la esquina de la calle Quince con un saxofón y rompe el silencio con un estribillo de jazz. Roman me aprieta contra él y me lleva hacia el escaparate de los muñecos de nieve acróbatas. El hombre con el instrumento deja de tocar, su saxofón de color plateado brilla alrededor de su cuello como un amuleto gigante.

Mientras nos movemos al siguiente escaparate, miro al hombre y sonrío. Lleva una desgastada gorra inglesa de tweed y un abrigo viejo. Entonces él comienza a cantar:

Hemos sido felices andando nuestro camino, la vida ha sido hermosa, éramos jóvenes. Cuando te hayas ido, la vida seguirá como una vieja canción que cantamos. Y cuando sea demasiado viejo para soñar, te tendré a ti para recordar. Cuando sea demasiado viejo para soñar, tu amor vivirá en mi corazón, así que bésame, amor y digamos adiós. Y cuando sea demasiado viejo para soñar ese beso vivirá en mi corazón. Y cuando sea demasiado viejo para soñar ese beso vivirá en mi corazón.