Roman me coge entre sus brazos y me besa. Cuando abro los ojos, veo las luces que iluminan las cúpulas de la catedral de San Patricio, forman conos de humo blanco y desaparecen en el cielo negro.
– ¿Quieres quedarte en casa esta noche? -pregunta Roman.
– No se me podría ocurrir un mejor regalo de Navidad.
Al volver al coche, Roman me mira y sonríe. Planeo pasar todo el trayecto, hasta donde quiera que viva, besándole el cuello, y así lo hago. Enciende la radio. Canta Rosemary Clooney y suena igual de suave que el whisky y la crema batida. No dejo de pensar que esta noche comenzaremos algo maravilloso. Sumerjo el rostro en su nuca y deseo que el coche despegue y vuele hasta la casa de Roman.
¡Me estoy enamorando! Mis pensamientos explotan como la lluvia de monedas que cae cuando aciertas en una máquina tragaperras de Atlantic City. Me imagino a mí misma rodeada de discos de oro que manan por cientos y luego por miles. Veo peonzas y cintas desplegadas, azulejos que salen volando de los campanarios, campanas de iglesia que repican, hileras de coristas con pantalones cortos de lentejuelas rojas que bailan claque a toda máquina hasta que el sonido es tan ensordecedor que uno termina por taparse los oídos. Veo un cielo azul brillante plagado de cometas rojas, globos aerostáticos violetas y blancos, y los fugaces asteroides plateados de los fuegos artificiales que caen como espumillones. ¡Siento que se acerca un desfile! Bandas marciales, flanco con flanco, en uniformes verde esmeralda, majorettes vestidas con maillots de lentejuelas blancas que cambian de formación una y otra vez, mientras las tubas de cobre pulido van de un lado a otro de la calle tocando una melodía, ¡mi melodía! Mi cabeza rebosa de sonidos, mis ojos están llenos de admiración y mi corazón repleto de anticuada y espectacular alegría. Abro los ojos y miro la luna, y ¡está girando en el cielo! ¡Un tiro de moneda celestial! ¡He ganado! ¡Estoy entre los ganadores, amigos!
Roman conduce hasta un aparcamiento de Sullivan Street.
Deja la llave dentro y hace una seña al guarda, quien le devuelve el saludo. Caminamos por la calle y me besa debajo de un poste de alumbrado.
– ¿Cuál es tu piso? -le pregunto.
– Aquél -dice, y señala un edificio de apartamentos, una antigua fábrica de algo, con un anuncio grabado en la puerta que no puedo leer.
Me toma de la mano y corremos hacia la entrada. Subimos en el ascensor hasta la cuarta planta, nos besamos, y cuando la cabina se detiene con una sacudida, nuestros labios van a parar a la nariz del otro y nos reímos.
Las puertas del ascensor se abren y dan a un enorme loft que ocupa toda la planta y que tiene ventanas en ambos lados. El suelo está formado de anchos tablones de roble con aspecto antiguo, salpicados de lunares, las cabezas de clavos viejos. Cuatro grandes columnas blancas delimitan el centro del espacio y crean un abierto mirador interior. Diseños espirales de yeso forman ribetes en el techo estilo catedral, mientras que las pilastras descansan contra las paredes, lo que da al loft un aspecto de bodega de museo antiguo. La extensa pintura que ocupa la pared más lejana muestra una solitaria nube blanca en el azul cielo nocturno.
La cocina industrial, del tamaño del loft, está detrás de nosotros. Se ve limpia y en orden, equipada con modernos electrodomésticos. Sobre la encimera cuelga una exagerada lámpara de cristal de Murano que representa madreselvas en naranja y verde.
Su cama, en la esquina más lejana del lugar, tiene cuatro columnas, entre ellas, una cenefa de muselina lisa y blanca. Los radiadores plateados escupen vapor al silencioso piso. Debemos de estar a cuarenta grados y empiezo a sudar.
– Vamos a quitarte el abrigo -dice.
Me besa mientras desabotona el abrigo. No se detiene ahí, también desabrocha los diminutos botones de perlas de mi jersey rosado de cachemir y lo desliza por encima de mis hombros. Durante un segundo me pregunto cómo me veré, luego dejo de pensar en ello, al fin y al cabo ya me ha visto desnuda. Me quita las gotas de la frente.
– ¿Es la calefacción o somos nosotros?
– Nosotros -le aseguro. Y entonces baja la cremallera de mi blusa. Le ayudo a quitarse el abrigo, se pelea con las mangas de su camisa hasta que tiro de una, como si fuera una envoltura. Nos reímos un momento, después volvemos a besarnos. Sostengo entre mis manos su rostro sin soltarlo mientras nos movemos por el lugar. Dejamos en el suelo un rastro de nuestra ropa, como si fueran pétalos de rosa, y llegamos a la cama. Me coge en brazos y me deposita sobre el cubrecama de terciopelo. Se estira y abre la ventana, el viento sopla y encrespa la cenefa como colada de verano en el tendedero. El aire frío cae sobre nosotros mientras Roman se tiende sobre mí.
Hacemos el amor bajo la música de la caprichosa caldera y el silbido del viento navideño. Sentimos calor y frío, luego frío y calor, pero sobre todo calor mientras nos entrelazamos el uno en brazos del otro. Sus besos me cubren como el edredón de terciopelo que ahora descansa en el suelo, como un paracaídas.
Me hundo en sus cojines, soy una cuchara en la masa de la tarta de chocolate.
– Cuéntame una historia -dice mientras me atrae hacia él y refugia su rostro en mi cuello.
– ¿Qué clase de historia?
– Como la de los tomates.
– Bueno, veamos. Erase una vez… -empiezo.
Cuando voy a continuar, Roman se queda dormido. Miro al suelo y al cubrecama, sabiendo que en algún momento de las siguientes horas la caldera descansará y me congelaré, pero no lo hace y no me congelo. La única cosa que llevo puesta mientras duermo son sus brazos. Me siento tibia, segura y deseada por el hombre que adoro y que está tendido a mi lado como un misterio: pero lo conozco lo suficiente para dormir profundamente y soñar esta noche de Navidad. Qué dichoso lugar para descansar mi fatigado corazón, remendado como los bolsillos del anciano que envejeció demasiado para soñar.
Esa es mi idea de una Navidad feliz -dice June mientras muerde un donut relleno de mermelada de frambuesa y cierra los ojos. Luego mastica y sorbe su café-. ¿Sabes?, el sexo en las fiestas es el mejor. Tienes buena comida, una conversación inteligente o, en vuestro caso, una pelea que prepara el ánimo para que te lleven al huerto. Después de una riña lo necesitas. Sacar las manías fuera.
– Suena como si hubieras estado allí -digo. Claro que… ¿dónde no ha estado June?
– Oh, podría contarte acerca de un día de San Patricio en Dublín, que te haría…
– June -dice la abuela. Ha entrado al taller con el abrigo puesto y la bufanda atada debajo de la barbilla. Deja su bolso y se quita los guantes y el abrigo.
– Iba a contarle a Valentine sobre el granuja con acento irlandés que conocí en las vacaciones de 1972. Seamus no tenía vergüenza, créeme, era un hombre encantador.
– Me gustaría que escribieras un libro. De esa manera disfrutaríamos los detalles como una experiencia literaria -dice la abuela, colgando su abrigo-, y tendríamos la opción de pedir el libro en la biblioteca… o no.
– No os preocupéis, nunca escribiré un libro. No puedo ser tan explícita cuando escribo. -June da la vuelta al papel de patrones en la mesa de cortar como si fuera un matador moviendo un capote-. Sólo lo soy en la vida real.